martes

LA INDECENTE NOCHE DE YEMANJÁ - HUGO GIOVANETTI VIOLA


1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012

DECIMOCTAVA ENTREGA

CINCO: LA PAGA DEL SAMURAI (1)

EL DÍA de los Muertos mis padres salieron muy temprano con don Felicio: mamá le llevó flores a media parentela. Yo prometí quedarme adentro hasta que volvieran, pero mi abuelo estaba arreglando el gallinero y aproveché para apostarme en la hamaca a vigilar la casilla del Chueco. No descubro el menor movimiento. Cuando el sol se cuela en el jardín por el lado del patio siento que la desgracia y la muerte flotan como una seda serenísima. (Y demoraré años en asistir a la repetición de la fe que me envolvió y me defendió ese día.)

El Pata apareció corriendo con la pelota abajo del brazo: se mordía la trompa ahuevando los ojos igual que las matronas en los velorios. No quise hacerle el juego preguntándole qué había visto. Caminé delante de su jadeo hacia Palmas y Ombúes, y doblé en dirección a la bodega abandonada. El Papalote estaba viviendo allí desde el sábado, autorizado por el cantinero del club. Silvio ya se quedaba en el Marítimo todos los fines de semana a ayudar al Gallego, desde mediados de octubre.

Hay un pequeño grupo de vecinos reunidos nerviosamente en la vereda. Pero no apuro el paso. Y al llegar a la bodega me escurro para ver titilar el ojo tuerto del Lobo, derrumbado sobre un charco de sangre. “Vayan a jugar, chiquilines” dice el padre del Pata: “No miren”. Entonces corrí a despertar a Silvio y al Gallego, que salieron descalzos y abrochándose la ropa. “Coño” dijo el muchacho, agachado junto al duro resplandor del cadáver: “Te mataron, hermano”. “Y del modo más ruin” agregó el cantinero, palpándose la barriga: “Con vidrio molido. El mundo se está poniendo más triste que mi aldea, camarada”. “Pero hay que reconocer que el animal es un peligro público” se atrevió a retrucar un viejo: “No dejaba pasar a nadie por la puerta de la bodega. Y dicen que ayer de tarde armó un escándalo vergonzoso, en el rancho del Chueco”.

Silvio y el Gallego no le contestan porque acaban de divisar a mi padre, remontando Palmas y Ombúes como un muñequito de cuerda. Y de repente el Pata tira la pelota hacia la otra vereda y empezamos a hacernos pases largos, mientras los vecinos se siguen juntando para discutir. Y cuando nos acercamos al Lobo volvemos a sondear el dulce ojo resurrecto.

Casi inmediatamente se escuchó la carrera de Walter (se pronunciaba Valter) llegando desde su chalé-caserón estilo suizo-germánico, que quedaba a media cuadra de la cantera. Era un chiquilín simpático y tenso, y se ponía colorado apenas lo rozabas con un pie o con un grito. Entonces enarbolaba una guardia como la de los boxeadores de los años veinte y se te venía arriba. Pero nunca iba más allá de eso. “El club está incendiado” anunció, paralizándonos a todos: “ESE NEGRO MALDITO NOS INCENDIÓ EL CLUB”. Y recogió un cascote para tirarlo contra la bodega.

“Calma, pibe” lo ataja mi padre, que cada dos o tres noches se pasa escupiendo sentado en la cama: “¿Cómo sabés quién lo incendió? ¿No te parece que con el lío del sábado ya tuvimos bastante? Yo prometo averiguar qué pasó. Con el club y con el perro”. “¿Y la hija del Chueco qué?” ironiza una vecina recién llegada del cementerio: “Pensar que hasta hace poco este barrio era un paraíso, mi Dios. ¿Por qué no entierran de una vez al bicho? ¿No ven que hay chiquilines jugando en la vereda?”. Pero Silvio y el cantinero se pararon adelante y el Gallego roncó: “Por encima nuestro, doña. Primero hay que despertar al Papalote. AHORA DESPEJEN, SEÑORES, POR FAVOR”. “Ese negro asesino” murmuró otra vecina, más tetona y pintarrajeada que Luz Adrogué: “¿No se dan cuenta que al perro lo despachó él mismo por metérsele con la noviecita, otarios?”.

