sábado

TIFÓN - JOSEPH CONRAD (1857 – 1924)



SEGUNDA ENTREGA

I (2)

En ese instante regresaba de tierra el capitán MacWhirr, siempre con su paraguas en la mano. Cruzó el puente escoltado por un chino triste que calzando zapatos de seda con  suela de papel lo seguía, también llevando un paraguas.

El comandante del Nan-Shan, hablando en forma casi inaudible, y mirándose las botas como era su costumbre, dijo que en este viaje tendrían que hacer escala en Fu-chau, de modo que deseaba que el señor Rout tuviera pronta la presión de las calderas para el día siguiente a la una de la tarde. Empujó para atrás su sombrero y se secó la frente al tiempo que declaraba que no le gustaba bajar a tierra. Aunque lo sobrepasaba en estatura, el señor Rout no se dignó decir palabra, y continuó fumando austeramente, frotándose el codo derecho con la palma de la mano izquierda. El capitán, con la misma voz queda, ordenó a Jukes que dejara libre de carga la entrecubierta de proa. Allí iban a ser ubicados doscientos coolies, que embarcaba de regreso a sus pueblos la Compañía Bun Hin. Un sampán iba a traer, como provisión, veinticinco bolsas de arroz. Todos estos hombres habían trabajado durante siete años, y cada uno traía de vuelta su cofre de madera de alcanfor. El carpintero tendría que poner manos a la obra para hacer una baranda en la cubierta de abajo, evitando así que se cayeran al océano los cofres en caso de una marejada. Ordenó a Jukes que se ocupara de esto de inmediato. "¿Me oyó, Jukes?" El chino que lo acompañaba iría hasta Fuchau en calidad de intérprete. Era empleado de la firma Bun Hin, y en esta forma esperaba ver nuevos horizontes. Mejor sería que Jukes lo  llevara luego a proa. "¿Me oyó, Jukes?"

Jukes contestó a estas instrucciones con el obligado: "Sí, mi capitán", pero esto fue dicho sin entusiasmo. Su brusco "Sígame, John; trata mirar, ver", puso en movimiento al bchino, quien lo siguió pisándole los talones.

-Quiero tú ver, todos poder también ver -dijo Jukes. Como no tenía facilidad alguna  para las lenguas extranjeras, deformaba en forma cruel el propio pidgin, inglés chapurreado en China. Señalando la bodega, dijo-: Pescar número uno sitio para dormir. ¿Eh?

Tal como correspondía a su superioridad racial, su modo fue rudo pero amistoso. El chino, mirando triste y silenciosamente la profundidad obscura de la bodega, daba la impresión de estar suspendido al borde de una tumba.

-No recibir lluvia allá abajo, ¿savee? -le hizo saber Jukes-. Suponiendo buen tiempo,  coolie subir cubierta -prosiguió dando rienda suelta a su imaginación-. Hacer así, ¡phoooo! -E hinchando el pecho, inhalando profundamente, soltó después el aire con  fuerza-. ¿Sanee, John? Respirar aire fresco. Bueno. ¿Eh? Lavar pantalones, rancho, chow-chow en cubierta, ¿ves, John?

Con sus manos y con su boca hizo movimientos exagerados de comer y lavar ropa; y el chino disimuló con su modo suave y de refinada melancolía la desconfianza que le inspiraba tal pantomima, y mirando una vez más la profunda bodega, volvió sus ojos almendrados de nuevo hacia Jukes. "Estar bien", murmuró con tono desconsolado, y apuró su paso por las cubiertas, evitando los obstáculos que encontraba por el camino.

Desapareció detrás de una nueva carga de bolsas que contenían alguna mercadería valiosa, pero con olor repulsivo.

Mientras tanto el capitán MacWhirr había subido al puente, y de allí a la sala de navegación, en donde lo esperaba una carta que había comenzado dos días antes. Estas largas cartas empezaban siempre con "Mi querida esposa", y el mozo aprovechaba toda oportunidad que se le ofrecía, entre fregar pisos y limpiar cajas de cronómetros, para leerlas. Le interesaban mucho más a él que a la mujer a quien estaban dirigidas; y el motivo de esto era que sólo relataban detalladamente todo viaje que hacía el Nan-Shan.

Su comandante, fiel a los hechos, anotaba sólo lo que él percibía, en muchas páginas  y con un cuidado minucioso. La casa, en un suburbio nortino, a la que iban dirigidas estas  páginas tenía un pequeño jardín ante una ventana arqueada, un agradable porche, y en la puerta de entrada, vidrios de color enmarcados con una imitación de plomo. Pagaba un alquiler de cuarenta y cinco libras, el que no consideraba caro, porque a la señora MacWhirr (una persona pretenciosa, con un cuello descarnado y un modo desdeñoso) se
le tenía por muy señora en la vecindad, y se le consideraba "muy superior".

