viernes

SALINGER - FRANNY Y ZOOEY


(Traducción de Isabel de Juan)

DECIMOSEXTA ENTREGA

ZOOEY (10)

El cuarto de estar de los Glass no podía estar menos preparado para que entraran los pintores. Franny Glass estaba durmiendo en el sofá, tapada con una manta; no habían quitado la moqueta ni la habían doblado por los bordes; y los muebles -tantos que parecían las existencias de un pequeño almacén- se encontraban en su habitual distribución estático-dinámica. La habitación no era excesivamente grande, ni siquiera para un piso en Manhattan, pero el mobiliario acumulado en ella le hubiera conferido un aspecto acogedor a un salón de banquetes del Valhalla. Había un piano de cola Steinway (invariablemente abierto), tres aparatos de radio (un Freshman de 1927, un Stromberg-Carlson de 1932 y un R.C.A. de 1941), un televisor de veintiuna pulgadas, cuatro fonógrafos de mesa (entre ellos una Victrola de 1920, con al altavoz todavía montado), revisteros y mesitas en abundancia, una mesa de ping-pong de tamaño reglamentario (afortunadamente rota y arruinada detrás del piano), cuatro sillas cómodas, ocho sillas incómodas, un enorme acuario de peces tropicales (lleno hasta los topes, en todos los sentidos, e iluminado por dos bombillas de cuarenta vatios), un confidente, el sofá que ocupaba Franny, dos jaulas vacías, un escritorio de madera de crerezo, y gran variedad de lámparas de pie, de mesa, de bridge, que surgían como hongos por todo el congestionado interior. Unas librerías cubrían tres de las paredes hasta la altura de la cintura, con los estantes repletos y literalmente combados por el peso de los libros; libros infantiles, libros de texto, libros de segunda mano, libros del Club del libro, además de los excedentes, aun más heterogéneos, de otros “anexos” menos comunales del piso. (Ahora Drácula estaba al lado de Pali elementalLos aliados juveniles en el Somme junto a Rayos de mediodíaEl caso del asesinato del escarabajo El idiota estaban juntos, Nancy Drew La escalera escondida estaba encima de Miedo y temblor.) Aunque un equipo de pintores decididos y excepcionalmente enérgicos hubieran podido enfrentarse a las librerías, las propias paredes en que éstas se apoyaban hubiesen hecho que cualquier artesano que se preciara devolviera su carnet al sindicato. Desde las librerías hasta unos veinte centímetros del techo, el yeso -de un azul Wedgwood desconchado, donde era visible- estaba casi completamente cubierto de lo que podríamos llamar muy libremente objetos “colgantes”, refiriéndonos a una colección de fotografías enmarcadas, amarillenta correspondencia personal y presidencial, placas de bronce y de plata, y una extensa miscelánea de documentos de aspecto vagamente honorífico y objetos que parecían trofeos de diversas formas y tamaños, todos los cuales, de un modo u otro, daban fe del impresionante hecho de que desde 1927 hasta finales de 1943 el programa radiofónico llamado Es un niño sabio raras veces se había emitido sin uno (y más menudo dos) de los siete niños Glass entre los concursantes. Buddy Glass, que, a sus treinta y seis años, era el ex concursante vivo de mayor edad, se refería con frecuencia a las paredes del piso de sus padres como a una especie de himno visual a la infancia y primera pubertad comerciales americanas.

A menudo se lamentaba de que sus visitas a la ciudad fueran tan escasas y señalaba, generalmente con enorme verborrea, cuánto más afortunados eran sus hermanos y hermanas, la mayoría de los cuales seguían viviendo en Nueva York o en los alrededores. La decoración de las paredes era, de hecho, una creación -con la aprobación espiritual sin reservas de la señora Glass y su eternamente tácito consentimiento formal- de Les Glass, el padre de los niños, antiguo actor de vodevil internacional y, sin duda, un inveterado y entusiasta admirador de la decoración de Sardy, el restaurante más frecuentado por la gente de teatro. Quizás el toque más inspirado del señor Glass como decorador apareció justo detrás y encima del sofá donde Franny Glass dormía ahora. Allí, en una yuxtaposición casi incestuosamente próxima, habían sido adosados por los lomos, directamente sobre el yeso, siete álbumes de recortes de periódicos y revistas. Año tras año, evidentemente, los siete álbumes habían sido hojeados o estudiados tanto por los viejos amigos de la familia como por las visitas casuales, y es de suponer que también por las asistentas por horas.

Hay que mencionar que a primera hora de la mañana la señora Glass había conseguido realizar dos gestos simbólicos en consideración a la llegada de los pintores. Se podía entrar a la habitación desde el vestíbulo o desde el comedor y ambas entradas tenían puertas dobles de cristal. Inmediatamente después del desayuno, la señora Glass había quitado las cortinas de seda plisada. Y más tarde, en el momento oportuno, mientras Franny fingía probar una taza de caldo de pollo, la señora Glass se había subido a los asientos de la ventana con la agilidad de una cabra montesa y había descolgado las pesadas cortinas de damasco de las tres ventanas de guillotina.