DOS DÍAS antes (el sábado) habíamos llevado a Ma-Sa al Paso Molino y ella volvió con un ardor nacarado en los ojos: mamá le prometió pedirle permiso al Chueco para inscribirla en el catecismo, el próximo año. Y mientras yo rezaba como un loro en las Carmelitas ellas recorrían las vidrieras de Agraciada mirando vestidos de comunión. Pero al llegar a casa mi abuelo todavía estaba parado en el portón y mi abuela se hamacaba frente a la mesa ya servida: parecía lagrimear por el matambre arrollado que comíamos en el Paso, pero los tres supimos ipso facto que el Chueco había vuelto del Brasil. Ma-Sa dice que le duele un poco la barriga y se mete en el baño. “Pepe te cuenta” hipa la vieja, señalando el patio. Y mamá no me prohíbe seguirla hasta la oficina-escritorio.

Mi padre contó que llegó de trabajar en el quiosco y siguió de largo para la playa porque hacía una semana que no veía al Papalote (desde que estrenos Razones frente a casa, ensangrentado por los tomatazos) y lo encontró a medio camino: Silvio y el Gallego lo ayudaban a remontar Grito de Gloria, mientras Cherro cargaba la mochila y el Lobo cubría la retaguardia. “Se había juntado medio barrio a joderlo, otra vez” escupe el humo mi padre: “No sé cómo Cristo supieron que se venía a vivir a la bodega y le gritaban El novio alquiló mansión Al novio no se le para El novio va a casarse en un jardín de infantes y otras preciosidades por el estilo. Y la mitad de la patota estaba formada por criaturas. Viva la humanidad”.

Y contó que el Papalote tenía la cara más cenicienta que las motas y que venía borracho de algo más que de caña. Porque cuando Ricky y Walter lograron eludir los dientes del Lobo y se acercaron a gritarle Viejo minetero el negro se estaqueó y los miró con las córneas color brasa y dijo No hay que dejar en pie la cueva de los diablos.

“¿Y el Chueco volvió o no volvió, al final?” pregunta mamá, esperanzándose de golpe: “Por la cara que tenía la vieja pensé que-”. “Sí. Volvió” la hace suspirar mi padre: “Pero yo me lo encontré recién cuando venía de ayudar a instalar al Papalote en la bodega. Y apuesto a que él venía de lo Campbell: caminando bien a lo petitero, con unos lentes negros y una camisa floreada. Y me saluda hecho una malva y me dice ¿Cómo le va, vecino? ¿No me haría el grandísimo favor de avisarle a la Marilyn que la paso a buscar más tarde? Porque primero tengo que ir al centro a localizar al japonés. Esta noche lo desplumo. Ah: y avísele también a su botija que les arreglé partido para mañana, contra los cajetillas del British. ¿Te das cuenta por qué te digo que venía de lo del gringo?”. “Entonces ya sabrá todo lo que pasó con la nena” se retuerce las manos mamá.

Mi padre se levantó sin contestarle y nos llevó abrazados por el patio, y al enfrentarnos a la puerta fiambrera pegamos un salto: Ma-Sa no esperaba maquillada y con el vestido a lunares, aunque ahora el cráneo rapado y los dos bucles como pétalos rojos hacían que el resplandor de puta se le volviera un halo.

EL PARTIDO contra el British se jugó en una cancha que quedaba a pocas cuadras por Caramurú, y estuvo a punto de hacer dos golazos en los primeros cinco minutos pero después el Chueco me sacó absurdamente para reforzar la defensa y supe que no me iba a poner más. Mi padre también se dio cuenta, aunque no se inmutó. Íbamos perdiendo uno a cero, Ricky había hecho el gol de los cajetillas y el gringo y el Chueco se pasaban una botella llorando de la risa. “Estos hijos de puta se están retocando el pedo de anoche” dice mi padre. Y entonces salgo corriendo entre la explosión verdísima de la vereda y el sol ya casi horizontal y al doblar en la esquina de Grito de Gloria diviso al Papalote y al Lobo, parados frente a la casilla. El suegro de Pancho iba cruzando hacia el boliche -a la altura de lo de Felicio- y también vio todo. Mi padre llegó tarde.

