lunes

ENTREVISTAS CON JOSÉ LEZAMA LIMA - FÉLIX GUERRA



VIGESIMOSEGUNDA ENTREGA


10 / UNA SALITA DE IMÁGENES CONTIGUA (2)

¿Conserva energías aun para dialogar sobre otros personajes más contemporáneos y allegados?

Sólo el poeta logra exagerar sin pisar la raya de lo falso. Algunas de las mejores y más inexpugnables verdades, como diría Antonio Machado, fueron inventadas. La relación de personas allegadas que yo anotaría, flotaría hasta el techo y nos impediría respirar. Durante la vida se tiene la ocasión de departir con una muchedumbre de personas con las cuales uno logra amistarse y que al mismo tiempo son dignas de incluir en los textos, porque no siempre pero sí muy a menudo percibo literaturizado al visitante desde que toca a la puerta: abro y entra un personaje de novela, que describo en el acto y en su presencia y que hago pasar en realidad a una salita de imágenes contigua. La vida, repito, es una especie de paseo de oruga por el desierto de un mosaico: eso visto desde una perspectiva inmediata y otra lejana y primordial aunque coalescente al atributo gregario de la tribu. Sin embargo es real, digo y dicen, que a los diablos les encanta dormir repatingados a la sombra de los campanarios. O sea, solo en la multitud o una multitud solitaria sin mí. La amistad, como industria generosa, nace de una sentencia poética cortada en rebanadas, de un corpus de luciérnagas desprendidas al barro secular, de un mirar desazonado para ver si fulano anda todavía por ahí, así como de algunos frutos pelados a cuatro manos y comidos con risitas de intimidad.

Nací con goma arábiga en cada diestra y no las niego a nadie: ni al pensador de Rodin en días siniestros. Amo entrañable a mis detractores, así que imagine mi cariño y gratitud para quienes compartieron el vivir con esta mole de toses que no frena de hablar. Desde los años mozos y hasta hoy vengo estimando unas personas que perviven algo así como encadenadas en mi subconsciente, porque entre ellos hay nexos y porque los conocí casi en grupo y durante sus respectivos romances, que duran hasta nuestros días. Eliseo Diego y Cintio Vitier en perpetua luna de miel con Bella y Fina García Marruz. Amistad repujada en el cobre cobrizo de una mina inagotable, hecha de exquisiteces y maravillas. De ellos siempre he podido esperar casi cualquier cosa estupenda o insólita, desde una flor recibida a una dada, hasta una rapsodia de Mozart oída a ocho orejas en la trampa térmica de los alacranes. El humo diviniza la imagen de Eliseo en su discurso inaugural de En la calzada de Jesús del Monte, cuando el incienso opulento y sobrio hace escaladas y la espiral definitiva de esa lectura queda adherida la hidra matriz de la poesía. Cintio ha sido un perenne viajero de la esperanza, un golondrinero estanciado y sedentario que echa a volar pájaros con el dorso púrpura de su lengua. Es el soñador urdiendo en la filigrana, acarreando polen en el entresijo florecido del monte. Su fe no se detiene ni hace caso a los límites, porque es un risueño promisor y una criatura confeccionada de sucesivos candores. Incluso sus bravuras estuvieron siempre untadas del rocío vespertino de quien no guarda rencor para las alimañas. Bella era y es bella en el buen sentido de la palabra bella, una pasajera con pañuelo en la barandilla y un adiós y beso listos para cuando llegue la primavera: su endiablada bondad es capaz de roer todos los barrotes. Fina cierra este desfile de amores, tocando el tambor de la ternura. Aunque, por supuesto, en las antípodas de su calavera, es el temperamento ardiente que nadie puede imaginar: su caldo fue aderezado con noble perejil, ruedas de limón, gengibre iconoclasta, kilogramos de dulzura, la suavidad culinaria del lápiz labial y una pimienta de exportación, contenida y explosiva. Sus páginas escritas producen el arrobamiento de quien lee auténticas y cercanas ondas expansivas, decoradas con los colores de sus banderas.

En los últimos años hice una amistad de resplandores mutuos: Julio Cortázar, que siendo sólo cuatro años más joven que yo, parece mi nieto estudioso recién llegado de París. Su adolescencia quedó atrapada en Buenos Aires en una época en que las palomas eran respirables y quedó así, agigantado y niño, abueloso en el verbo pero argentado y nupcial durante la escucha. Su entrada a esta casa tuvo gesto a hijo pródigo que llega para rebasar en edad a sus progenitores, mediante propuestas concretas, como se dice ahora, y una gestualidad sencilla y sin ensayos de señor abolengado por las crispaduras de sus viajes de trotamundo. Nuestra amistad nació escanciada, de un sorbo, en medio de la tremenda e incierta de una salita apretada de fantasmas. La charla arrancó en la prehistoria de las nubes, recogió osamentas en el trayecto, rozó guitarras y bandoneones, pulsó espirituales liras y concluyó con un tours a Paradiso, a propuesta suya, y con un viaje a Viñales o a Rayuela, a propuesta mía. En esas correrrías se coló a veces un personaje que yo incluso siempre en mis antologías personales: un hombrecito asiático, con ojo de buey al pecho y una tecnología para las sombras y las luces, que una mañana descolgó hasta las profundidades luminosas de los ingenios cubanos y descubrió los fósiles azucareros del Pleistoceno. A ese chino, el chinolope, lo avecino a Cortázar, porque mis fotos con el argentino son como un parpadeo preventivo antes del vuelo enciclopédico de las avutardas y la agonía crepitante y crónica de los crepúsculos.

En los orígenes, en la época de VerbumEspuela de Plata, Nadie Parecía y la propia Orígenes, tuve tratos y amistades con personas de gran valía, de esas que concurren para integrar la carne entrañable y la familia espiritual. Virgilio Piñera, Gaztelu, Rodríguez Feo, Baqueo, Mariano, Portocarrero, Rodríguez Santos, Ardévol, Orbón, son algunos de los que estuvieron allí a la hora de fundar. Orígenes, que fue una revista que no recibía favores, nos ayudó a un grupo a soportar la marea embravecida con sólo un bote sin fondo y un remo a la deriva. Por esos días conocí fugazmente a muchos artistas, bohemios apenas, o al poeta incierto que cruzaba la calle para entregar un madrigal. Incluyo un episodio en el que aconsejo a un compatriota retorcido que robó un pan, un despavorido pan de los que nos debe el cielo. Son rostros que obtuvieron su persistencia y perviven en los orígenes.

De cualquier manera, mi soledad es incurable. Canto en el coro y canto en el baño. Logro armar algunas ripostas en la multitud, pero ello no me redime de las fulguraciones y ostracismo íntimos. Mi puerta está abierta siempre y no obstante comprendo que esa puerta precisamente me aísla del resto de la ciudad.

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