PRIMERA ENTREGA
El hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo a lo profano.
Para denominar el acto de estas manifestaciones de lo sagrado se ha propuesto el término de hierofanía, es decir, algo sagrado se nos muestra.
Toda hierofanía constituye una paradoja: al manifestar lo sagrado, un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser lo mismo.
Para aquellos que tienen una experiencia religiosa, la Naturaleza en su totalidad es susceptible de resolverse como sacralidad cósmica. El Cosmos en su totalidad puede convertirse en una hierofanía.
La oposición sacro-profano se traduce a menudo como una oposición entre lo real e irreal.
Lo sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de estar en el mundo, dos situaciones existenciales asumidas por el hombre a lo largo de su historia.
Los modos de ser sagrado y profano dependen de las diferentes posiciones que el hombre ha conquistado en el Cosmos.
Para el hombre religioso el espacio no es homogéneo. Esta ausencia de homogeneidad espacial se traduce en la experiencia de una oposición entre el espacio sagrado, el único que es real, que existe realmente, y todo el resto, la extensión informe que lo rodea.
La manifestación de lo sagrado fundamenta antológicamente el Mundo, y la hierofanía revela un punto fijo absoluto, un Centro. El descubrimiento o proyección de un punto fijo -el Centro- equivale a la Creación del Mundo.
Por el contrario, para la experiencia profana, el espacio es homogéneo y neutro.
Lo sagrado es lo real por excelencia, y a la vez potencia, eficacia, fuente de vida y de fecundidad.
El deseo del hombre religioso de vivir en lo sagrado equivale, de hecho, a su afán de situarse en la realidad objetiva, de vivir en un mundo real y eficiente y no en una ilusión. Tal comportamiento se evidencia sobre todo en el deseo del hombre religioso de moverse en un mundo santificado, es decir, en un espacio sagrado.
El ritual por el cual construye un espacio sagrado es eficiente en la medida que reproduce la obra de los dioses.
Lo que caracteriza a las sociedades tradicionales es la oposición que tácitamente establecen entre su territorio habitado y el espacio desconocido e indeterminado que les circunda: el primero es el Mundo, nuestro mundo. De un lado se tiene un Cosmos, del otro un Caos. Pero si todo territorio es un Cosmos, lo es por haber sido consagrado previamente.
Nuestro Mundo es un universo en cuyo interior se ha manifestado ya lo sagrado y en el que, por consiguiente, se ha hecho posible y repetible la ruptura de niveles.
La consagración de un territorio equivale a su cosmización, y toda creación tiene un modelo ejemplar: la Creación del Universo por los dioses. Así pues, la cosmización de territorios desconocidos es siempre una consagración: al organizar un espacio, se retira la obra ejemplar de los dioses.
La íntima relación entre cosmización y consagración está ya atestiguada en los niveles elementales de cultura.
Instalarse en un territorio viene a ser en última instancia, el consagrarlo.
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