traducción de José Ferrater Mora
CUADRAGÉSIMOSEXTA ENTREGA
XVI
DIOS ES EL AMOR (1)
Dios es el amor… Ni siquiera puedes imaginar cómo sufre, pues sabe perfectamente hasta qué punto te hace daño el sufrimiento. Pero no puede cambiar, pues entonces debería transformarse en otra cosa distinta que el amor.
KIERKEGAARD
En nuestros esfuerzos para comprender su significación verdadera hemos agotado el sentido y el alcance de la “filosofía existencial” tal como aparece en las predicaciones y en los discursos edificantes de Kierkegaard. Y hemos descubierto que en una forma indirecta traduce el pensamiento más doloroso y, al mismo tiempo, el más claro y auténtico de Kierkegaard: la imitación de Sócrates conducía ineluctablemente a los sabios paganos al toro de Faloris: la imitación de Jesús conducía, a quienes veían la revelación bíblica a través del prisma de la sabiduría helénica, a una sombría desesperación. Unos y otros aceptaban solamente la beatitud que habían forjado con sus propias manos. Y allí donde los ojos del hombre más perspicaz no discernían sino la más profunda humildad aparecía de repente la “soberbia diabólica”. Comprendemos ahora por qué Kierkegaard afirmaba que la desesperación constituía el principio de la filosofía (existencial), y por qué exigía que el caballero de la fe pasara antes por la resignación.
El caballero de la resignación es el hombre que “ha desviado su atención del milagro”. Sabe que la bienaventuranza eterna que pueden alcanzar los seres vivos consiste en ejecutar concienzudamente, tras haber “vencido sus inclinaciones”, todos los “tú debes” que nos dicta un poder superior. Pocos meses antes de su muerte escribía Kierkegaard: “Sólo existe una actitud posible ante la verdad revelada: la creencia. De una sola manera se puede demostrar que se cree: sufriendo por la propia fe. Y la intensidad de la fe solamente se manifiesta por la intensidad de la voluntad de sufrir por ella.” No se pueden decir palabras más tentadoras. ¿Quién se atrevería a “discutirlas”? Pero, ¿no es en este caso el caballero de la resignación un modelo de fe? En verdad, no se niega a sufrir. ¿No habían Sócrates o inclusive Epicteto alcanzado el ideal del creyente aquí enunciado? Pero entonces, ¿para qué la verdad revelada? Kierkegaard podía reprochar a Hegel el no realizar su filosofía en su propia vida y el buscar bienes más tangibles de los que, en tanto filósofo del espíritu, le hubiesen convenido. Pero sus más encarnizados enemigos no habrían podido hacer tal reproche a Sócrates o a Epicteto. Entre los filósofos modernos se pueden nombrar algunos que en este respecto se hallan por encima de toda sospecha: Spinoza estaba dispuesto a experimentar, y de hecho experimentó, los mayores sufrimientos a causa de sus ideas; Giordano Bruno murió en la hoguera; Campanella pasó casi toda la vida en la cárcel y no se doblegó ante los inquisidores, a quienes respondió con firmeza que había él quemado más aceite en sus lámparas (símbolo del trabajo y de las laboriosas veladas) que vino habían ellos bebido en toda su vida. Se pueden citar también hombres ajenos a toda doctrina filosófica: Mucius Scaevola, por ejemplo, y Regulus, a quienes San Agustín llamnaba estoicos antes del estoicismo. Evidentemente, nos es permitido exaltar cuanto nos plazca su valor y sus demás virtudes, pero nada tienen que hacer aquí la fe y la verdad revelada. Hasta se podría decir que su vida, sus convicciones, eran un desafío a la verdad revelada y a la fe (no pienso, claro está, en los héroes romanos, sino en Bruno y en Spinoza). San Agustín habla siempre de Mucius Scaevola y de Regulos con una irritación no disimulada. Y, sin embargo, si nos atenemos a los signos dintintivos que Kierkegaard propone, nos vemos obligados a ver en estos héroes testigos de la verdad y aun figuras de creyentes, pues han probado su fe por medio del sufrimiento. La ética no se limita a tomarlos bajo su protección; los propone como ejemplo a quienes se niegan a obtener sus favores. Su absoluto “desinterés” -ni siquiera contaban con la beatitud, ni en esta vida ni en la otra- asegura a la ética, que no puede proporcionar más que sus alabanzas, un triunfo completo. Este desinterés convierte al hombre en siervo, es decir, le permite realizar esta conditio sine qua non sin la cual la ética no podría regir el mundo como pretende hacerlo.
Kierkegaard no menciona jamás a esos hombres. Pero si hubiese tenido ocasión de acordarse de ellos, no habría, sin duda, tomado partido en su favor contra San Agustín. Habría más bien evocado la frase célebre que hasta hace poco se atribuía a este último: virtutes gentium splendida vitae sunt (las virtudes de los paganos son vicios espléndidos), y habría opuesto a su “desinterés” las palabras indignadas que le hacían proferir los filósofos especulativos cuando se envanecían de su buena disposición a “aceptar” sin demora la verdad objetiva, cualesquiera que fuesen sus consecuencias. Y ningún sufrimiento, ningún sacrificio, aun voluntariamente consentido, habrían podido justificar ante Kierkegaard a esos auténticos mártires de la ética. Su fe, la fe en la ética que ha rechazado todo milagro, le habría parecido una monstruosidad, el colmo de la incredulidad. Y esto habría servido una vez más para subrayar que los discursos edificantes de Kierkegaard deben ser entendidos como una “expresión indirecta”, y que la filosofía existencial, en la medida en que glorifica las verdades etermas -emancipadas de Dios y por eso mismo petrificadas- de la razón y de la moral, no es más que una preparación, que una primera etapa en el camino que conduce a esa lucha suprema a la cual consagró Kierkegaard su breve existencia.

























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