EL PERRO DE DON RAÚL
Cuando éramos chiquilines, escuchábamos durante tardes enteras, muy atentos y conmovidos, cómo un vecino de Malvín, Don Raúl Borrelli, nos contaba las extraordinarias y terribles experiencias que -como voluntario uruguayo al servicio de la resistencia francesa y en el norte de África- había sufrido en la segunda guerra mundial en la lucha contra el fascismo alemán e italiano. “Sucedió una vez que un compañero de armas me estaba contando, pletórico de vida y pasión, cómo eran los labios y los ojos de su amor parisino, cuando en un instante cayó una bomba en la trinchera y su cabeza voló varios metros para un lado y una de sus piernas se estrelló contra mi casco. Si el hombre puede llegar tan bajo, el perro es más inteligente”. Y efectivamente, Don Raúl, aunque le encantaba sentirse rodeado de niños, ya no creía en el ser humano. Vivía con un perro al que nunca quiso ponerle un nombre porque no hacía ninguna falta en la soledad compartida. En realidad, no estaban tan solos porque el apartamento estaba repleto de libros, su gran pasión, quizás su última esperanza.
En la tarde lluviosa del 8 de octubre de 1964, y cuando ya no éramos tan niños, llegó Charles De Gaulle al Uruguay. Luego de participar en un desfile por 18 de Julio donde se juntaron cien mil personas, y de realizar una ofrenda floral a Artigas con un discurso en español, el presidente francés se dirigió a su embajada y pidió un teléfono. Francia contaba con los datos actualizados de todos aquellos que un día, desde los países más remotos, valoraron más la vida de la humanidad que las suyas propias.
-¿ Raúl Borrelli?, le habla Charles De Gaulle, presidente de La France. Le quería hacer llegar, con mi propia voz emocionada, nuestra invitación para que usted tenga la gentiliza de concurrir a un humilde y sencillo acto de homenaje que estamos organizando en reconocimiento al valor y al arrojo demostrado hace veinte años, cuando usted y decenas de sus compatriotas, y al igual que miles de hombres de otros países del mundo, que también podríamos llamar compatriotas, generosamente se pusieron al servicio de la resistencia francesa que yo dirigía.
Don Raúl estaba tan desequilibrado por los desastres vividos en la guerra, que en lugar de desmayarse siguió la conversación muy tranquilo y de una manera absolutamente natural, mientras acariciaba a su perro, como si De Gaulle lo llamara a toda hora, y creyéndose Churchill, entró de lleno en la política internacional:
-Qué tal, Charles. Si tenemos en cuenta los últimos acontecimientos en Cuba, ¿cuáles crees que serán los próximos pasos de la Unión Soviética?
De Gaulle se cargó de paciencia diplomática, pero por sobre todo, siguió hablando un rato largo en homenaje al profundo respeto que sentía por la biografía del ser humano que estaba al otro lado de la línea: mejor vivir loco por haber participado en una causa universal y solidaria, que vivir cuerdo solo pensando en sí mismo. Y sí, hablaron de política internacional, pero luego don Raúl recordó el pasado como escritor de don Charles y sus propios sueños juveniles de ser un escritor de aventuras, y entonces, ya navegando por entre las verdes olas de la literatura, el presidente se sintió mucho más cómodo sin tener que cargar con la pesadez artificial de la diplomacia. Y navegando por la laguna de Balzac, y luego por el torrente de Virginia Woolf, y un rato después por los ríos selváticos de Julio Verne y Emilio Salgari, finalmente llegaron a buen puerto y allí se quedaron: la mutua y profunda admiración por Dostoyesky, Faulkner y otro escritor que venía despuntando y que De Gaulle había descubierto cuando Marcha llegaba semanalmente a París: un tal Juan Carlos Onetti. Cuando Don Raúl escuchaba los nombres de Dostoyesky, Faulkner y Onetti, se ponía inmediatamente de pie porque era el himno de su esperanza y la música de sus bibliotecas, mientras que el perro, ya familiarizado con esos nombres, movía alegremente la cola.
