miércoles

RAYMOND CHANDLER - EL SUEÑO ETERNO


TERCERA ENTREGA

Capítulo 3

La habitación era demasiado amplia; el techo demasiado alto, las puertas demasiado altas y la blanca alfombra, que llegaba de una pared a otra, tenía el aspecto de una nevada en el lago Arrowhead. Había, por todas partes, grandes espejos y cachivaches de cristal. Los muebles, de color marfil, estaban adornados con cromo y los pliegues de las cortinas, también color marfil, caían sobre la blanca alfombra a medio metro de las ventanas. El blanco hacía que el marfil pareciese sucio, y el marfil hacía parecer al blanco desvaído. Las ventanas daban a las oscuras colinas. Iba a llover y la atmósfera estaba pesada.

Me senté en el borde de una mullida silla y miré a la señora Regan. Valía la pena mirarla. Era dinamita. Se hallaba echada, descalza, en una chaise longue moderna, lo que me permitía contemplar sus piernas envueltas en medias transparentes. Estaban allí para ser contempladas, eran visibles hasta la rodilla, y una de ellas, hasta bastante más arriba. Las rodillas no eran huesudas y tenían hoyuelos. Las pantorrillas, magníficas, y los tobillos, largos y esbeltos, de línea capaz de inspirar una poesía. La señora Regan era alta, llena y parecía muy fuerte. Su cabeza reposaba en un cojín de raso color marfil. Su pelo era negro y liso, peinado con raya al medio. Tenía los ardientes ojos negros del retrato del vestíbulo. La boca era carnosa y en aquel momento estaba fruncida con gesto arisco. Sujetaba en la mano una copa, de la que bebió un sorbo antes de dirigirme una mirada fría por encima del borde.

-Así que usted es un detective –dijo-. No sabía que existiesen realmente, excepto en los libros; o bien que eran grasientos hombrecitos espiando alrededor de los hoteles.

Nada de eso iba por mí, así es que lo pasé sin comentarios.

Dejó la copa en el brazo de la chaise longue, y al mover la mano para tocar su cabello una esmeralda centelleó. Preguntó pausadamente:

-¿Qué le parece papá?

-Me gustó -contesté.

-Quería a Rusty. Supongo que sabe usted quién es Rusty.

-¡Pchs!...

-Rusty era ordinario y vulgar a veces, pero era muy sincero. Resultaba muy divertido para papá. Rusty no debía haberse marchado así. Papá está muy dolido, aunque no lo diga. ¿O se lo dijo?

-Algo de eso dijo.

-No es usted muy hablador, señor Marlowe. Pero quiere encontrarle, ¿no es eso?

La miré cortésmente un momento y dije, después de una pausa:

-Pues sí y no.

-Eso no es una contestación. ¿Cree que puede encontrarle?

-Yo no dije que lo iba a intentar. ¿Por qué no se dirige a la Oficina de Personas Desaparecidas? Tienen una organización eficiente. Eso no es tarea para una persona sola.

-¡Oh! Papá no querría que la policía se mezclara en el asunto.

Me miró nuevamente por encima de la copa, la vació y tocó el timbre. Una sirvienta entró en la habitación por una puerta lateral. Era una mujer de mediana edad, con cara amarillenta y alargada, nariz larga, sin barbilla y tenía grandes ojos húmedos. Parecía un simpático caballo viejo que descansa, pastando, de sus largos años de servicio. La señora Regan le señaló la copa vacía y la sirvienta le preparó otra bebida; se la dio y salió de la habitación, sin una palabra ni una sola mirada hacia mí.

Cuando la puerta se cerró, la señora Regan preguntó:

-Bien, entonces, ¿cómo va usted a enfocar el asunto?

-¿Cómo y cuando desapareció?

-¿No se lo ha dicho papá?

Ladeé la cabeza y sonreí. Se ruborizó. Sus ardientes ojos negros echaron chispas.

-No veo que haya motivos para andar con tapujos -saltó-, y no me gustan sus modales.

-Los suyos tampoco me entusiasman demasiado -dije-. Yo no deseaba venir aquí; usted me llamó. Me tiene sin cuidado que se haga la elegante delante de mí o que desayune con whisky. Tampoco me importa que enseñe las piernas. Son piernas preciosas y da gusto contemplarlas. Me importa un bledo que no le gusten mis modales. Son bastante detestables y lo lamento durante las largas veladas de invierno. Pero no intente sonsacarme nada.

Dejó la copa violentamente, y el contenido se derramó sobre un cojín color marfil. Se puso en pie de un salto y quedó echando chispas, con las aletas de la nariz dilatadas. A través de la boca abierta, sus brillantes dientes resplandecían. Sus nudillos estaban blancos.

