lunes

ENTREVISTAS CON JOSÉ LEZAMA LIMA - FÉLIX GUERRA

PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO

DECIMOSÉPTIMA ENTREGA

7 / OFICIALMENTE LA FANTASÍA (2)

¿Y de Martí y de su Edad de Oro?

Martí siempre sobrecoge con sus intempestivas credulidades. ¿Imagina ese último quinto del siglo? Todavía en el aire el olor de la llama esclavista y el indio con la cicatriz sin lavar, la metrópoli queriendo sujetar una montaña de cajas de zapatos vacías y las bayonetas rodeando el monte de yagrumas. Caudillísimos, divisiones, el fantasma de las botas. Se alista una rebelión, que debe alentar como chispa cavernaria. Los pómulos del hombre y lo curvo de la rapiña. En verdad, terrible. Martí no se desentiende ni distrae. Al contrario. Se apresta como apóstol y lanza discursos de maestro. Y por encima de tales copetudos conflictos, sale al portal con ese fuego inaudito. Él vislumbraba renacimientos, nuevas edades de oro y el reencuentro con los paraísos. Si no, ¿cómo sacar más humo del fondo de la tozudez y la ternura?

Es cierto. La literatura también borbotea, desde ese costado: concebida, creada y escrita expresamente para el niño. Sin detenernos a discutir el difícil o improbable acceso a los destinatarios, la aparición de semejante literatura es un acto magistral de voluntad que no registran otras Historias. Constituye un suceso piramidal de la cosmovisión moderna instalándose en esta latitud de Nuestra América. Martí, que de ordinario no escribía de forma que los niños pudiesen leerlo o con la intención premeditada de entretenerlos, no reclamó perdón por ese brinco de rana ni fue anotando errores de nadie en su libreta. Martí deambulaba en el trance de fundar una patria y convocaba con una pasión  irrefrenable.

¿Los niños no se apropian también de los Versos sencillos?

Sin perder sutilezas, provocaciones ni campanadas y a pesar de sus ochenta años, son otro manjar de las degluciones infantiles. Desde la escuela, junto a un recurrente busto de yeso o mármol, los niños caen sobre tales golosinas incorruptibles. Sus apetencias rosadas no perdonan. Y, ¿no se ha cuestionado usted acerca de “Los zapaticos de rosa”, por ejemplo? Aparece en La Edad de Oro y huele a lance fundacional: con atributos y escalamientos de un género “para que los niños americanos sepan cómo se vivía antes y se vive hoy en América”. “Los niños saben más que lo que parece”, adelanta Martí. Desde los primeros párrafos, aparta diminutivos y oscuros paternalismos. Son poemas semillas que van jineteando una carga precursora y son un ala en suspensión cayendo hacia el ave que ronda al navegante. De Martí creemos saber lo necesario, hasta que luego intuimos que apenas ignoramos lo suficiente.

¿Qué me dice Mark Twain y su amigo Finn?

Tirar monedas al río resulta fácil, mientras son de cinco centavos. Twain apostó por un río y una balsa que mientras navegaba soñando hacia la libertad, se adelantó en tenebrosos meandros del sur. Tom Sawyer fue escrita para los más jóvenes, pero Las aventuras de Huckleberry Finn es una cantiga donde las esperanzas, y las sin esperanzas se mezclan estentóreas y vociferadas con magnavoces. Contemporáneo de Whitman, Twain es otro padre con muchos hijos sentados en las rodillas. El instinto y la tolerancia humanista flotan con agujeros de ida y regreso, como si después de bogar se pudiera rebogar con exactitud aunque sin reconocer ni una pizca invertida del paisaje. El mocoso mozalbete de Finn es ya el abuelo de la novela norteamericana. Las fugas conducen a la libertad y la libertad normalmente es un paisaje por avistar: tal es un mito o uno de los mitos que introduce Finn. La conciencia deriva como un leño duplicado, cual si los espejos de agua fueran neutrales en relación con sus pasajeros. Permanece el espíritu de la inocencia, aun cuando declina en la rápida corriente y se sumerge en numerosos extravíos. No siempre el río fluye inexorable ni siempre el tiempo nos trae de regreso.

He aquí un motivo a la inversa. Twain escribe para jóvenes y deja un manuscrito sin edades que ofrece el derecho a entender la totalidad de una angustia.

Nos olvidamos de los clásicos más clásicos: Perrault, Grimm, Andersen.

Aun cuando esos textos aguardaban mansos y baratos en las librerías, yo preferí por un tiempo las versiones de mis padres. Aun corre en la memoria aquella Caperucita que iba hacia la abuela perseguida por un lobo comelón. Resuena todavía la voz enmielada de mi madre repitiendo la enorme ingenuidad de una pregunta. “¿-Y esa boca tan grande?”. “-Para comerte mejor.” Asocio la boca tan grande con el tiempo, que al final con su voracidad se lo tragó todo.

Con Pulgarcito aprendí a diferenciar el pulgar del índice y el índice del anular. Cenicienta me contagió el excitante oficio de hallar zapatos abandonados debajo de las camas y meditar nostálgico en la orfandad del pie. Con Blancanieves, ah, y es un secreto que cuesta confesar, me inicié en el misterio de los espejos y sus realísticos reflejos, porque ellos nos guardan en silencio un mundo de repuesto para los minutos en que nos vamos a refugiar espantados en los rincones.

Toda esa literatura para niños no siempre fue escrita para niños. Pero luego que el progreso inventó el caballo de palo y también el jabón, un jinete osado sopló e inventó la pompa de jabón: desde entonces la infancia, y con ella todos los que tan a menudo lo somos, incorporó oficialmente la fantasía a las cosas reales.

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