lunes

ENTREVISTAS CON JOSÉ LEZAMA LIMA - FÉLIX GUERRA



VIGESIMOTERCERA ENTREGA

11 / LA MADUREZ DE SU CONCIENCIA VERTEBRAL (1)

Solicito hoy una antología de animales pensados y una posible aproximación ecológica a la criatura en cuestión cuando resulte congruente. ¿No es todavía hora de complacer?

Voy a ordenarle esa antología de animales como un pastel de guayaba con resonancias bióticas. No se preocupe. Los aplazamientos alcanzan al fin el borde de un confesionario. Le hemos dado ya lo menos una vuelta al sillón en ochenta mundos. Pero ahora podemos evocar la multitud de ochenta sillones, para circunvalar el mundo animal que tantas cosquillas le provoca. Más tarde usted se encarga de poner orden en el zoo, de hacer retroceder cada bestia a su salón, para evitar los pasos del lince recorriendo la sangre o que el grillo raspe de nuevo la armonía de los quelonios. ¿De acuerdo? Soy ya el perro conversador, mientras usted le revisa la boca a los caballos.

Vuelo del fulgor al tizne

Hablemos de una criatura frotada en lenguas infernales. De cierta mariposa preindustrial: albina, blancuzca. No se trata de una niña llena de tatuajes, no es materia de escándalos cuando vuela. Su morfo aflautado, dije, se protege con una insistente cobija depurada e intachable. Digamos que semejantes mariposas podían con su albicie engalanar el aire de las novias, libar virginales y asistir a las bodas ataviadas con una bufanda impoluta: hasta los novios impresionados aplazaban por otro segundo el casamiento. En marzo se mimetizaban con los postreros copos del invierno, en abril auguraban el inicio de las níveas cosechas de algodón. Y así transcurría el tiempo, entre costaneras y yesos y mayúsculas cursivas. Hasta que una tarde finisecular y durante una jornada abusiva de doce horas, el tren esperado de la industria desplegó su avezada escalerilla. Bajaron orondos el humazo y el hollín, envueltos en una apretada atmósfera de aplausos. En las copas, los monos fruncieron su evolucionada frente. En el sillón, Darwin se desperezó, mitad hombre y mitad ángel. De forma concurrente, unos treinta mil osos se retiraron al fondo del bosque, a dialogar con las enronquecidas víboras. Unos cien ojos se hicieron río. El cardumen de los pelícanos levantó un ajedrezado vuelo de salmón y aletearon con la boca dura y fregada.

¿Qué hora era? Con pico levirrostro, brillaban las leontinas en la superficie puntual del arbolito y el vino se servía con cola de gato y reminiscencias de pelo de ardilla. El hollín perseguía a una de sus presas, a diecinueve castigos por hectárea. De un lado la brocha gorda del humo y por otro las fachadas flechadas por el hechizo de un nuevo amor. Y ¿qué ha sucedido con la amiga alba, a quien abandonamos en una rama de abeto casi a finales del siglo XIX? El ojo de Darwin la circunvala, la persigue hasta Escocia y Noruega. Bajo la suma de las experiencias, la heterócera blanquísima se debate en un agonismo y otros apresurados corrimientos al negro. Su progresión frisa el sahumerio de las ciudades, que ya ambicionan en Inglaterra sus incomparables penumbras. ¿Qué hace la alba, qué trama a pesar del débil intelecto y su intrínseco desconocimiento de Shakespeare? Dispone de sólo dos minutos: el lapso entre un nuevo y más reciente emporio. ¿Cuánto place r y horror provocaría en el ligustre comprobar cómo más chimeneas saltaban a la pradera con sus chispas de ojo de pantera (con perdón de las panteras)? La Biston betularia pasa a la historia como una mariposa sin opciones: evolucionar del alba a la fumosidad, del fulgor al tizne. De esa misma manera, perviven algunos en la memoria: es decir, fuliginosos y frugales en prósperos bosques de ceniza.

Araña de las cuatro estaciones.

Siguiendo el curso de los ríos y el manual básico de Haeckel, afirmo lo que afirmé antes: el ámbito de la araña es más profundo que el del hombre. Está en la página 140 del Dador impreso por UCAR en 1960. Regresemos al texto reciente y antiguo. Una araña distraída no distingue sexo ni edad ni nada referente a etnias, se acerca sola e intrépida por el hilo de su plomada a sufrir la embriaguez de beber a Vivaldi en las cercanías de la criatura humana: la melodía le provoca ocho temblores y una especie de cefalea de verano que curará con la hoja de la salvia. Mientras escucha, la laboriosa teje al compás de Las cuatro estaciones con estambre de sus entrañas. Su seda es un primor de influencias bemoladas que desgrana flores y lluvias desde el inicio de la primavera hasta el último cuarto de hora del invierno. El segundo movimiento arrecia molto andante con ayuda de un violín cuatrimotor que se detiene eventual delante de las palanganas que recogen las goteras tardías del verano. A esa hora coincide una mosquita parturienta y entra por un hueco de la cortina y advierte la aorta disponible del hombre o mujer embelesado de oídos. Se dispone a beber ciega, rapaz. Es el preludio de una intromisión en cabellos ajenos. Sin embargo, la trampa que funciona es la argucia de la araña, que así devora (mientras escucha) un insecto tierno de fácil deglución. Ocurre como al final de las operetas: Vivaldi ignora el drama y mueve la batuta, el embelesado o la embelesada ignoran el drama, la mosquita no cuenta porque salió de la historia por una puerta lateral y para la araña, en fin, no hay drama sino un festín bien combinado de música y carne de primera.

El cangrejo y Hans

Aceptemos de mutuo acuerdo e hipotéticamente que la temporada de playa concluye durante un melancólico atardecer. Los bañistas recogen sus bártulos y preparan la partida, proyectando largas sombras sobre ese territorio del país. Entre ellos uno en particular, a quien llamaremos Hans, que se despide del último chapuzón haciendo ondear su bandera de felpa blanca: tiene cara de foca antes de peinarse y también luego de peinarse, pues se trata de una herencia familiar. Hans no nada nada, ni siquiera los diez metros estilo mariposa, tampoco de un naturalista de visita en el trópico que ahora piensa en la montaña desde los elevadores del hotel. Hans recoge las patas de rana y se suelta a bambolear por las arenas, presintiendo algún advenimiento de carácter insular. En la yerba alta, entre corales de la Polinesia y un cementerio de polímitas, descubre al gran cangrejo rojo en posición defensiva: lo acaricia parsimonioso desde su perspectiva de viajero. El crustáceo continúa la marcha transversal y pedunculada. Hans se abstiene de cazar al intruso, porque ha leído al señor Ryunosuke Akutawaga y comprende como muchos que es mejor aspirar a la Gloria que al Infierno. A la hora final de ese melancólico atardecer de marras, los bañistas se despiden marcados y con visibles ojeras salitrosas. En particular el afable señor Hans, que debe viajar hasta el polo de los esquimales en un destartalado VW de los años 40. Coincidentemente Hans no advierte que el cangrejo de marras cruza indemne la carretera por donde él vuela hacia su hastío.

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