-No estoy acostumbrada a que me hablen así -dijo con voz ronca.

No me moví y le sonreí con ironía. Muy lentamente, la señora Regan cerró la boca y miró hacia el licor derramado. Se sentó en el borde de la chaise longue y apoyó la barbilla en la palma de su mano.

-¡Dios mío! Grandísimo y bello bruto. Debería atropellarle con mi Buick.

Froté una cerilla con la uña de mi pulgar y, por una vez al menos, se encendió. Eché una bocanada de humo y esperé.

-Odio los hombres dominantes -dijo-; los odio.

-¿Y qué es lo que usted teme, señora Regan?

Sus ojos parecieron aclararse. Después se oscurecieron de nuevo hasta dar la sensación de que no tenían más que pupila. Parecía que le estuvieran pellizcando las ventanas de la nariz.

-Papá no le llamó a usted para hablar de Rusty en absoluto -dijo con voz forzada en la que todavía quedaban huellas de ira-. ¿O era para eso?

-Mejor es que se lo pregunte a su padre.

Se enfadó de nuevo.

-¡Márchese, estúpido, márchese! -Me levanté-. ¡Siéntese! -gritó. Me senté y esperé-. Por favor -dijo-, por favor. Usted podría encontrar a Rusty si papá quisiera encargárselo.

Esto no dio resultado tampoco. Asentí, y pregunté:

-¿Cuándo se fue?

-Una tarde, hace ya un mes. Se marchó en su coche sin decir una palabra. Encontraron el coche no sé dónde, en un garaje privado.

-¿Encontraron?

La señora Regan se volvió encantadora. Todo su cuerpo pareció aflojarse. Sonrió triunfante.

-Entonces no se lo ha dicho.

-Sí, me habló del señor Regan. Pero no era de lo que quería hablarme. ¿Es esto lo que ha estado usted tratando de hacerme decir?

-No me importa lo que usted diga.

Me levanté de nuevo.

-Entonces me marcho.

Me dirigí hacia la blanca alta puerta por donde había entrado.

Cuando me volví a mirar, la señora Regan tenía un labio entre los dientes y estaba visiblemente fastidiada.

Bajé por la escalera de baldosas al vestíbulo y el mayordomo surgió de alguna parte con mi sombrero en la mano. Me lo puse mientras él me abría la puerta.

-Se equivocó usted -dije-. La señora Regan no quería verme.

Inclinó su plateada cabeza y dijo cortésmente:

-Lo siento, señor. Me equivoco muy a menudo.

Cerró la puerta detrás de mí.

Me quedé en la puerta fumando y contemplando a mis pies una serie de terrazas con macizos y árboles recortados hasta la altura de la verja de hierro, coronada con picos dorados, que rodeaba la finca. Un camino serpenteante descendía entre los muros de contención hasta las altas puertas de hierro. Tras el muro, la colina descendía suavemente varios kilómetros. En la parte baja, allá a lo lejos, apenas se veía alguna de las viejas torres de madera del campo de petróleo con el que los Sternwood habían hecho su fortuna. La mayor parte de ese campo era ahora un parque público, que el general Sternwood había donado a la ciudad. Una pequeña parte de él se explotaba; algunos pozos producían aún cinco o seis barriles diarios. Los Sternwood, que habían ido a vivir a la parte más alta de la colina, ya no percibían el olor rancio del petróleo o del agua de los sumideros; pero todavía podían asomarse a sus ventanas y contemplar lo
que les había enriquecido, si querían verlo. No creo que quisieran.

Fui descendiendo por un sendero de ladrillos, de terraza en terraza, hasta el camino que conducía a la puerta, donde habían dejado mi coche bajo un árbol. Se oían los estampidos del trueno sobre las colinas y el cielo estaba rojinegro. Iba a llover bastante. En el aire ya flotaba el anuncio de la lluvia. Levanté la capota de mi coche antes de bajar a la ciudad.

La señora Regan tenía preciosas piernas; había que reconocerlo. Ella y su padre eran ciudadanos sin escrúpulos. Él, probablemente, estaba solamente poniéndome a prueba. El trabajo que me había encargado era más bien tarea de un abogado. E incluso si Arthur Gwynn Geiger, Libros raros y Ediciones de lujo, resultaba ser un chantajista, seguía siendo tarea de un abogado, a menos que hubiese en el asunto mucho más de lo que se apreciaba a simple vista. Como primera providencia, pensé que podría divertirme mucho investigando sobre el particular.

Bajé a la biblioteca pública Hollywood e hice una investigación superficial en un grueso volumen titulado Primeras ediciones famosas. A la media hora, sentí necesidad de almorzar.

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