miércoles

SIDDHARTA - HERMAN HESSE



SÉPTIMA ENTREGA


SEGUNDA PARTE

A cada paso del camino aprendía Siddharta cosas nuevas, pues el mundo se encontraba cambiado, y su corazón se solazaba. Veía salir el sol por encima de los montes verdes y lo veía ponerse sobre la lejana playa de palmeras. Por la noche contemplaba las estrellas, ordenadas en el cielo, y la luna creciente flotando en el azul, como una barca. Observaba los árboles, los astros, los animales, las nubes, las lejanas y altas montañas, azules y suaves; los pájaros y las abejas que zumbaban, el viento que soplaba sobre los campos de arroz. Todo ello siempre había existido de mil maneras diferentes y en multitud de colores, siempre había brilIado el sol y la luna; siempre los ríos habían murmurado y las abejas habían zumbado.

Sin embargo, en otros tiempos, todo ello no fue más que un velo pasajero y engañoso para el ojo de Siddharta, que observaba con desconfianza; como penetraba en todo con el pensamiento, y no queriendo destruir lo que no era sustancia, resultó que la sustancia se le colocó más allá de lo visible. Pero ahora, su ojo libre veía más cerca, observaba y comprendía lo que se hallaba ante su vista; buscaba su patria en este mundo, y no en la sustancia; su fin ya no estaba en el más allá. El mundo era bello, si se lo contemplaba con la sencillez de un niño. Hermosas eran la luna y las estrellas, el riachuelo y la orilla, el bosque y la roca, la oveja y el cárabo dorado, la flor y la mariposa. Bello y gozoso era el caminar por este mundo, de manera tan infantil, tan despierta, tan abierta a lo cercano, tan confiada.

El calor del sol sobre la cabeza era diferente, igual que el frescor de la sombra del bosque, el sabor del riachuelo y de la cisterna, de la calabaza y del plátano. Los días eran cortos, y también las noches; cada hora huía con rapidez, como una vela sobre el mar, la de un barco repleto de riquezas, de alegrías. Siddharta veía una familia de monos saltando por las copas de los árboles y escuchaba un canto ávido y salvaje. Siddharta miraba cómo un carnero perseguía a una oveja y cómo luego se juntaron. En el lago cubierto de cañas observó al lucio hambriento cazando de noche; delante de él saltaban en el agua los peces jóvenes, llenos de miedo, y los remolinos que originaba el impetuoso cazador llevaban el hálito imperioso de la fuerza y la pasión.

Todo eso siempre había existido, y él no se había percatado, no había participado del mundo. Ahora sí. Por su ojo pasaba la luz y la sombra, por su corazón circulaban las estrellas y la luna.

Por el camino, Siddharta también recordó todo lo que había vivido en el jardín de Jetavana, la doctrina que había escuchado allí, de labios del divino buda, la despedida de Govinda, la conversación con el majestuoso. Acordóse de nuevo de las propias palabras que había dirigido al majestuoso, de cada frase, comprendió con asombro que había dicho cosas que hasta entonces realmente no sabía. Lo que dijera a Gotama: que el tesoro y el secreto del buda no eran la doctrina, sino lo inexplicable, lo que no podía enseñarse, lo que él había vivido en la hora de su inspiración, esto era precisamente lo que él pensaba vivir ahora, lo que en aquel momento comenzaba a vivir.

Ahora tenía que existir consigo mismo. Incluso antes supo que su propio yo era atman, hecho de la misma sustancia eterna del Brahma. Pero nunca había encontrado ese yo, realmente, porque quería pescarlo con la red del pensamiento.

No obstante, lo más seguro es que el cuerpo no fuera el yo, ni en el juego del sentido tampoco lo era el pensar, ni la inteligencia ni la sabiduría aprendida, ni la enseñanza en el arte de sacar conclusiones y de construir nuevos pensamientos por entre las teorías ya enunciadas. No, también el mundo de los pensamientos se encontraba aún de este lado, y no conducía a ningún fin; se mataba al fugaz yo de los sentidos, y, sin embargo, se alimentaba al fugaz yo de las reflexiones y la sabiduría.

Ambos, los pensamientos como los sentidos, eran cosas hermosas; detrás de ambas se escondía el último sentido; debía escucharse a los dos, se tenía que jugar con ambos, no se debía menospreciar ni atribuir demasiado valor a ninguno de ellos; era necesario escuchar las voces interiores y secretas de ambos.

Tan sólo deseo que la voz no me mande detenerme en otra parte que no sea la que desee la voz, pensaba. ¿Por qué Gotama en la hora de las horas se había sentado bajo aquel árbol donde tuvo la inspiración? Había oído una voz, un grito en su propio corazón que le ordenaba descansar debajo de aquel árbol; y Gotama no había preferido la mortificación, ni el sacrificio, ni el baño, ni la oración, ni la comida ni la bebida, ni el sueño, sino que había obedecido a la voz. Obedecer así, no era doblegarse a una orden exterior, sino sólo a la voz interior; estar tan dispuesto era lo mejor, lo necesario, lo más conveniente.

Durante la noche, cuando dormía en la choza de paja de un barquero, junto al río, Siddharta tuvo un sueño: Govinda estaba delante de él con su vestidura amarilla de asceta. Govinda tenía un aspecto triste y con melancolía le preguntaba: «¿Por qué me has abandonado?» Entonces Siddharta abrazó a Govinda, lo tomó entre sus brazos, lo estrechó contra su pecho y lo besó... ya no era Govinda, sino una mujer, y del vestido le salía un seno turgente. Tendíase Siddharta, y bebía. La leche de ese pecho sabía dulce y fuerte. Su sabor era de mujer y de hombre, de sol y de bosque, de flor y de animal, de todas las frutas y todos los placeres; embriagaba y hacía perder el sentido.

Cuando Siddharta despertó, el río pálido brillaba a través de la puerta de la choza, y en el bosque se oía grave y sonoro el grito sombrío de un búho.

Al amanecer, Siddharta rogó a su anfitrión, el barquero, que le llevara al otro lado del río. El barquero le trasladó en su balsa de bambú. El agua ancha resplandecía con el color cobrizo del crepúsculo matutino.

-Este es, en verdad, un hermoso río -dijo a su acompañante.

-Sí -respondió el barquero-; es un río espléndido. Es lo que más quiero. A menudo le he escuchado, me he mirado en sus ojos, y siempre he aprendido algo nuevo de él. Se puede aprender mucho de un río.

-Te doy las gracias, mi bienhechor -exclamó Siddharta, cuando saltó a la otra orilla-. No tengo ningún regalo para darte, amigo, ni puedo pagarte. Soy un vagabundo, un hijo de un brahmán y un samana.

-Ya me di cuenta de ello -contestó el barquero-. Y no esperaba de ti sueldo ni regalo. Me harás el obsequio en otra ocasión. ¿Así lo crees? -preguntó alegre Siddharta.

-Desde luego. También eso lo he aprendido del río: ¡todo vuelve! Tú también volverás, samana. Ahora, ¡adiós! Que tu amistad sea mi paga. ¡Que pienses en mí, cuando sacrifiques ante los dioses!

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