jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora

TRIGÉSIMA ENTREGA

XII
EL PODER DEL CONOCIMIENTO (3)

Una vez más nos vemos, pues, obligados a corregir o a comentar la Escritura y a adaptarla a nuestras concepciones sobre lo “sublime y el deber” que se mantienen dentro de los límites de lo “posible”. Los pescadores y los carpinteros ignorantes tenían acerca de Dios ideas demasiado groseras y demasiado ingenuas; hasta puede decirse que eran demasiado primitivas. Aspiraban al milagro, a un Dios para quien todo fuese posible. Antes de aceptar su verdad hay que hacerla pasar a través de su “posible” y de la ética a él vinculada, es decir, a través de su catarsis. Pero ante todo se trata de desviar la atención del milagro. Ahora bien, sólo el amor puro, absolutamente desinteresado, puede conseguirlo. Ciertamente, es impotente y no puede hacer que un paralítico se levante. Con extraña insistencia, Kierkegaard repite a cada página, como si quisiera machacarlo en la cabeza de sus lectores, que la misericordia es incapaz de hacer nada. Lo repite tan obstinadamente, que acaba por ganar el pleito: el lector pierde completamente de vista el milagro y entonces parece que el pasaje citado en los Hechos de los Apóstoles no proceda de la Escritura, sino de las obras de Epicteto o de los discursos de Sócrates, y que San Pedro tenía la autoridad necesaria para predicar a los hombres, pero en modo alguno el poder de ayudarles. Por encima del príncipe de los apóstoles, lo mismo que por encima del más sabio de los hombres, se levanta la Eternidad inmutable e invencible, tal como la veía ya la sabiduría griega. El Dios de Sócrates es tan impotente ante la Eternidad como el propio Sócrates. Este Dios poseía solamente la virtud y la sabiduría, que se repartía de buena gana con los mortales, como cuadra a un ser perfectamente bueno. Pero el mundo y cuanto en el mundo existe no dependían de él, y no era él quien reinaba en el mundo. He aquí por qué también él había “resignado” y enseñaba la resignación a los hombres, intentando desviar su atención de los milagros que nadie puede realizar e inculcarles el gusto del amor, de la misericordia y de las conversaciones sobre temas elevados, conversaciones de las cuales resulta que la ética es la única cosa necesaria, que sólo ella es estimada en los cielos y debe ser estimada en la tierra. Sócrates “sabía”, en efecto, que el bien supremo se reduce para los hombres a un conjunto de conversaciones edificantes, y ello tanto en este mundo como en el otro, siempre, por lo demás, que el otro mundo sea una realidad y no una quimera de nuestra imaginación. Y también Spinoza establecía su ética sobre esta base: beatitudo non est proemiun virtutis, sed ipsa virtutis (1).

Debemos, pues, preguntarnos ahora: ¿en qué esfera se desarrollaban los pensamientos de Sócrates y de Spinoza? ¿Han comenzado por convencerse de que las fuerzas de los hombres y de los dioses tenían límites infranqueables y, después de haberse convencido de la impotencia en que se debaten todos los seres vivientes, solamente entonces, han intentado buscar el supremo bien en la virtud, tan impotente como ellos? ¿O bien han comenzado a amar la virtud sólo porque poseía un valor en sí y únicamente luego han descubierto que no puede hacer nada por los hombres? En otros términos: ¿es lo imposible el que precedió al deber o es el deber el que precedió a lo imposible? Me parece que la respuesta es indudable. Kierkegaard nos ha confesado que ni lo “posible” ni lo “imposible” se preocupan de nuestras apreciaciones y que ni siquiera el perdón de los pecados puede devolver al hombre la frescura de su juventud. El destino de las virtudes está determinado por el areópago de no se sabe qué fuerzas perfectamente indiferentes a las necesidades humanas. Existe una misteriosa “dialéctica del ser” que se desarrolla de acuerdo con sus preopias leyes (no sólo Hegel, sino también Jacob Boehme, que tenía tendencias místicas, nos habla de la “autogeneración” que absorbe y pulveriza todo lo que existe -vivo o muerto- en el universo). Sólo hay un medio para escapar de su cerco, el mismo medio que Zeus había recomendado a Crisipo: abandonar el mundo de lo finito o de lo “real” para refugiarse en el mundo ideal. El amor, la misericordia y todas las demás virtudes poseen un valor intrínseco que no depende en modo alguno de la forma bajo la cual se desarrollan los acontecimientos del mundo exterior, que no pueden ni quieren cambiar. Aunque todos los hombres y todos los seres vivos perezcan ante su mirada, el amor y la misericordia y todo el cenáculo de virtudes que los rodean no pestañearán. Ninguna inquietud perturbará a un ser que se basta a sí mismo y se satisface a sí mismo.

Notas
1) La bienaventuranza no es la recompensa de la virtud, sino la virtud misma.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+