TERCERA ENTREGA
II (1)
AL observar la caída del barómetro, el capitán MacWhirr reflexionó. "Por algún lado se está dando muy mal tiempo", eso fue lo único que pensó. Había tenido experiencia con temporales. El término "mal", cuando se aplica al tiempo en el mar, sólo le da al marino una idea de incomodidad. Si alguna autoridad indiscutida le hubiera informado que el fin del mundo iba a ser provocado por una conmoción catastrófica de la atmósfera, habría asimilado esa información, catalogándola sencillamente como mal tiempo, porque no había tenido jamás experiencia con cataclismos; y es cosa cierta que el convencimiento no implica, por fuerza, la comprensión. Con sabiduría, su condado había decretado por un Acta Parlamentaria que, antes de ser entregado un barco, su presunto comandante tendría que contestar a algunas preguntas sencillas sobre posibles tormentas circulares, tales como huracanes, ciclones o tifones; era evidente que él las había contestado con conocimiento, puesto que ahora tenía a su mando el Nan-Shan, y navegaba por los mares de la China en plena época de tifones. Pero si bien contestó con corrección a las preguntas, éstas ya habían sido olvidadas. Con todo, tenía conciencia de una incomodidad provocada por el calor pegajoso. Salió al puente sin encontrar alivio a esta opresión. El aire era espeso, y respiraba, boqueando, como pescado fuera del agua, de modo que llegó a pensar que estaba enfermo.
El Nan-Shan abría un surco en el mar, y éste se desvanecía en un círculo que se ondulaba y relucía como un trozo de seda gris. Del sol pálido y sin rayos emanaban un calor pesado y una extraña luz. Los chinos yacían postrados sobre las cubiertas. Sus caras exangües, contraídas, amarillas, semejaban las de inválidos biliosos.
El capitán MacWhirr se fijó especialmente en dos de ellos, tendidos de espaldas bajo el puente. Otros tres, sin embargo, discutían acaloradamente; un hombre grande, medio desnudo, con hombros hercúleos, se apoyaba fláccidamente sobre un cabrestante; otro, sentado sobre cubierta, sus rodillas recogidas, la cabeza inclinada a un lado, con actitud de muchacha, trenzaba su coleta con una languidez infinita que se notaba en toda su persona, hasta en el mismo movimiento de sus manos... El humo salía con dificultad de la chimenea, y en lugar de elevarse al cielo, se desparramaba, extendiéndose como una nube infernal, con emanaciones de azufre, y dejando caer una llovizna de hollín sobre los puentes.
-¿Qué diablos está haciendo allí, señor Jukes? -preguntó el capitán MacWhirr.
Al sentir que se le había dirigido la palabra en forma tan inusitada, el señor Jukes se sobresaltó como si le hubieran clavado debajo de una costilla, aunque el tono había sido más un murmullo que una pregunta airosa. Había hecho traer al puente un taburete bajo, y sentado sobre éste, con una cuerda enroscada a sus pies y un pedazo de lona estirado sobre sus rodillas, procuraba con fuerza pasar una aguja. Levantó la vista, y la sorpresa que demostró dio a sus ojos una expresión de inocencia y candor.
-Sólo estoy cosiendo este lote de bolsas nuevas que hicimos en el último viaje para recoger el carbón -contestó suavemente-; las vamos a precisar en la próxima carga de carbón, capitán.
-¿Qué sucedió con las otras?
-Se gastaron, por supuesto, capitán.
El capitán MacWhirr, irresoluto, miró a su oficial, manifestando tener la convicción sombría y cínica de que más de la mitad se habrían caído al mar. "Si tan sólo se pudiera llegar a la verdad", y diciendo esto se retiró a la otra punta del puente. Jukes, exasperado
ante este ataque sin provocación, quebró la aguja a la segunda puntada, y dejando caer su trabajo maldijo en sordina el calor. La hélice dio un golpe, los tres chinos que habían estado discutiendo dejaron de hacerlo súbitamente, mientras el que se estaba trenzando la coleta cruzó sus piernas, y por encima de sus rodillas dirigió una mirada descorazonada. La deprimente luz solar formaba sombras vagas y enfermizas. La marea se alzaba y aceleraba más a cada momento, y el barco se sacudía en las profundas y lisas hondonadas del mar.
-Me pregunto de dónde vendrá esta corriente -comentó fuerte Jukes, al tiempo que recobraba el equilibrio.
-Desde el nordeste -gruñó desde el puente MacWhirr-. Por algún sitio se está desatando una tormenta. Vaya a mirar el barómetro.
