martes

PLATÓN - APOLOGÍA DE SÓCRATES


SEGUNDA ENTREGA

PRIMERA PARTE (2)

EL TESTIMONIO DEL DIOS DE DELFOS

Atenienses, no arméis barullo porque parezca que me estoy dando autobombo. No voy a contaros valoraciones sobre mí mismo, sino que os voy a remitir a las palabras de alguien que merece vuestra total confianza y que versan precisamente sobre mi sabiduría, si es que poseo alguna, y cuál sea su índole. Os voy a presentar el testimonio del propio dios de Delfos. Conocéis sin duda a Querefonte, amigo mío desde la juventud, compañero de muchos de los presentes, hombre democrático. Con vosotros compartió el destierro y con vosotros regresó. Bien conocéis con qué entusiasmo y tozudez emprendía sus empresas.

Pues bien, en una ocasión, mirad a lo que se atrevió: fue a Delfos a hacer una especial consulta al oráculo, y os vuelvo a pedir calma, ¡oh, atenienses! y que no me alborotéis. Le preguntó al oráculo si había en el mundo alguien más sabio que yo. Y la pitonisa respondió que no había otro superior. Toda esta historia la puede avalar el hermano de Querefonte, aquí presente, pues sabéis que él ya murió.
Veamos con qué propósito os traigo a relación estos hechos: mostraros de dónde arrancan las calumnias que han caído sobre mí.

Cuando fui conocedor de esta opinión del oráculo sobre mí, empecé a reflexionar: ¿Qué quiere decir realmente el dios? ¿Qué significa este enigma? Porque yo sé muy bien que sabio no soy. ¿A qué viene, pues, el proclamar que lo soy? Y que él no miente, no sólo es cierto, sino que incluso ni las leyes del cielo se lo permitirían.

LA IGNORANCIA DE LOS POLÍTICOS

Durante mucho tiempo me preocupé por saber cuáles eran sus intenciones y qué quería decir en verdad. Más tarde y con mucho desagrado me dediqué a descifrarlo de la siguiente manera. Anduve mucho tiempo pensativo y al fin entré en casa de uno de nuestros conciudadanos que todos tenemos por sabio, convencido de que éste era el mejor lugar para dejar esclarecido el vaticinio, pues pensé: "Éste es más sabio que yo y tú decías que yo lo era más que todos".

No me exijáis que diga su nombre; baste con decir que se trataba de un renombrado político. Y al examinarlo, ved ahí lo que experimenté: tuve la primera impresión de que parecía mucho más sabio que otros y que, sobre todo, él se lo tenía creído, pero que en realidad no lo era. Intenté hacerle ver que no poseía la sabiduría que él presumía tener. Con ello, no sólo me gané su inquina, sino también la de sus amigos.

Y partí, diciéndome para mis cabales: ninguno de los dos sabemos nada, pero yo soy el más sabio, porque yo, por lo menos, lo reconozco. Así que pienso que en este pequeño punto, justamente, sí que soy mucho más sabio que él: que lo que no sé, tampoco presumo de saberlo.
Y de allí pase a saludar a otro de los que gozaban aún de mayor fama que el anterior y llegué a la misma conclusión. Y también me malquisté con él y con sus conocidos.

Pero no desistí. Fui entrevistando uno tras otro, consciente de que sólo me acarrearía nuevas enemistades, pero me sentía obligado a llegar hasta el fondo para no dejar sin esclarecer el mensaje del dios. Debía llamar a todas las puertas de los que se llamaban sabios con tal de descifrar las incógnitas del oráculo.

Y ¡voto al perro! -y juro porque estoy empezando a sacar a la luz la verdad- que ésta fue la única conclusión: los que eran reputados o se consideraban a sí mismos como los más sabios, fue a los encontré más carentes de sabiduría, mientras que otros que pasaban por inferiores, los superaban.
Permitid que os relate cómo fue aquella mi peregrinación, que, cual emulación de los trabajos de Hércules, llevé a cabo para asegurarme de que el oráculo era irrefutable.

LA IGNORANCIA DE LOS POETAS

Tras los políticos, acosé a los poetas; me entrevisté con todos: con lo que escriben poemas, con los que componen ditirambos o practican cualquier género literario, con la persuasión de que aquí sí me encontraría totalmente superado por ser yo muchísimo más ignorante que uno cualquiera de ellos. Así, pues, escogiendo las que me parecieron sus mejores obras, les iba preguntando qué querían decir. Intentaba descifrar el oráculo y, al mismo tiempo, ir aprendiendo algo de ellos.

