TERCERA ENTREGA
Las sospechas que apunta Lezama sobre la fidelidad de la traducción del Popol Vuh (a la que más adelante atribuirá también influencias griegas y orientales, por vía de los jesuitas), en 1957 ya constituían una verdadera «cuestión homérica» entre los estudiosos, pero a él le sirven para reforzar su idea de que esos «complejos terribles del americano» surgen de haber asumido unos orígenes apócrifos, en los que se le ofrece una imagen distorsionada. En ellos el alimento cultural es impuesto, el dictum, inexorable, y también se impone la idea de una condición americana que sólo contempla una posibilidad: repetir las mismas formas porque ha recibido los ingredientes que las componen, «el hombre será igual que sus comidas ». Ya desde el Popol Vuh «la expresividad surge como una lenta concesión temerosa, que en cualquier momento puede ser rebanada con impiedad» (pág. 67).
Por eso el mismo texto del ensayo intenta conjurar ambos complejos subrayando la dimensión verdadera que, según Lezama, hemos de atribuir a la narración maya quiche: «un fondo de rebeldía contra la maldición, unos dioses dispuestos a traicionar a los dioses en favor de los mortales» (pág. 70). Porque los héroes culturales prehispánicos Hunahpú e Ixbalanqué son para él dioses del mismo linaje que Prometeo. Con una de esas piruetas intelectuales tan frecuentes en su pensamiento, Lezama logra vincular sucesivos recortes del Popol Vuh que narran la ingeniosa victoria de los gemelos sobre los señores del Xibalbá (8), con el relato mítico del origen del fuego en las tribus jíbaras del Ecuador:
En la leyenda Tacquea sobre el origen del fuego en algunas tribus ecuatorianas, Tacquea mantiene la puerta entreabierta, para impedir que los hombres metamorfoseados en aves le robaran el fuego. La puerta entreabierta, presionada cada vez que llegaba uno de los robadores, oprimía su cuerpo, hasta que llegó el colibrí y logra burlar las astucias de Tacquea (...) Se moja las alas para burlar la puerta entreabierta, cuchilla para los robadores del fuego. Tiritando de frío, conmueve a la mujer de Tacquea, quien lo entra en la casa para calentarlo. Por su centelleante brevedad, que le impedía llevarse un tizón de fuego, pasea las plumas de su cola por las llamas, de donde vuela al makuna o árbol de corteza muy seca, de ahí salta y se irisa por los tejados, exclamando «¡Aquí tenéis el fuego! Tomadlo pronto y llevadlo todos»
(págs. 69 y 70).
La conclusión en oblicuo de Lezama: en América, incluso «al gracioso colibrí lo vemos en el role de la gigantomaquia prometeica» (pág. 69).
En otra de sus grandes secuencias, la fábula lezamiana nos lleva al siglo XIX, que fue su siglo preferido, entre otras razones, porque lo consideraba un «periodo de integración» de la conciencia americana (por oposición al XX, en su opinión «desintegrador», al menos en su primera mitad). De él surge otra figura arquetípica, el Rebelde Romántico, encarnado sucesivamente por fray Servando Teresa de Mier, Simón Rodríguez y Francisco de Miranda, los tres trotamundos, conspiradores de la Independencia, cuyos azarosos destinos Lezama hace culminar en la imagen que reserva para José Martí como «plenitud» de las que considera las tres «coordenadas del hecho americano»: el sufrimiento y el destierro, la conciencia de autoctonía y el impulso utópico, «la tierra prometida» (cfr. págs. 128-131).
La figura que elige Lezama como símbolo de esa rebelión romántica es, no obstante su devoción por Martí, la de ese «curita juvenil afiebrado, muy frecuente en la exaltación y el párrafo numeroso, dado a tesis heresiarcas» (pág. 110). Es Fray Servando Teresa de Mier. El singular retrato que Lezama elabora de Fray Servando se inspira en el texto de sus agitadas Memorias, que tematizan sobre todo la persecución y la huida, pero su interés se centra en el valor de la figura del fraile como ejemplo intelectual.