Cuando salió de la sala de navegación, la expresión en el rostro de Jukes había cambiado; se le notaba concentrado y preocupado. Se sujetó a la pasarela del puente y miró fijo hacia adelante.
La temperatura había subido a cuarenta y siete grados centígrados en la sala de máquinas. Desde el cuarto de calderas, a través de un tragaluz, llegaban las voces irascibles, en áspera y retumbante confusión, mezclándose con el estrépito y roce de los metales, como si hombres con extremidades de hierro y gargantas de bronce se estuvieran peleando. El segundo ingeniero chocaba con los fogoneros porque éstos habían dejado que bajara la presión de las calderas. Era un hombre temido, con brazos como los de un herrero; pero esa tarde los paleadores le contestaban inquietos, golpeando las puertas de las calderas con la furia de la desesperación. Súbitamente cesó todo ruido y el segundo ingeniero emergió de la sala de máquinas, empapado y cubierto de tizne. Parecía un deshollinador saliendo de un pozo. No bien apareció, comenzó a enojarse con Jukes, aduciendo que los ventiladores correspondientes a la sala de máquinas no estaban bien orientados; a esto Jukes le contestó con gestos que indicaban: "No hay viento, no hay nada que hacerle, usted mismo lo puede constatar". Pero el otro no atendía razones. Sus dientes destellaban furia en su cara sucia. Dijo que le tenía sin cuidado tener que golpear las malditas cabezas que se encontraban allá abajo, ¡maldición!; pero ¿acaso creían los condenados marineros que se podía mantener la presión de las calderas abandonadas por la mano de Dios pegándoles a los fogoneros? ¡No! Se precisaba también que circulara el aire. Y acá abajo bramaba el ingeniero jefe, deteniéndose ante el medidor de presión, para continuar marchando, como enloquecido, de arriba abajo en la sala de máquinas. ¿Para qué se creía Jukes que se le tenía allá arriba? ¿Acaso no podía conseguir que uno de sus decadentes, inútiles, inválidos marineros girara los ventiladores en el sentido del viento?
Las relaciones entre la "sala de máquinas" y el "puente" del Nan-Shan eran de lo más cordiales; de modo que Jukes, en tono reprimido, rogó al otro no ponerse en ridículo, pues el comandante estaba al otro lado del puente; pero el segundo declaró no importarle un bledo quién estuviera al otro lado, de modo que Jukes, pasando instantáneamente de una desaprobación altiva a un estado de exaltación, lo invitó, en términos poco halagadores, a que viniera él mismo a girar los aparatos y a coger todo cuanto viento le fuera posible atrapar a un asno como él. Se precipitó sobre el ventilador el segundo ingeniero, como si pretendiera arrancarlo y botarlo por la borda. Sólo consiguió mover el sombrerete unas pulgadas, mediante un enorme desgaste de fuerzas, y pareció agotarse con el esfuerzo. Se inclinó a la timonera en tanto que Jukes se le acercaba.
-¡Mi Dios! -exclamó con voz debilitada el ingeniero. Levantó los ojos al cielo dejando que su mirada opaca bajara hasta el horizonte que parecía levantarse inclinado a un ángulo de cuarenta grados, para enseguida volver a descender lentamente-. ¡Cielos, Phew! ¿Qué sucede ahora?
Jukes, separando sus piernas largas, adquirió un aire de superioridad.
-Esta vez sí que nos va a llegar -dijo-. El barómetro está bajando enormemente, Harry, y tú tratando de buscar camorra...
La palabra "barómetro" pareció avivar en el ingeniero toda su animosidad. Armándose de nuevas energías le dijo a Jukes, en tono bajo pero brutal, que se tragara el maldito instrumento. Era el vapor, la presión que estaba bajando; y entre los fogoneros que desfallecían y el jefe que se estaba trastornando, la suya se estaba transformando en una vida de perros. Poco le importaba que todo estallara. Pareció a punto de llorar; pero reponiéndose rápido, murmuró sombríamente: "¡Ya van a ver!", y salió de prisa.
Se detuvo ante la apertura lo suficiente para levantar su puño al cielo, de donde emanaba una luz antinatural, y se dejó caer por la apertura con una exclamación. Al darse vuelta, los ojos de Jukes se posaron sobre la espalda redondeada y las grandes orejas rojas del capitán MacWhirr.
-Ese segundo ingeniero es un hombre muy violento -comentó el capitán sin mirar a su primer oficial.
