sábado

SALINGER - FRANNY Y ZOOEY



(Traducción de Isabel de Juan)

DECIMOQUINTA ENTREGA

ZOOEY (9)

-Bueno, sólo estoy intentando ayudar. No quiero que te vayas con la impresión de que hay algunos, bueno, entiendes, ciertos inconvenientes en la vida religiosa. Quiero decir que mucha gente se aleja de ella porque cree que le va a exigir cierto grado de incómoda dedicación y perseverancia…, y sabes a qué me refiero -estaba claro que el orador, con evidente fruición, se aproximaba al punto culminante de su disertación. Agitó el palillo de naranjo solemnemente frente a su madre-. No bien salgamos de esta capillita, espero que me aceptes un pequeño volumen que siempre he admirado. Creo que toca algunos de los delicados puntos que hemos debatido esta mañana. Dios es mi “hobby”, del doctor Homer Vincent Claude Pierson Jr. En este librito el doctor Pierson nos explica muy claramente que a los veintún años comenzó a dedicarle a Dios un poco de tiempo cada día, dos minutos por la mañana y dos por la noche, si no recuerdo mal, y al final del primer año, gracias únicamente a estas informales visitas a Dios, había aumentado sus ingresos anuales en un setenta y cuatro por ciento. Creo que tengo un ejemplar de sobra, y si tienes la amabilidad…

-Oh, eres imposible -dijo la señora Glass, pero de un modo vago.

Sus ojos habían buscado de nuevo a su vieja amiga, la alfombrilla azul. Se quedó mirándola mientras Zooey -sonriendo pero transpirando abundantemente por el labio superior- continuaba analizando el palillo de naranjo. Al cabo de un rato, la señora Glass lanzó uno de sus suspiros de campeonato y devolvió su atención a Zooey, el cual, mientras se empujaba las cutículas, había girado un poco el cuerpo hacia la luz del día. Mientras la señora Glass observaba las líneas y planos de su espalda desnuda, inusitadamente delgada, su mirada fue haciéndose menos abstraída. De hecho, a los pocos segundos, de sus ojos desapareció todo lo que fuera oscuro o pesado y brillaron con el entusiasmo de un club de admiradoras.

-Te estás volviendo más ancho y atractivo -dijo en voz alta, y alargó la mano para tocarle la espalda-. Temía que todos esos disparatados ejercicios de barras te estro…

-Basta, ¿quieres? -dijo Zooey bruscamente, apartándose.

-¿Basta de qué?

Zooey abrió el botiquín y puso el palito de naranjo en su sitio.

-Basta, nada más. Basta de admirar mi maldita espalda -dijo y cerró la puerta del botiquín.

Cogió un par de calcetines de seda negros que colgaban del toallero y se los llevó al radiador. Se sentó sobre el radiador a pesar del calor -o debido a él- y empezó a ponérselos. La señora Glass soltó un bufido con cierto retraso.

-Así que no quieres que admire tu espalda…, ¡tiene gracia! -dijo.

Pero se sentía ofendida y un poco herida. Le observó mientras se ponía los calcetines, con una expresión que era mezcla de enfado y del incontrolable interés de alguien que durante muchos años ha examinado los calcetines recién lavados en busca de agujeros. Luego, de pronto, lanzando uno de sus más sonoros suspiros, se levantó y, con la gravedad de quien ha de cumplir con su deber, se acercó a la zona del lavabo, que Zooey acababa de abandonar. Su primera tarea, poniendo cara de mártir, fue abrir el grifo de agua fría.

-Me gustaría que aprendieses a tapar las cosas como Dios manda después de usarlas -dijo en un tono deliberadamente criticón.

Desde el radiador, donde estaba sujetándose los calcetines con las ligas, Zooey le lanzó una mirada.

-Y a mí me gustaría que aprendieras a marcharte cuando la fiesta ha terminado -dijo-. De verdad, Bessie. Quisiera tener un minuto de soledad, por muy grosero que pueda parecer. En primer lugar, tengo prisa. Tengo que estar en la oficina de LeSage a las dos y media, y desearía hacer un par de cosas en el centro antes. Vete ya…, ¿te importa?

La señora Glass interrumpió sus labores domésticas para mirarle y hacerle una pregunta del tipo que más había irritado a cada uno de sus hijos a lo largo de los años:

-Comerás antes de salir, ¿no?

-Tomaré algo en el centro… ¿Dónde demonios está mi otro zapato?

La señora Glass le miró fijamente, con intención.

-¿Vas a hablar con tu hermana antes de irte o no? -inquirió.

-No lo , Bessie -contestó Zooey, después de una vacilación perceptible-. Deja de preguntármelo, por favor. Si tuviera algo realmente importante que decirle esta mañana, lo haría. Deja de hacerme esa pregunta.

Con un zapato puesto y atado, se arrodilló en el suelo y pasó una mano por debajo del radiador buscando el zapato que faltaba.

-Ah, aquí estás, pequeño bastardo -dijo.

Junto al radiador había una pequeña báscula de baño, y se sentó en ella con el zapato en la mano. La señora Glass le observó mientras se lo ponía. Sin embargo, no esperó a que se atara los cordones, sino que salió del cuarto. Pero muy despacio. Moviéndose con una inusitada pesadez -arrastrándose, en realidad- que llamó la atención de Zooey. Levantó la vista hacia ella.

-Yo no sé qué les ha ocurrido a mis hijos -dijo la señora Glass vagamente, sin volverse. Se detuvo junto a un toallero y estiró la toalla-. En los viejos tiempos de la radio, cuando erais pequeños, solíais ser tan… lindos y felices y… sencillamente encantadores. Mañana, tarde y noche -se agachó y recogió del suelo lo que parecía ser un cabello humano, largo y misteriosamente rubio. Dio un ligero rodeo hasta la papelera-. No sé de qué os sirve saber tanto y ser tan listos si eso no os hace felices -dirigiéndose de nuevo hacia la puerta, le daba la espalda a Zooey-. Por lo menos antes erais tan buenos y tan cariñosos los unos con los otros que daba gusto verlo -abrió la puerta meneando la cabeza-. Verdadero gusto -remachó y cerró la puerta tras de sí.

Zooey, mirando hacia la puerta cerrada, inhaló profundamente y exhaló despacio.

-¡Vaya frases lapidarias que sueltas antes de salir de escena, compañera! -le gritó, pero sólo cuando debía de estar seguro de que su voz no llegaría a sus oídos.

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