Comienza su retrato recordando el inicio del ciclo de las persecuciones sufridas por Fray Servando, el 12 de diciembre de 1794, cuando pronunció su heterodoxo sermón sobre la prédica del Evangelio en América por Santo Tomás -«una herejía sin herejía»- en presencia de una multitud presidida por el Virrey y por el Arzobispo de México. Veamos cómo lo cuenta Lezama:
Para oír al joven ha acudido hasta el Virrey, pues la festividad es de rango mayor: se trata de predicar en unas fiestas guadalupanas. Y el tonsurado, el que causa tal revuelo verbal, se ha lanzado, según el arzobispo, en peligrosas temeridades. Afirmaba el predicador que la imagen pintada de la guadalupana estaba en la capa de Santo Tomás, y no en la del indio Juan Diego. El pueblo se mostraba en ricas albiricias, en júbilo indisimulable; el arzobispo cambiaba posturas y se mordía labios, y el virrey lanzaba a vuelo prudencial su mirada ante la alegría desatada del pueblo y la cólera atada y reconcentrada del arzobispo... (págs. 110-111)
La anécdota es conocida: En su famoso sermón de homenaje a la Virgen de Guadalupe, Fray Servando aseguraba poder confirmar la antigua hipótesis de la evangelización de América por Santo Tomás, siglos antes de la conquista española, bajo el nombre de Quetzalcoatl. Y, en la misma línea, trataba de identificar a la Virgen de Guadalupe con la divinidad azteca Tonantzín. Por supuesto, Fray Servando fue procesado, el Arzobispo lo desterró por un período de diez años, que finalmente fueron veinte, y al ostracismo se sumaron la perpetua inhabilitación para enseñar, predicar o confesar, y la privación de su título de Doctor en Teología.
La «imaginación retrospectiva» de Lezama focaliza precisamente esos «discursos de teología fantástica -dice-, bajo los cuales ardía, mal disimulado, el fuego de la rebelión nacional», porque la imagen de Fray Servando que se propone construir se dirige a orientar la función del intelectual en el marco de los debates por la construcción de la nación:
¿Qué se agitaba en el fondo de aquellas teologales controversias? Fray Servando, al pintar la imagen guadalupana en el manto de Santo Tomás, de acuerdo con la legendaria prédica de los Evangelios que éste había hecho, desvalorizaba la influencia española sobre el indio por medio de espíritu evangélico. Y el arzobispo, oliscón de la gravedad de la hereje interpretación, le salía al paso, lo enrejaba y vigilaba, sabiendo el peligro de aquella prédica y sus intenciones (...) Al fin, la querella entre el arzobispo frenético y el cura rebelde va a encontrar su forma raóné, se arraiga en el separatismo (...) Rodando por los calabozos, Fray Servando al fin encuentra en la proclamación de la independencia de su país la plenitud de su rebeldía, la forma que su madurez necesitaba para que su vida alcanzara el sentido de su proyección histórica (pág. 111).
En efecto, Fray Servando había llevado a cabo «una de esas traslaciones de conceptos que son tan frecuentes en la génesis de las ideas nacionales», en su caso, cuestionando uno de los títulos más fuertes de los españoles para la posesión de las colonias: la predicación del Evangelio. Eliminado ese mérito, su señorío no tenía razón de ser en América. Lo que realizaba era una operación teológicopolítica sobre tradiciones ya existentes: sin negar el cristianismo, negaba el derecho a la dominación colonial, con lo que convertía uno de los puntos fuertes del poder español -la comunidad religiosa- en una razón más para la emancipación de las colonias. Como explica Lezama: «Primera señal americana: ha convertido, como en la lección de los griegos, al enemigo en auxiliar». Más aún: «Si el arzobispo frenetizado lo persigue, logra con su cadeneta de calabozos anclarse en la totalidad de la independencia americana» (pág. 112).