-Pero es un segundo muy bueno -gruñó Jukes-. No pueden mantener la presión -añadió rápidamente, mientras se sujetaba a la baranda para evitar las consecuencias del bandazo que se aproximaba.
Desprevenido, el capitán MacWhirr dio un resbalón, y alcanzó a sostenerse en el puntal de un toldo.
-El tiempo está horrible. Es el calor -dijo Jukes-. Haría maldecir hasta a un santo. Aquí mismo, acá arriba, me siento como si tuviera una frazada envolviéndome la cabeza.
Levantando la vista, el capitán MacWhirr inquirió:
-¿Me quiere decir, señor Jukes, que usted ha tenido su cabeza envuelta en una frazada? ¿y para qué hizo eso?
-Es una manera de expresarme -contestó Jukes impasible.
-Las cosas que dicen algunos de ustedes. ¿Qué quiere decir eso de "santos maldiciendo"? Ojalá que no hablaran tan alocadamente. Supongo que no sería más santo que usted. ¿Y a qué viene eso de una frazada... o el tiempo? El estado del tiempo a mí no me hace blasfemar. Eso es prueba de mal carácter, nada más. No es más que eso. ¿De qué le sirve hablar así?
En esa forma reconvino el capitán MacWhirr contra el uso de expresiones en sentido figurado, y finalmente electrizó a Jukes con un bufido desdeñoso, seguido de palabras apasionadas y de resentimiento:
-Juro que si se descuida lo voy a despedir del barco.
Y Jukes, incorregible, pensó: "Dios mío, alguien ha dado vuelta a mi capitán. ¡Esto sí que se llama mal genio! Naturalmente que se debe al mal tiempo. ¿Qué otra cosa podría ser? Hasta un ángel pelearía..., cuando menos un santo".
Sobre cubierta todos los chinos jadeaban como moribundos. Al declinar, el sol había disminuido en diámetro, y un fulgor pardo, sin brillo, como si millones de siglos hubieran transcurrido desde la mañana, lo acercó a su ocaso. Un opaco banco de niebla se vislumbró hacia el norte; tenía un tinte oliva oscuro y siniestro; y se posó lerdo, sin movimiento, sobre el mar. Semejaba un obstáculo sólido que se cruzaba delante de la nave. Esta se dirigió a tientas hacia él, como un animal exhausto acosado hacia su muerte.
Lentamente se desvaneció la penumbra cobriza, y en la oscuridad resaltaron multitudes de estrellas enormes, vacilantes, que como movidas por una ráfaga relucieron intensamente, pareciendo estar suspendidas sobre la tierra.
A las ocho de la noche Jukes entró en la sala de máquinas para anotar en el cuaderno de bitácora. De su borrador copió con cuidado el número de millas y el rumbo de la nave, y en la columna donde decía "Vientos" garabateó, en la página que comprendía las ocho horastranscurridas desde el mediodía, "Tranquilo".
Se sentía exasperado por el continuo y monótono movimiento del barco. El pesado tintero se corría de un lado a otro eludiendo la pluma; se hubiera dicho que poseía una perversa habilidad para esquivarla. Habiendo escrito en el espacio intitulado "Observaciones" "El calor es muy opresivo", puso entre sus dientes la punta de la lapicera, a modo de pipa, y se secó la cara cuidadosamente. "El barco se bambolea con el oleaje agitado"; y para sí pensó: "Agitado no expresa suficientemente la realidad". Después continuó escribiendo: "Puesta de sol amenazante, con un banco de nubes bajas hacia el norte y el este. Por encima, cielo despejado".
Apoyado sobre la mesa, con su pluma suspendida en el aire, miró hacia afuera, y en el marco que formaban los batientes de la puerta vio como las estrellas disparaban volando hacia un cielo renegrido. Desaparecieron todas, dejando sólo una obscuridad salpicada de fulgores blancos; el mar estaba tan negro como el cielo, y a lo lejos relucía la espuma. Las estrellas, que habían desaparecido con el movimiento, se volvieron a ver con el giro contrario de la nave, precipitándose en centellantes multitudes, no como puntos encendidos, sino como pequeños discos brillantes de un resplandor húmedo.
Jukes observó un momento las grandes estrellas fugaces, y luego anotó: "8 P. M. Aumenta la marejada. La nave avanza trabajosamente. Las cubiertas están bañadas de agua.
Los coolies han sido encerrados por la noche". Se detuvo un instante y pensó: "Puede que esto no tenga desenlance alguno". Después terminó sus observaciones resueltamente, escribiendo: "Todas las apariencias indican que se aproxima un tifón".
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