El único secreto de su vida era el terror que le infundía el pensamiento de que algún día su esposo regresaría para siempre. También se albergaban bajo el mismo techo una hija, llamada Lydia, y un hijo, Tom.  Estos apenas si conocían al padre. Más bien lo consideraban como un visitante privilegiado, que en la noche fumaba su pipa en el comedor, y después se quedaba a dormir en la casa. La desgarbada niña se avergonzaba de su padre, y al muchacho le era franca y totalmente indiferente; pero demostraba su forma de sentir en la manera directa,  sin afectación y encantadora que tienen los muchachos varoniles.

El capitán MacWhirr escribía, doce veces al año, desde la costa de China, siempre recordando a sus hijos, y terminando indefectiblemente sus cartas con un "Tu amante esposo", tal como si estas palabras, tantas veces usadas por tantos hombres, se hubieran gastado, o su significado, descolorido.

Los mares de la China, tanto al norte como al sur, son mares estrechos. Son mares repletos de realidades y de hechos diarios, elocuentes, tales como islas, bancos de arena, arrecifes, corrientes veloces y cambiantes..., hechos todos entrelazados, pero que no obstante le hablan al marino en un lenguaje claro, preciso. Lo que estas cosas le transmitían estaba tan de acuerdo con su sentido de la realidad, que el capitán MacWhirr
había hecho abandono de su camarote, y prácticamente vivía todos sus días en el puente de mando. Muy a menudo se hacía subir la comida, y dormía en la sala de navegación.

Allí redactaba sus cartas. Cada una de ellas, sin excepción, llevaba la frase: "Durante este  viaje el tiempo ha estado muy bueno", o cualquier otra expresión que significara lo mismo. Y esta aseveración, en su magnífica insistencia, se asemejaba, por su perfecta veracidad, a toda otra que él hubiera podido hacer.

El señor Rout también escribía cartas; pero nadie a bordo sabía cuán locuaz podía llegar a ser pluma en mano, porque el ingeniero jefe tenía la imaginación suficiente corno  para cerrar con llave su escritorio. Su mujer gozaba con el estilo de sus cartas. Era un matrimonio sin hijos, y la señora Rout, mujer de cuarenta años, jovial y de amplio pecho, compartía un pequeño chalet, cerca de Teddington, con la venerable y desdentada  madre de Rout. Con ojos que le brillaban leía su correspondencia a la hora del desayuno,  y gritaba, con voz alegre, los párrafos interesantes, para que la sorda viejita los pudiera oír. Cada parte que extractaba la comenzaba con una exclamación de advertencia: "¡Solomon dice!" Tenía la costumbre de ametrallar a extraños con dichos de Solomon, y éstos se extrañaban ante lo original de las observaciones y la vena inesperadamente  jocosa de sus comentarios. Cuando por primera vez vino de visita el cura párroco al chalet, ella de inmediato encontró la oportunidad para citar: "Como dice Solomon: los ingenieros que navegan pueden admirar los enigmas de las almas marinas"; pero el cambio de expresión en el rostro de su visita la hizo detener.

-Solomon... , ¡ Oh!. .. Señora Rout -tartamudeó, con la cara muy encendida el joven-.  Debo decir... Yo no sé. . .

-Es mi marido -le dijo a gritos, a la vez que se sentaba con fuerza en su sillón. Al darse cuenta de la confusión, rió inmoderadamente, cubriéndose los ojos con su pañuelo,  mientras que el joven cura permanecía sentado, tieso, con una sonrisa forzada, y, dada su  falta de experiencia con mujeres sanamente alegres, llegó a la conclusión de que ella era lamentablemente loca. Tiempo después se hicieron muy buenos amigos; porque reflexionando se dio cuenta de que era excelente persona, y le absolvió sus irreverencias; con el tiempo aprendió a oír, sin inmutarse, otras muestras de la sabiduría de Solomon.

Según su mujer, Solomon habría dicho una vez: "A mí denme el asno más aburrido como capitán antes que un sinvergüenza. Hay maneras para llegar al burro, pero el sinvergüenza es siempre listo y escurridizo". Esta generalización se basaba en el caso particular del capitán MacWhirr, cuya honradez tenía toda la pesadez de un mazacote de yeso.

Por otra parte, el señor Jukes, incapaz de hacer generalizaciones, soltero y libre, se sinceraba con un viejo camarada y ex compañero de viajes, que en la actualidad hacía de segundo oficial en un buque de la ruta del Atlántico. Jukes insistía sobre las ventajas del comercio del Este, insinuando esa superioridad sobre los océanos del Oeste. Alababa el cielo, los mares, los barcos y la vida fácil del Lejano Oriente. El Nan-Shan, afirmaba, era el mejor navío.