Las peripecias del fraile mexicano se inscriben, como recuerda el texto, en una situación de «crisis de la imagen», a caballo entre la del viejo orden colonial y la de la América independentista, o, en palabras de Lezama, «a horcajadas en la frontera del butacón barroco y del destierro romántico»: «Fray Servando, bajo apariencia teologal, sentía como americano y, en el paso del señor barroco al desterrado romántico, se veía obligado a desplazarse por el primer escenario del americano en rebeldía » (pág. 111).
En ese proceso, los hombres como Teresa de Mier se fueron convirtiendo en poderosos (y peligrosos) constructores de saber. Lezama reconoce con agudeza que la identidad y la misma idea de nación son construcciones, «artefactos culturales», y a través del ejemplo de Fray Servando, reivindica como función del intelectual esa capacidad que atribuye al fraile -y que su texto persigue- de congregar, de propiciar modulaciones de un imaginario en el que la comunidad se reconozca; en suma, esa capacidad de ser constructor de saberes:
La proyección de futuridad de Fray Servando es tan ecuánime y perfecta que, cuando ganamos su vida con sentido retrospectivo, parece como lector de destinos, arúspice de lo mejor de cada momento. Creador, en medio de la tradición que desfallece, se obliga a la síntesis de ruptura y secularidad, apartarse de la tradición que se extingue para rehallar la tradición que se expande, juega y recorre destinos (...) Fue el primer escapado, con la necesaria fuerza para llegar al final que todo lo aclara, del señorío barroco, del señor que transcurre en voluptuoso diálogo con el paisaje. Fue el perseguido que hace de la persecución un modo de integrarse (...), el primero que se decide a ser perseguido porque ha intuido que otro paisaje naciente viene en su búsqueda (págs. 112-113 y 116).
En otro momento similar de «crisis de la imagen» -el de la Cuba de 1957 en que se escribe el texto-, cuando era visible ya ese nuevo desplazamiento de un orden social por otro orden, el que impondría la Revolución desde 1959, tal vez Lezama, por detrás de esa imagen de intelectual representativo en que convierte a Fray Servando, va insinuando también la compleja construcción cultural que él mismo desea realizar. Porque, aunque como he dicho antes, en La expresión americana no hay referencias directas a ese conflicto inminente ni a las inquietudes intelectuales que ya despertaba, la inclusión privilegiada en la fábula del heterodoxo Fray Servando sí parece deslizar alguna insinuación. Una apunta hacia ese casi inapresable momento en el que el autor se identifica con el personaje, ambos en el confuso intervalo entre dos mundos, ambos empeñados en reescribir la Historia y ambos voluntariamente adscritos a ese proceso de construcción de un saber en el que cuestiones históricas, ideológicas y culturales –como las que reactivó el sermón de Fray Servando- vayan modulando un nuevo imaginario en el que la comunidad se reconozca y se legitime. Y la otra permite intuir que en los valores que el texto reconoce en Fray Servando (su pasión por la justicia, la denuncia del despotismo y de la corrupción, la mirada desprejuiciada del americano que invierte tradiciones consagradas, que levanta su voz contra la hegemonía del colonizador), Lezama encontraba un modelo vigente para que la Cuba de su tiempo, enredada aún en los combates por la apropiación de los espacios culturales y los democráticos, hiciera frente a las amenazas de la tiranía y de la subordinación a un nuevo poder colonial.
Las diferencias entre los Héroes Cosmogónicos y ese Rebelde Romántico derivan de las variantes de época, pero no ocultan la constante que atraviesa toda la fábula lezamiana sobre el universo cultural americano: todos esos héroes son artífices de hazañas y depositarios de un tipo de imaginación que podemos llamar prometeicas, y los epítetos de Lezama al respecto (fáustico, sulfúreo, plutónico, incluso prometeico explícitamente) prueban esa intención de tejer la imago del hombre americano arquetípico con una red de imágenes que subrayan la astucia, la curiosidad, la rebeldía, la libertad y la apetencia, virtudes que adornan también al Prometeo griego: el que busca el conocimiento, inaugurando su vinculación con el placer. Tras esos robadores del fuego que son sus personajes mitológicos e históricos preferidos, es inevitable reconocer al propio Lezama y la marca de su ejercicio como escritor, que el mismo Julio Cortázar definiera alguna vez como «un fuego robado a los dioses, donde lo americano irrumpe sin complejos de inferioridad» (9).
