DECIMOCUARTA ENTREGA
SEGUNDA FASE: LA VIDA EN EL CAMPO (5)
Arte en el campo
Antes, he hablado del arte. ¿Puede pensarse en algo parecido en un campo de concentración? Depende más bien de lo que uno llame arte. De vez en cuando se improvisaba una especie de espectáculo de cabaret. Se despejaba temporalmente un barracón, se apiñaban o se clavaban entre sí unos cuantos bancos y se estudiaba un programa. Por la noche, los que gozaban de una buena situación -los "capos"- y los que no tenían que hacer grandes marchas fuera del campo, se reunían allí y reían o alborotaban un poco; cualquier cosa que les hiciera olvidar. Se cantaba, se recitaban poemas, se contaban chistes que contenían alguna referencia satírica sobre el campo. Todo ello no tenía otra finalidad que la de ayudarnos a olvidar y lo conseguía. Las reuniones eran tan eficaces que algunos prisioneros asistían a las funciones a pesar de su agotador cansancio y aun cuando, por ello, perdieran su rancho de aquel día.
El buen humor es siempre algo envidiable: al principio de nuestro internamiento nos permitían reunimos en un cuarto de máquinas a medio construir para saborear durante media hora el plato de sopa que nos repartían a medio día (como la tenía que pagar la empresa constructora era de todo menos alimenticia). Al entrar, cada uno recibía un cucharón de sopa aguada, y mientras la sorbíamos con avidez, un prisionero italiano trepaba encima de una cuba y nos entonaba arias italianas. Los días que nos daba el recital musical, tenía garantizada una ración doble de sopa, sacada del fondo del perol, es decir, ¡con guisantes!
En el campo se concedían premios no sólo por entretener, sino también por aplaudir. Por ejemplo, a mí podía haberme protegido (¡y fui muy afortunado al no necesitarlo!) el
"capo" más temido de todos, a quien por más de una razón se le conocía por el sobrenombre de "el capo asesino". Contaré cómo sucedió. Una tarde tuve el gran honor de que me invitaran otra vez a la sesión de espiritismo. Estaban reunidos en aquella habitación unos cuantos amigos íntimos del médico jefe; asimismo estaba presente, de forma totalmente ilegal, el oficial al cargo del escuadrón sanitario. El "capo asesino" entró allí por casualidad y le pidieron que recitara uno de sus poemas que se habían hecho famosos (o infames) en el campo. No necesitaba que se lo repitieran dos veces, de modo que rápidamente sacó una especie de diario del que empezó a leer unas cuantas muestras de su arte. Me mordía los labios hasta hacerme sangre para no reírme al escuchar uno de sus poemas amorosos y seguramente gracias a ello salvé la vida; como además le aplaudí con largueza, es muy posible que también hubiera estado a salvo caso de haber sido destinado a su cuadrilla de trabajo, donde ya me habían asignado un día, un día que para mí fue más que suficiente. Pero siempre resultaba útil que el "capo asesino" le conociera a uno desde algún ángulo favorable. Así que le aplaudí con todas mis fuerzas.
La obsesión por buscar el arte dentro del campo adquiría, en general, matices grotescos. Yo diría que la impresión real que producía todo lo que se relacionaba con lo artístico surgía del contraste casi fantasmagórico entre la representación y la desolación de la vida en el campo que le servía de telón de fondo. Nunca olvidaré que en la segunda noche que pasé en Auschwitz fue la música lo que me despertó de un sueño profundo. El guardia encargado del barracón celebraba una especie de fiestecilla en su habitación, que estaba próxima a la entrada de nuestra puerta. Voces achispadas se desgañitaban cantando tonadas gastadas. De pronto se hizo el silencio y en medio de la noche se oyó un violín que tocaba desesperadamente un tango triste, una melodía poco conocida y poco desgastada por la continua repetición. El violín lloraba y una parte de mí lloraba con él, pues aquel día alguien cumplía 24 años, alguien que yacía en alguna otra parte de Auschwitz, quizás alejada sólo unos cientos o miles de metros y, sin embargo, fuera de mi alcance. Ese alguien era mi mujer.
El humor en el campo
El descubrimiento de algo parecido al arte en un campo de concentración ha de sorprender bastante al profano en estas cosas, pero aún se sentiría mucho más sorprendido al saber que también había cierto sentido del humor; claro está, en su expresión más leve y aun así, sólo durante unos breves segundos o unos minutos escasos. El humor es otra de las armas con las que el alma lucha por su supervivencia. Es bien sabido que, en la existencia humana, el humor puede proporcionar el distanciamiento necesario para sobreponerse a cualquier situación, aunque no sea más que por unos segundos. Yo mismo entrené a un amigo mío que trabajaba a mi lado en la obra para que desarrollara su sentido del humor.
Le sugería que debíamos hacernos la solemne promesa de que cada día inventaríamos una historia divertida sobre algún incidente que pudiera suceder al día siguiente de nuestra liberación. Se trataba de un cirujano que había pertenecido al equipo de un gran hospital, así que una vez intenté arrancarle una sonrisa insistiendo en que cuando se incorporara a su antiguo trabajo le iba a resultar muy difícil olvidar los hábitos que había aprendido en el campo de concentración. Al pie de la obra que construíamos (y en especial cuando el supervisor hacía su ronda de inspección) el capataz nos estimulaba a trabajar más de prisa gritando: "¡Acción! ¡Acción!" Así que dije a mi amigo: "Un día regresarás al quirófano para operar a un paciente aquejado de peritonitis. De pronto, un ordenanza entrará a toda prisa y anunciará la llegada del jefe del equipo de operaciones gritando: "¡Acción! ¡Acción! ¡Que viene el jefe!"