"No tendremos uniformes recamados, pero sí somos como hermanos -escribía-:  tomamos nuestro rancho todos juntos, y vivimos como gallos de riña... Los hombres del destacamento negro son de lo mejor, y el Viejo Sol es muy seco, pero somos buenos amigos. En cuanto al capitán, difícil sería encontrar un ser más tranquilo. A veces llega uno a pensar que no tiene capacidad para darse cuenta si algo no marcha bien. Y con todo, eso es imposible. Ya hace años que está comandando barcos, y nunca hace algo que  no deba. Su nave funciona sin que nadie sea molestado. Creo que su inteligencia no le da  ni para gozar provocando una pelea. Yo no me aprovecho de él. No me rebajaría a eso. Aparte de sus deberes de rutina, parece no comprender la mitad de las cosas que se le dicen. A veces nos reímos de él; pero a la larga se hace pesado convivir con un hombre así. El Viejo Sol dice que no tiene mucha conversación. ¡Conversación! ¡Mi Dios ! Si jamás habla. Días atrás yo había estado hablando con uno de los ingenieros y él nos debe de haber escuchado. Cuando subí a tomar mi guardia, salió de la sala de navegación, miró por todos lados, observó las luces laterales, se detuvo ante el compás y entrecerró los ojos, dirigiendo la vista a las estrellas. Así se comporta habitualmente. Después de un rato me dijo: "¿Era usted el que conversaba esta tarde en cubierta?" "Sí, mi capitán." "¿Con el tercer ingeniero?" "Sí, mi capitán." Se encaminó a babor y allí se sentó en su taburete, sin hacer ningún ruido, durante media hora, con excepción de un estornudo que  se le oyó. Más tarde sentí que se levantaba y se dirigía a estribor donde estaba yo. "No puedo comprender -dijo- cómo puede tener tanta cosa que decir. Dos horas enteras hablando. No lo culpo. En tierra veo personas que se pasan todo el día conversando y todavía de noche se juntan a beber algo y continúan. Deben de estar repitiendo las mismas cosas una y otra vez. No lo puedo comprender." "¡Dime si has oído algo semejante en tu vida! ¡Y pensar que todo fue dicho con tanta  paciencia ! Realmente le tuve lástima. Pero algunas veces llega a exasperar. Claro que aunque fuera posible uno no haría nada para molestarlo. No vale la pena. Es tan inocente que si uno le hiciera un gesto burlón, es posible que se quedara pensando gravemente: "¿Qué le pasará a esa persona?" En una ocasión me dijo, con simpleza, que le costaba comprender las actitudes extrañas de la gente. La verdad es que no merece la pena ocuparse de él. Es demasiado cerrado."

Así escribió el señor Jukes a su camarada que viajaba por el Oeste, dando vuelo a su  fantasía y abriendo su corazón. Había expuesto sinceramente su opinión. No valía la pena tratar de impresionar a un  hombre como el capitán. Si el mundo hubiera estado repleto de tales seres, la vida le habría parecido a Jukes monótona y sin asunto. No era él el único que tenía este parecer.  El mismo mar, como compartiendo la tolerancia del señor Jukes, nunca se había salido de  madre para sorprender al hombre silencioso, que seguía vagando inocente sobre las aguas, con el único fin visible de procurar alimentos, vestuario y casa para los tres seres que quedaban en tierra. Naturalmente que le había tocado mal tiempo, se había empapado, cansado y sentido incómodo, pero todas estas sensaciones que experimentaba  en un momento dado de inmediato las olvidaba. De modo que se justificaba que escribiera a su casa contando del buen tiempo. Pero nunca se le había dado el poder vislumbrar la fuerza inconmensurable y la furia descontrolada del mar, esa furia que pasa  exhausta pero jamás aplacada, esa ira y furia que encierran los océanos. Sabía que existían, como nosotros sabemos de crímenes y abominaciones; había oído hablar de esas  cosas como cualquier ciudadano pacífico en un pueblo puede haber tenido noticia de batallas, hambrunas e inundaciones, pero sin por eso conocer su verdadero significado, aunque se pueda haber visto mezclado en peleas callejeras, haber pasado sin su comida alguna vez, y haberse empapado hasta los huesos durante un chaparrón. El capitán MacWhirr había navegado sobre la superficie de los océanos tal cual algunos hombres se deslizan a través de la existencia, para finalmente hundirse en una tumba, sin jamás haber sabido lo que envuelve de perfidia, violencia y terror. Hay en la tierra y en el mar hombres tan afortunados o tan despreciados por el destino y el mar.

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