Y es interesante señalar que, desprovisto de la solemnidad interpretativa de los ideólogos del americanismo «clásico», Lezama dibuja ése su Prometeo-americano paradigmático con trazos de irreverente, rebelde y devorador; un ser en el que predominan el deseo de conocimiento y la libertad absoluta de ese conocer. Es normal que, con ese perfil, la expresión que mejor le cuadre sea la expresión barroca, de ahí que el Señor Barroco, «el primer americano que va surgiendo dominador de sus caudales», protagonista del capítulo «La curiosidad barroca» (quizá la parte más conocida de La expresión americana), sea quien ocupe plenamente el «paisaje-cultura» de América y figure en la fábula lezamiana como el auténtico comienzo del «hecho americano»:
Ese americano Señor barroco, auténtico primer instalado en lo nuestro (...), aparece cuando ya se han alejado el tumulto de la conquista y la parcelación del paisaje del colonizador. Es el hombre instalado en un paisaje que ya le pertenece, que viene al mirador, que se sacude lentamente la arenisca frente al espejo devorador, que se instala cerca de la cascada lunar que se construye en el sueño de propia pertenencia (...) Y, ya sentado en la cóncava butaca del oidor, ve el devenir de los sans culotte en oleadas lentas, grises, verídicas y eternas (págs. 81-82).
Como ya es sabido, la compleja «lectura cultural» que hace Lezama de lo barroco lo adopta como «esencia» de lo hispanoamericano, asumiendo un doble significado del fenómeno que lo hace particularmente significativo para el establecimiento de las bases de una autoconciencia cultural e histórica ya en pleno período colonial: Lezama revaloriza el Barroco «histórico», el del siglo XVII, como un momento crucial en la historia de la cultura hispanoamericana, en el que lo recibido -el estilo artístico- coincidía con lo autóctono; es decir, con la exuberancia «barroca» de la naturaleza americana, con el carácter «barroco» del sustrato artístico indígena, afecto a la complejidad, al lujo ornamental, a lo emblemático, a lo ritual, y, además, con el «barroquismo» correspondiente a una sociedad nueva, hecha de superposiciones, mezclas y asimilaciones de razas y culturas (esto es: transculturada). Así, por una parte, la expresión barroca vendría a colmar las necesidades expresivas de un mundo que era, per se, barroco; y, por esa misma razón, la «rebelión formal» que suponía el Barroco frente al Clasicismo renacentista abría cauces para otra rebelión latente: la del creciente sentimento nacionalista criollo -lo que él llama «el sueño de propia pertenencia»-; de ahí el sentido «revolucionario» que su lectura atribuye a la estética barroca: el de ser, en América, un arte de la Contraconquista que invirtió el espíritu conservador del arte de la Contrarreforma y le dio al Barroco de Indias un impulso rebelde y una proyección renovada, que fácilmente se dejará impregnar por el pensamiento de la Ilustración.
Los mejores ejemplos de esto último son para Lezama Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora, pero, además, con ese «comienzo de lo hispanoamericano» fijado en el siglo XVII, el ensayo escapa tanto de cualquier indigenismo nostálgico de un universo sumergido bajo el impacto de la colonización (10), como de la historiografía de corte nacionalista que lo fijaba en el Romanticismo, con los procesos de independencia, sin resbalar, sin embargo, hacia ningún hispanismo regresivo, al contrario: su revisión crítica del Barroco -que también esbozaba en textos publicados desde diez años antes- justifica su primacía precisamente con la atribución de ese sentido revolucionario del barroco como arte de la Contraconquista; o sea, de apropiación y metamorfosis del barroco europeo/español para formar un nuevo orden cultural, algo que el texto de La expresión americana personifica también, esta vez en dos legendarios artistas populares: el peruano Indio Kondori y el mulato brasileño Aleijadinho, con las dos grandes síntesis artísticas que simbolizan, la hispano-indígena y la hispano-africana (cfr. págs. 103-106).