Pues sí, ciudadanos, me da vergüenza deciros la verdad, pero hay que decirla: cualquiera de los allí presentes se hubiera explicado mucho mejor sobre ellos que sus mismos autores. Pues pronto descubrí que la obra de los poetas no es fruto de la sabiduría, sino de ciertas dotes naturales, y que escriben bajo inspiración, como les pasa a los profetas y adivinos, que pronuncian frases inteligentes y bellas, pero nada es fruto de su inteligencia y muchas veces lanzan mensajes sin darse cuenta de lo que están diciendo. Algo parecido opino que ocurre en el espíritu de los poetas. Sin embargo, me percaté de que los poetas, a causa de este don de las musas, se creen los más sabios de los hombres y no sólo en estas cosas, sino en todas las demás, pero que, en realidad, no lo eran.

Y me alejé de allí, convencido de que también estaba por encima de ellos, lo mismo que ya antes había superado a los políticos.

LA IGNORANCIA DE LOS ARTESANOS

Para terminar, me fui en busca de los artesanos, plenamente convencido de que yo no sabía nada y que en éstos encontraría muchos y útiles conocimientos. Y ciertamente que no me equivoqué: ellos entendían en cosas que yo desconocía, por tanto, en este aspecto, eran mucho más expertos que yo, sin duda.

Pero pronto descubrí que los artesanos adolecían del mismo defecto que los poetas: por el hecho de que dominaban bien una técnica y realizaban bien un oficio, cada uno de ellos se creía entendido no sólo en esto, sino en el resto de las profesiones, aunque se tratara de cosas muy complicadas. Y esta petulancia, en mi opinión, echaba a perder todo lo que sabían.

Estaba hecho un lío, porque intentando interpretar el oráculo, me preguntaba a mí mismo si debía juzgarme tal como me veía - ni sabio de su sabiduría, ni ignorante de su ignorancia - o tener las dos cosas que ellos poseían.

Y me respondí a mí mismo y al oráculo, que me salía mucho más a cuenta permanecer tal cual soy.

LA VERDAD DEL ORÁCULO

En fin, oh atenienses, como resultado de esta encuesta, por un lado, me he granjeado muchos enemigos y odios profundos y enconados como los haya, que han sido causa de esta aureola de sabio con que me han adornado y que han encendido tantas calumnias. En efecto, quienes asisten accidentalmente a alguna de mis tertulias se imaginan quizá que yo presumo de ser sabio en aquellas cuestiones en que someto a examen a los otros, pero, en realidad, sólo el dios es sabio, y lo que quiere decir el oráculo es sólo que la sabiduría humana poco o nada vale ante su sabiduría. Y si me ha puesto a mí como modelo es porque se ha servido de mi nombre como para poner un ejemplo, como si dijera: Entre vosotros es el más sabio, ¡oh hombres!, aquél que como Sócrates ha caído en la cuenta de que en verdad su sabiduría no es nada.

Por eso, sencillamente, voy de acá para allá, investigando en todos los que me parecen sabios, siguiendo la indicación del dios, para ver si encuentro una satisfacción a su enigma, ya sean ciudadanos atenienses o extranjeros. Y cuando descubro que no lo son, contribuyo con ello a ser instrumento del dios.

Ocupado en tal menester, da la impresión de que me he dedicado a vagar y que he dilapidado mi tiempo, descuidando los asuntos de la ciudad, e incluso los de mi familia, viviendo en la más absoluta pobreza por preferir ocuparme del dios.

LOS DISCÍPULOS

Por otra parte, ha surgido un grupo de jóvenes que me siguen espontáneamente, porque disponen de más tiempo libre, por preceder de familias acomodadas, disfrutando al ver cómo someto a interrogatorios a mis interlocutores, y que en más de una ocasión se han puesto ellos mismos a imitarme examinando a las gentes. Y es cierto que han encontrado a un buen grupo de personas que se pavonean de saber mucho pero que, en realidad, poco o nada saben. Y en consecuencia, los ciudadanos examinados y desembaucados por éstos se encoraginan contra mí - y no contra sí mismos, que sería lo más lógico-, y de aquí nace el rumor de que corre por ahí un cierto personaje llamado Sócrates, de lo más siniestro y malvado, corruptor de la juventud de nuestra ciudad.

Cuando alguien les pregunta qué enseño en realidad, no saben qué responder, pero para no hacer el ridículo echan mano de los tópicos sobre los nuevos filósofos: "que investigan lo que hay sobre el cielo y bajo la tierra, que no creen en los dioses y que saben hostigar para hacer más fuerte los argumentos más débiles". Todo ello, antes que decir la verdad, que es una y muy clara: que tienen un barniz de saber, pero que en realidad no saben nada de nada. Y como, en mi opinión, son gente susceptible y quisquillosa, amén de numerosa, que cuando hablan de mí se apasionan y acaloran, os tienen los oídos llenos de calumnias graves -durante largo tiempo alimentadas.

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