A los dos días de aquella conversación, vi salir a Don Raúl, con un traje más desplanchado que planchado, hacia el acto de homenaje que se hacía en el Club Uruguay. De Gaulle abrazó llorando a los veintisiete uruguayos sobrevivientes, casi los mismos que habían regresado en 1944, cuando medio Montevideo los fue a recibir al puerto. Él nunca me quiso contar, posteriormente, qué hizo con las cuarenta y ocho horas siguientes sin volver a su departamento, con la medalla de oro colgando, seguramente porque lo realizado en su gira por los boliches montevideanos, intuí, no había tenido el mismo valor histórico que sus hazañas por el Sahara. Pero lo cierto es que cuando apenas abrió la puerta de su casa al volver del homenaje, don Raúl vio que aquello ya no era su casa sino una gran montaña de trozos de hojas de libros y tapas, como una cordillera de los Andes Literarios, las bibliotecas volcadas y el perro avergonzado en un rincón, sabedor de que esta vez había actuado muy mal. La sed, el hambre, el extrañar a don Raúl, habían convertido por unas horas nefastas al perro en un tigre que había clavado sus colmillos en la pulpa de papel de las páginas mejor escritas por el hombre.
Don Raúl se acercó a su perro, le pasó la mano suavemente por el lomo, como perdonándolo, y le dijo, parece que no es sólo el ser humano el único capaz de organizar guerras….
Caminar de puntas de pie por entre ese mar de páginas, para no estropear todo aun más, no era nada fácil y parecía como si Don Raúl danzara sobre el lago de los papeles de Tchaikovski. Pero durante esos viajes interiores -que le llevaban varias horas pese a que el apartamento era muy chico- se encontró con que los únicos libros que no habían sido atacados por el perro, eran los de Dostoyevsky, Faulkner y Onetti. Allí estaban ellos, enteros, impecables, invictos, preparados para dejarse ser leídos otra vez.
En los meses siguientes, don Raúl se tomó el trabajo de juntar todas las miles de hojas sueltas sanas y hacer con ellas un solo libro. Los mandó coser a una fábrica donde hacían colchones y un camión lo llevó luego directamente hasta Tristán Narvaja para venderlo en la feria y pagarse el avión para ir a saludar a su amigo Charles. Pese a que algunas hojas eran más grandes que otras, en general era un libro de medidas normales salvo en su altura, que alcanzaba un metro con sesenta centímetros. Cuando se empezaba a leerlo había que hacerlo de pie, cuando se llegaba a la mitad, más o menos al mes, sentado, y el último tercio acostado. Pero como la numeración de las hojas llevaba cualquier orden y lo más importante, ninguna hoja se correspondía en el argumento con la anterior ni con la siguiente, nunca se había visto un libro que diera tanto trabajo al lector porque le exigía una gran imaginación creadora, y como consecuencia, una participación activa permanente en el devenir de la obra. En efecto, si por ejemplo en una página vieja y amarillenta, Don Quijote se peleaba contra los molinos de viento, en la siguiente, en lugar de aparecer Dulcinea, uno se encontraba con la Ofelia de Shakespeare flotando en un círculo de flores en una hoja de papel cebolla de la Editorial Aguilar. ¿Quería decir esto que Don Quijote estaba enamorado de Ofelia y no de Dulcinea, o bien Ofelia se había caído al agua desde un molino cuando atacó don Quijote? Pero luego, en la tercera página, que llevaba el número 222, ya no era Ofelia la protagonista sino una tal Madame Bovary que hacía el amor inexplicablemente dentro de una carroza, y seguía con una de Neruda pensando vaya a saber en qué Dulcineas, Ofelias o Madames Bovary declamando:
Como sabría amarte, mujer, cómo sabría
amarte, amarte como nadie supo jamás.
Morir y todavía
amarte más,
Y todavía
amarte más
y más
y así sucesivamente se alternaban las flores, las mujeres, el amor, sin ton ni son, tanto si ton ni son que según don Raúl, su obra, elaborada con la ayuda inestimable de su perro, era como la vida misma, imprevisible,sorprendente, de caótica hermosura.
Al poco rato se acercó al puesto de la feria una rubia de lentes tomando mate y empezó a hojear las primeras páginas en puntas de pie. Luego pidió a varios transeúntes que la ayudaran a acostar el libro para hojear el resto. Por curiosidad, y debido al tamaño del libro, se fue juntando gente, tanta que los demás puestos no tenían un cliente. Algunos estaban en cuclillas, otros de pie, algunos subían a sus hijos sobre sus hombros, pero todos leían, todos leían el mismo libro.
Finalmente, don Raúl le preguntó a la rubia qué le parecía el libro.
-¡Magnífico, magnífico! pero veo que faltan Dostoyevski, Faulkner y Onetti. Si no, se lo compraría!!
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