Y esa fábula de un «renacimiento» americano en el Barroco se completa con otra imaginativa innovación crítica, pionera entonces: la proyección del barroco colonial hacia la época contemporánea. Lezama inventa un banquete cultural que comienza en el siglo XVII con el colombiano Domínguez Camargo aportando las servilletas y culmina en el siglo XX con otro origenista, Cintio Vitier (proponerse a sí mismo quizá le pareció excesivo), ofreciendo el tabaco y el café como broche final de ese banquete {cfr. págs.90-94).
Como se ha señalado ya", La expresión americana formula, así, por alegoría, la continuidad estética del Barroco -visto ya como un «neobarroco» en ese sentido de contraconquista-, su vigencia y sus proyecciones sobre la época contemporánea, propuesta que en los años sesenta y setenta tendría proyección internacional a través de la obra de Alejo Carpentier y Severo Sarduy.
En fin, son muchas las aportaciones de Lezama en ese ensayo magnífico y creo que imprescindible para entender la reflexión hispanoamericana contemporánea sobre la cultura, pero, a modo de recapitulación final, subrayaré las que creo más claras tras nuestro repaso por esa ficción histórica que recoge la herencia del mejor americanismo anterior y avanza algunas de las líneas de sus desarrollos posteriores. En el plano de la 'historia' o del contenido, la fábula lezamiana aporta y fija algunas de las categorías que todavía hoy la crítica utiliza comúnmente para intentar una definición de lo hispanoamericano o de los «paradigmas de su expresión»: por supuesto, la imaginación (ésa que no es la loca de la casa) como principio fundamental; la tensión, el plutonismo y la hibridación de lo barroco; la rebeldía y el utopismo de estirpe romántica; el telurismo de ese paisaje-cultura del que hablaba Lezama, y hasta ese signo prometeico que le atribuye, de reconquista y apropiación de una tradición que le pertenece por entero. Y en el plano del 'discurso' o de las estrategias textuales, la propuesta de la alegoría como recurso fundamental, como instrumento privilegiado para ofrecer nuevas versiones literarias de personajes o acontecimientos consagrados como históricos, y como relectura ficcional y alternativa para la comprensión del pasado; en suma, la alegoría como ese vuelco considerable en los modos de ficcionalizar la memoria colectiva que hoy sigue renovando las letras hispanoamericanas en la poesía, en el ensayo y sobre todo en lo que se ha llamado «la nueva narrativa histórica» triunfante en los últimos años, que, con las lógicas variantes formales, recuerda mucho a esa «imaginación retrospectiva» y a esas maneras lezamianas de recuperar, reinventar, resemantizar o cuestionar fragmentos de los imaginarios ancestrales, legitimando la imaginación como vía de acercamiento a una comprensión más fecunda del pasado.
Notas
8) El ensayo recrea libremente la «astuta maniobra que hubiera sido cara a Ulises» por la que, disfrazados
de mendigos, los gemelos resucitados de las muertes anteriores bailan, cantan y practican magias, como resucitar animales. El alucinante espectáculo gusta tanto a los señores de Xibalbá que éstos les piden ser
quemados en una hoguera y luego ser resucitados. Los héroes hacen sólo lo primero, con lo que exterminan las fuerzas del mal, pronuncian sus verdaderos nombres, dictan las nuevas leyes, regresan a la casa materna y se convierten en luna y sol. «Sólo un acto de magia hecho por juglares primitivos -concluye Lezama- logra destruir a los señores del Xibalbá».
9) Cfr. Julio Cortázar, «Para llegar a Lezama Lima» (1966), en La vuelta al día en ochenta mundos, Madrid, Debate, 1991, págs. 189-201.
10) Recordemos que, si los mayas aparecían allí, Lezama toma la precaución de registrar que los mitemas del Popol Vuh son sospechosos de interpolaciones que los habrían adaptado a los mitos de Occidente, preparando «la arribada de los nuevos dioses».
11) Véase Carmen Bustillo, Barroco y América Latina: un itinerario inconcluso, Caracas, Monte Ávila Editores, 1988, págs. 81-115.
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