jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


traducción de José Ferrater Mora

QUINCUAGÉSIMA ENTREGA


XVI

DIOS ES EL AMOR (5)

Dios no quiere, dice Kierkegaard, obligar al hombre. Y, en efecto, ¿cómo admitir que Dios obligue al hombre? Pero, no obstante la voluntad de Dios, la obligación permanece. Dios no puede hacer nada para evitarlo. El poder abandona a Dios que no quiere obligar a nada, que desprecia la coacción, y se pasa al lado de la eternidad, que desde este punto de vista es tan despreocupada y tan indiferente como la ética. La eternidad quiere y puede obligar, evidentemente sine effusione sanguinis. Pero dispone de tan terribles medios, que la efusión de sangre y otros males terrenales son en comparación con ellos simples juegos de niños. La eternidad no se deja convencer ni enternecer; no se le puede rogar. Lo mismo que la ética, carece de oídos para oír. Y Dios no goza aquí de ningún privilegio sobre los mortales; no tiene ningún lenguaje común ni con la ética ni con la eternidad. También Dios sufre. Sufre espantosamente al ver que la ética y la eternidad actúan de consuno contra el hombre. Pues Dios es el amor. Y, sin embargo, Él no se atreve a expulsarlas; no tiene bastante fuerza para ello, del mismo modo que el dios pagano no se atrevía a oponerse al orden del ser establecido sin su anuencia. También para Zeus era la eternidad el juez supremo. Cuando Kierkegaard afirmaba que todo está perdido si no se ha pasado antes por el sufrimiento, esto no era, en el fondo, más que una traduccin libre de las palabras de Platón respecto a la catarsis: Platón consideraba también -recordémoslo- que el que no había filosofado, el que no se había purificado en esta vida, perdía enteramente su alma. Kierkegaard nos lleva todavía más lejos, pero siempre en la misma dirección. Platón y la filosofía griega no se permiten amenazar a los inmortales. Esto es acaso una falta de lógica, pero sus dioses lograban, no se sabe bien cómo, evotar la catarsis. Y, por lo demás, como ya lo dije, la catarsis griega desplegaba, aun ante los hombres, más bien sus dichas que los sufrimientos que la condicionaban. Ningún filósofo griego ha intentado describirnos de un modo concreto y evidente las torturas que debía sufrir el sabio encerrado en los flancos de bronce del todo incandescente. El toro de Falaris desempeñaba más bien entre los antiguos el papel de una pantalla teórica que oponían a los ataques dialécticos de sus adversarios, pues la “especulación” quedaba enteramente absorbida en la contemplación de la beatitud. Por el contrario, el “cristianismo” de Kierkegaard habla raramente y como de mala gana de las alegrías; se diría que no está convencido de que alguien pueda necesitarlas, Y, en suma, ¿son realmente necesarias? ¿Y pueden aceptarse los escritos de Kierkegaard sin haberse antes esforzado en analizarlos con el fin de desentrañar sus verdaderas opiniones?

He aquí lo que él mismo nos cuenta en su Diario: “En verdad, se ha introducido con frecuencia lo imaginario en las notas que se refieren a mí contenidas en mis diarios de los años 48 y 49. No es fácil evitarlo para un hombre que es poéticamente tan productivo como lo soy yo. Esto surge desde el mismo instante en que tomo la pluma. Pues, por extraño que parezca, soy interiormente otra persona muy distinta -una persona precisa y clara. Pero tan pronto como me pongo a escribir me arrebata la invención poética. ¡Y qué extraño es esto! No tengo ninguna gana de anotar con exactitud mis impresiones y mis ideas religiosas; se diría que tienen para mí, para que tal sea posible, demasiada importancia. Por lo demás, sólo poseo una reducida cantidad de ellas, pero he escrito enormemente.” Y con el título Sobre mí mismo anota en el mismo Diario: “El silencio disimulado en el silencio despierta las sospechas. Casi se diría que oculta ya algo; por lo menos oculta que se debe callar. Pero en el silencio que se disimula bajo una conversación brillante y llena de talento reside -puedo jurarlo- el verdadero silencio.”

Kierkegaard nos hace con frecuencia tales declaraciones. Y el que se ha propuesto prestar atención a sus preocupaciones reales se ve obligado, quiéralo o no, a abrirse camino a través de las conversaciones “brillantes” hasta alcanzar el “silencio”, lo único que puede iniciarnos en lo que Kierkegaard consideraba importante, significativo. Y entre lo poco que expresaba verdaderamente sus experiencias religiosas, es decir, sus experiencias últimas y decisivas, oculta no bajo su literatura y deslumbrante, sino bajo su silencio imperceptible, debe figurar tal vez esta frase de su Diario de 1854  y que ya he tenido ocasión de citar. Esta frase nos transmite lo esencial. Por eso me permito citarla nuevamente: “Cuando Cristo exclamó: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?, esto fue algo horrible para Cristo, y así se nos lo presenta generalmente. Pero me parece que fue todavía más terrible para Dios oír este llamado. ¡Ser hasta ese punto inmutable! ¡Espantoso! Pero no, no es esto lo más espantoso; lo más espantoso es ser inmutable y ser al mismo tiempo el amor: ¡oh sufrimiento infinito, profundo, insondable!” Luego agrega con una audacia que no puede ni debe atenuar ninguna reserva: “¡Ay de mí! ¡Cuánto no he aprendido yo, pobre hombre, en este respecto! He experimentado esta contradicción: no poder cambiar y, sin embargo, amar. ¡Ay! Lo que he sentido me permite de lejos, de muy lejos, hacerme una débil idea del sufrimiento experimentado por el amor divino.”

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