A veces los otros inventaban sueños divertidos con respecto al futuro, previendo; por ejemplo, cuando tuvieran un compromiso para asistir a una cena se olvidarían de cómo se sirve la sopa y le pedirían a la anfitriona que les echara una cucharada "del fondo". Los intentos para desarrollar el sentido del humor y ver las cosas bajo una luz humorística son una especie de truco que aprendimos mientras dominábamos el arte de vivir, pues aún en un campo de concentración es posible practicar el arte de vivir, aunque el sufrimiento sea omnipresente. Cabría establecer una analogía: el sufrimiento del hombre actúa de modo similar a como lo hace el gas en el vacío de una cámara; ésta se llenará por completo y por igual cualquiera que sea su capacidad. Análogamente, el sufrimiento ocupa toda el alma y toda la conciencia del hombre tanto si el sufrimiento es mucho como si es poco. Por consiguiente el "tamaño" del sufrimiento humano es absolutamente relativo, de lo que se deduce que la cosa más nimia puede originar las mayores alegrías. Tomemos a modo de ejemplo algo que sucedió en nuestro viaje de Auschwitz a un campo filial del de Dachau.
Todos temíamos que aquel traslado nos llevara al campo de Mauthausen y nuestra tensión aumentaba a medida que nos acercábamos a un puente sobre el Danubio que el tren tenía que cruzar para llegar a Mauthausen, según sabíamos por lo que contaban los prisioneros más experimentados. Los que no hayan visto nunca algo parecido no podrán imaginar los saltos de júbilo que los prisioneros daban en el vagón cuando vieron que nuestro transporte no cruzaba aquel puente y que "sólo" nos dirigíamos a Dachau.
¿Qué sucedió a nuestra llegada a este campo tras un viaje que había durado dos días y tres noches? En el vagón no había sitio para que todos nos acurrucáramos en el suelo al mismo tiempo, la mayoría tuvo que permanecer de pie todo el viaje mientras que unos pocos se turnaban para ponerse de cuclillas en la estrecha franja que estaba empapada de orines. Cuando llegamos, las primeras noticias que escuchamos a los prisioneros más antiguos fueron que este campo relativamente pequeño (con una población de 2500 reclusos) ¡no tenía "horno", ni crematorio, ni gas! Lo que significaba que ninguno de nosotros iba a ser un "musulmán", ninguno iba a ir derecho a la cámara de gas, sino que tendría que esperar hasta que se dispusiera lo que se llamaba un "convoy de enfermos" que lo devolvería a Auschwitz. Esta agradable sorpresa nos puso a todos de buen humor. El deseo del viejo vigilante de nuestro barracón en Auschwitz se había cumplido: habíamos llegado lo más rápidamente posible a un campo que -a diferencia de Auschwitz- no tenía "chimenea". Nos reímos y contamos chistes a pesar de las cosas que tuvimos que soportar durante las horas que siguieron.
Cuando nos contaron a los recién llegados resultó que faltaba uno. Así es que hubimos de esperar a la intemperie bajo la lluvia y el viento helado hasta que apareció el prisionero.
Finalmente le encontraron en un barracón, dormido, exhausto por el cansancio. Entonces el pasar lista se convirtió en un desfile de castigo: durante toda la noche y hasta muy entrada la mañana siguiente tuvimos que permanecer de pie a la intemperie, helados y calados hasta los huesos después del esfuerzo que había supuesto el viaje. ¡Y aún así nos sentíamos contentos! En aquel campo no había chimenea y Auschwitz quedaba lejos.
¡Quién fuera un preso común!
Otra vez, vimos a un grupo de convictos que pasaban junto al lugar donde trabajábamos. Y entonces se nos hizo patente y obvia la relatividad del sufrimiento y envidiamos a aquellos prisioneros por su existencia feliz, segura y relativamente bien ordenada; sin duda tendrían la oportunidad de bañarse regularmente, pensamos con tristeza. Seguramente dispondrían de cepillos de dientes, de ropa, de un colchón -uno para cada uno- y mensualmente el correo les traería noticias de lo que sucedía a sus familiares o, al menos, de si estaban vivos o habían muerto. Hacía mucho tiempo que nosotros habíamos perdido todas estas cosas.
¡Y cómo envidiábamos a aquellos de nosotros que tenían la oportunidad de entrar en una fábrica y trabajar en un espacio cubierto, al abrigo de la intemperie! Más o menos todos nosotros deseábamos que nos tocara un poco de suerte relativa. La escala de la fortuna abarcaba muchos más matices. Por ejemplo, en los destacamentos que trabajaban fuera del campo (en uno de los cuales me encontraba yo) había unas cuantas unidades que se consideraban peores que las demás. Se envidiaba al que no tenía que chapotear en la húmeda y fangosa arcilla de un declive escarpado, vaciando los artesones de un pequeño ferrocarril durante doce horas diarias. La mayoría de los accidentes sucedían realizando esta tarea y solían ser fatales.
En otras cuadrillas de trabajo el capataz seguía una tradición, al parecer local, que consistía en propinar golpes a diestro y siniestro, lo cual nos hacía envidiar la suerte relativa de no estar bajo su mando o, todo lo más, de estarlo sólo temporalmente. Una vez y debido a una situación desdichada fui a parar a aquel grupo. Si tras dos horas de trabajo (durante las cuales el capataz se ensañó conmigo especialmente) no nos hubiera interrumpido una alarma aérea, obligándonos a reagruparnos después, creo que hubiera tenido que regresar al campo en alguna de las camillas que trasportaban a los hombres que habían muerto o estaban a punto de morir por la extrema fatiga. Nadie podría imaginar el alivio que en semejante situación puede producir el sonido de la sirena; ni siquiera el boxeador que oye sonar la campana que anuncia el final del asalto salvándose así, en el último instante, de un K.O. seguro.
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