La habitación daba al exterior por un solo lado, orientado al sur. Justo enfrente, al otro lado de la calle, se alzaba una escuela privada para niñas; era un edificio de cuatro plantas, macizo y de aspecto anónimo, que rara vez cobraba vida hasta las tres y media de la tarde, cuando los niños de los colegios públicos de la Segunda y Tercera Avenida venían a jugar a pídola y a los bolos. El piso de los Glass era un quinto, una planta más alta que el edificio de la escuela, y a esta hora el sol brillaba sobre el tejado de la escuela y entraba por las ventanas desnudas del cuarto de estar. La luz del sol era cruel con la habitación. No sólo los muebles eran viejos, intensamente feos, y cargados de recuerdos y de sentimentalismo, sino que el propio cuarto había servido en años pretéritos de terreno de juego para innumerables partidas de hockey y rugby, y apenas había una sola pata de mueble que no estuviera mellada o arañada. También había más cicatrices a la altura de los ojos, causadas por el impacto de una impresionante variedad de objetos arrojadizos: bolsitas de judías, pelotas de béisbol, canicas, patines, gomas de borrar, e incluso, en una memorable ocasión a principios de los años treinta, una muñeca de porcelana sin cabeza. Pero la luz del sol era particularmente cruel con la alfombra; originariamente había sido color burdeos -y con la luz artificial, el menos, todavía lo era-, pero ahora exhibía numerosas numerosas manchas decoloradas en forma de páncreas, testimonios nada sentimentales, todas ellas, de una serie de animales domésticos. A esta hora el sol penetraba implacable hasta el televisor, inconmovible ojo ciclópeo.

La señora Glass, que hacía algunas de sus reflexiones más inspiradas y certeras en el umbral de los armarios de ropa blanca, había acostado a su hija menor en el sofá entre sábanas de percal rosa y la había tapado con una manta de cachemir azul pálido. Franny dormía ahora del lado izquierdo, de cara al respaldo y a la pared, con la barbilla rozando uno de los almohadones que la rodeaban. Tenía la boca cerrada, pero sin apretar los labios. Sin embargo, su mano derecha, que reposaba sobre el embozo, no sólo estaba cerrada, sino hecha un puño, con los dedos apretados sobre el pulgar, como si, a los veinte años, hubiese regresado a las mudas defensas de la infancia. Y aquí, en el sofá, vale la pena mencionarlo, pese a su descortesía con el resto de la habitación, el sol se portaba de maravilla. Brillaba sobre el pelo de Franny, que era negro como el azabache, tenía un bonito corte y había sido lavado tres veces en otros tantos días. El sol bañaba toda la manta, y el juego de la cálida y resplandeciente luz sobre la lana azul pálido era en sí mismo digno de contemplarse.

Zooey, casi recién salido del cuarto de baño, con un puro en la boca, permaneció durante unos minutos a los pies del sofá, primero metiéndose los faldones de una camisa blanca por dentro del pantalón, después abrochándose los puños, y luego simplemente parado allí mirando. Tenía el ceño fruncido detrás de su puro, como si los fabulosos efectos luminosos hubieran sido “creados” por un director de escena cuyo gusto considerase más bien sospechoso. A pesar de la extraordinaria finura de sus facciones, su edad y su estatura -vestido, podría pasar fácilmente por un joven y esbelto danseur-, el puro no le sentaba excesivamente mal. Por un lado, no tenía la nariz demasiado corta. Por otro, en Zooey fumar puros no era de una manera patente una afectación de muchacho. Los fumaba desde los dieciséis años, y con regularidad, hasta una docena al día -en general, costosos panatelas-, desde los dieciocho.

Una mesa de mármol de Vermont, baja, rectangular y bastante larga, estaba colocada paralela y muy próxima al sofá. Zooey se acercó a ella de pronto. Apartó un cenicero, una pitillera de plata y un número del Harper’s Bazaar y se sentó en el estrecho espacio  de la superficie de mármol, frente a la cabeza y los hombros de Franny casi inclinados sobre ella. Miró brevemente el puño cerrado sobre la manta azul y luego, sosteniendo con mucha delicadeza el puro entre los dedos, tocó a Franny en el hombro.

-Franny -dijo-. Frances. Vamos. No desperdiciemos lo mejor del día aquí metidos. Venga.

Franny se despertó con un sobresalto, con una sacudida, en realidad, como si el sofá hubiese pasado por un bache. Se incorporó, apoyándose en un brazo, y dijo:

-¡Uf! -guiñó los ojos, molesta por la luz matinal-. ¿Por qué hay tanto sol? -sólo percibió a medias la presencia de Zooey-. ¿Por qué hay tanto sol? -repitió.

Zooey la observó atentamente.

-Yo llevo el sol allá por donde voy -contestó.

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