VIGESIMOCUARTA ENTREGA
12 / LLEVAR LUZ EN EL ROSTRO (1)
Si le diera a escoger, ¿qué animal querría ser?
Sería el animal que soy. Es decir, hipopótamo por la vestidura, por el corpachón y la apariencia, con una pizca de león en las migas y algo de mariposa feroz para remontar las latitudes y escapar transformado a las alucinaciones. Ahora, si se trata de otro animal además del que soy, o sea, simultanear, posiblemente escogería entre gaviota y lechuza, pues no renuncio, en primera instancia, teniendo agua tan cerca, a esa vivencia sobre el mar, de aguardar en el puerto, estar allí para ver cómo llega el mundo, ni renuncio, en segunda, teniéndola tan cerca y estando yo inserto, a una visión aérea de mi propio zócalo urbano durante la madrugada, cuando el graznido agorero sobrevuela el sueño o la duermevela.
Las gaviotas, no obstante la suma escabrosa de la especie, se entretienen indefinidas en acumular nostalgias y en recibir pañuelos. La lechuza es un guardián polifémico y no hay nadie ni nadie, entre ratas y ratones, que guste de correrle debajo al vuelo cernido y al garfio pirata. Pero esas preferencias serían por una tarde, o por dos, cuando más, pues una altura prolongada terminaría en vértigo y melancolía por mi sillón. Además, puesto a escoger, así, con esa facilidad con que usted abre los reinos, querría probar suertes.
En mis planes estaría, por ejemplo, durante la siguiente noche, ser cocuyo, pero nunca comprendí, yo que intento comprender tantas cosas, ¿qué es eso de llevar luz en la frente? ¿se trata de un simple invento de bicho o es la misma claridad esencial y laberíntica que conduce a ser poeta, profeta, redentor, líder, dios guía?
Tampoco vendría mal, ya que estamos en eso, darse una vuelta por la oscuridad con ojos y garras de pantera. Sería estupendo atisbar desde las penumbras y sembrar el pánico entre las pequeñas criaturas. Las panteras no rugen a la luna, pero yo, pantera snob, rugiría a la luna, haciendo uso de toda mi capacidad de aterrorizar, quizás sólo para ahorrarme el trabajo de ser lobo también y así matar dos mamíferos de un tiro. Luego, cuando esperaran el zarpazo cruel, me retiraría amable y dócil y recitando aquello de tiene el leopardo un abrigo en su monte seco y pardo. Los miedos deben tener también sus sustos, para ir desprejuiciando a los temerosos espantados de cualquier terror.
Ayer pedí una breve antología de paisajes. ¿Podría obtenerla hoy?
En algún sitio de este texto debemos hacer constar que: 1) el trato consistía en que usted no se inhibiera de preguntar y que yo respondería (y respondí todo), 2) mis respuestas no tenían que ceñirse estrictas por los cuatro costados, porque finalmente en un diálogo dilatado quedaría cubierto todo el territorio, excepto aquel resbaladizo que no quisiéramos por acuerdo pisar, 3) en algunos casos yo podría posponer (y pospuse) la respuesta para el momento adecuado porque aunque no sé si es más fácil improvisar preguntas que respuestas, no estoy obligado a morder de inmediato su carnada, 4) se repitieron a veces las mismas preguntas y no ofrecí nunca una respuesta igual, porque cualquier palmo de tierra es inagotable y conversar suaviza las asperezas, y 5) la única censura a los prolongados intercambios vendrá rodando desde lo que provisionalmente llamaremos su conciencia hasta el ámbito de esta salita o al implacable olvido que intercala el paso sin olfato de los años.
Pasemos ahora a los paisajes.
PAISAJE A
Al colosal río apresurado y anónimo voy a llamarlo invisible, porque cuando miro no distingo su agua entre las aguas. Y cuando intento ponerle la oreja, descubro que es también inaudible. Siguiendo el curso supuestamente torrencial pero impalpable, columbro una glorieta de jardín y algunos de los pabellones del inmenso palacio. Sentado a la orilla del río, en la margen sur o quizás en la opuesta, Chuang-Tse llena una página tras otras de sus comprensibles e incomprensibles jeroglíficos: es como si tomara dictado del aire o del trinar afinado de las aves o del cielo silencioso que lo contempla y se deja contemplar. Chuang-Tse queda apacible y fijo y escruta sus propias ideas y las que fueron inspiradas por el viento, los pájaros y el color azul. Las escruta, lento, con una fruición y placer de torrente que baja a la llanura, luego de ser derrotado por los siglos y de vencer al tiempo, y se arremolina justo frente a la piedra donde alguien escribe hasta llenar siete abultados libros que irán con seguridad a desembocar a las muy sencillas y paradójicas palabras de la Verdad.
PAISAJE B
La mariposa revolotea sobre la humedad del charco y no encuentra manera de beber. El agua sufre la impotencia de carecer de cuenco. La mariposa se regodea en la agonía de contemplar el paso del espejo y no poder atraparlo ni con su sombra.
PAISAJE C
Este es un paisaje acentuadamente sonoro: el graznido de las gaviotas sobre el cardumen. La luz logra escamotear tanto el negro como el blanco de las transparencias y reflejos y te abandona como a una criatura ciega asomada a las aguas. Con ese anublado respirar no podrás distinguir entre el cielo y los arrecifes. No obstante, la nostalgia permanece: atando graznidos uno llega finalmente a recomponer el paisaje.
PAISAJE D
Una ceiba y detrás el sol. O quizás el sol reclinado en la lejanía y todo un ceibal en las inmediaciones. Por supuesto, me asaltan las dudas. Quizás resulte más grato contemplar por separado: el sol allá, un paréntesis, y la ceiba acá. Sin duda, la duda es una calamidad. Recomencemos de nuevo: la ceiba circular y distante envía sus flechas incendiarias y el sol de extensión horizontal mueve ebrio y radiante el cósmico follaje.
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