Corro un poco más. En el jardín de casa no hay nadie, y apenas lo rebaso descubro a Ma-Sa en la hamaca. Está encorvada y perniabierta, y no es el encandilamiento lo que la obliga a cerrar los párpados maquillados. Entonces pienso en Sarita. Y cuando el Lobo avanza para hundir la cabeza entre las piernas de la infanta y hacerle resucitar los bucles y los ojos, pienso en Yolanda. “Basta, Chuparrosas” ordenó el Papalote, con una mirada horrible. “FUERA” gritó el suegro de Pancho: “BICHO DE MIERDAAAA. FUERAAAA”. “Qué pasa, Abel” jadeó mi padre, mientras Ma-Sa corría hacia la casilla y el Papalote y el Chuparrosas volvían penosamente a la bodega. “CHUPACONCHAS DE MIERDA” volvió a aullar el suegro de Pancho, y mi padre no me dio corte y nos metimos en casa y el otro entró al boliche a repartir la noticia. Y el domingo hizo CRAAAACK.

EL NEGRO  apareció vestido con su guayabera de fiesta y ni siquiera miró el cadáver del Lobo. Me miró a mí. Ahora las córneas lucían tan grises como el rostro, pero las pupilas verdeazules decían: “Hombrecito. Mi verdadero padre es tu verdadero padre”. Después le hizo una seña al Gallego para que le prestara una pala, nos pidió que lo esperáramos en el club y cargó al animal (que ya había recuperado completamente sus ojos de cachorro) hacia el gran baldío.

Mi padre está casi sin dormir pero acepta el ron que le ofrece el Gallego. Y Silvio deja su copa intacta y escribe con una serenidad alucinada durante mucho rato, hasta que trae la guitarra y canta: Ayer mataron a un lobo / en la puerta de mi casa / con la cabeza vencida sobre la arena soñaba / observaba la bodega / donde peleaba y dormía / con la pupila vidriosa / miraba pasar el día. / Y los niños de su mundo / hablaban en voz muy baja de su mirada. / Para el resto de la tierra / allí había un perro muerto / un perro que en unas horas estaría descompuesto / había que limpiar la acera / de aquella mancha oscura / para el resto de la tierra un perro muerto es basura / pero lo niños jugaban y volvían a su lado / siempre callados. / Lobo: yo sí te recuerdo / yo también sabía / cómo cuándo y dónde dormías tu sueño / para esos asuntos / no he crecido mucho todavía. / Cómo no iba a recordarte / si estás ahí desde mi niñez / en un paisaje diferente pero igual / a todos nos pasó una vez. / Cómo no iba a recordarte / si tu misterio es más feliz / que muchas cosas que tenemos que contar / a costa de una cicatriz / como duele un hierro caliente / que deja la memoria ardiente / sin la nobleza de tu muerte / y sin un verso con más suerte / que no sea la de maldecir.

“Por los Lobos con mayúscula” recuesta la guitarra y retoma el aire Silvio, antes de alzar su copa. “Por los Lobos y por los samurais” redobla el brindis mi padre. Y agrega, menos asombrado que pacificado: “¿Eso lo compusiste ahora, muchacho?”. “La letra” intentó sonreír Silvio: “La música la tenía guardada, y no sabía para qué”. “Coño” roncó el Gallego, absorto: “El mundo es mucho más triste que mi aldea, camarada”. Y yo me animo a preguntar: “¿Por qué pusiste ayer mataron a un perro?”. Entonces Silvio se acaricia los pozos de la cara como diciendo: “Te vas a costar añares ser un poeta de veras, hombrecito”. Pero dice: “Porque esto lo voy a cantar mañana y mañana y mañana. Esas vainas no importan, bequigo. ¿O el Papalote no canta lo que compuso su verdadero padre dentro de muchos años?”. “Eso es joda” me emperro. “No, bequigo. Eso no es joda” me observa a través del ron el cubano, y algo como el trasluz de la belleza-verdad me eriza para siempre: “Te lo digo yo. Porque las últimas canciones que ustedes han escuchado las compuse cuando volví a mi patria, después del triunfo de la revolución”. Nos miramos con mi padre, y justo en ese momento mamá gritó desde la calle: “PEPE!!!! MATARON AL PAPALOTE!!!!”.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+