1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
DECIMOSÉPTIMA ENTREGA
CUATRO: LA BATALLA (5)
EL DOMINGO fuimos a la chacra de Ismael con Ma-Sa, que ya estaba viviendo en casa desde el miércoles. A la vuelta nos tomamos el tranvía de La Barra y después un taxi, y yo pedí para ir sentado entre la ventanilla y mamá. La vieja olía a chiquero mojado, y llevaba pelusas de plátanos pegadas en la baba. Yo no podía dejar de recordar el sexo de Ma-Sa.
El taximetrista fuma en pipa. Tengo miedo que quiera contratar a Isabelino pena para que le mate a la suegra o que nos dé un sermón sobre los tipos demasiado buenos. Pero ni siquiera mira a mi padre, que va sentado al lado de él. “Por Avenida Italia o por Rivera” pregunta de repente con una vocecita que es algo así como el reverso de un aullido. “Tanto ir a la loma del diablo por un lado o por otro” se mete la vieja, largando un suspiro-risa. “No empieces” dice mamá, que anteayer recibió la confirmación de su embarazo. Entonces el taximetrista tuerce la espada celeste de su mirada hacia abajo y parece iluminarse: “Si vive en Grito de Gloria y Caramurú debe haber conocido a Torres García”. “No. No llegué a conocerlo” se sobresaltó mi padre: “Yo empecé a ir al Taller recién el 50. ¿Usted pinta?”. El hombre abrió una risa de grandes dientes sórdidos pero no contestó. Tenía el pelo rojizo y la nariz ganchuda, y andaría cerca de los cuarenta años. Parecía un bichicome.
“Qué lo parió. Ese tipo metía miedo” dijo mi padre cuando nos bajamos: “Pero además me daba como vergüenza hablar con él, te juro. ¿Quién será, che?”. “El Espitiru Santo” sonrió Ma-Sa, moviendo el dedo como si fuera un pincel: “Abajo de mi ventanilla decía YO SOY EL ESPITIRU SANTO YO SOY PURO ESPITIRU”. “Es-pí-ri-tu, mijita” la corrigió mamá, alisándose el vestido a la altura de la barriga: “¿Y tenía eso pintado en la puerta del auto? Menos mal que no chocamos, por Dios. Con semejante loco”.
Se ve que en Punta Gorda llovió toda la tarde, también: mi abuelo nos espera mateando entre un hervor de perfumes de plata. “Che” le gruñe a mi padre, con una dulcificada ansiedad por entra a devorar el pan y la morcilla que le mandó Ángela: “Vino a buscarte la señora de Torres García, temprano. Y al rato cayó el negro a invitarte a brindar con Bacardi en el Marítimo”. Mi padre no dudó en arrancar hacia allí.
“Hoy se cumplen recién un mes y nueve días desde que el Papalote llegó al barrio. Parece mentira” dice mientras cruzamos frente a la mole de una bodega en ruinas que pertenece al Marítimo. “El Papalote y Ma-Sa” me apuro a complementar. “Sí. Ojalá que esta noche pueda dormir de corrido, pobrecita. Ya no es vida con ella” saca los cigarrillos mi padre: “¿No la notaste más tranquila en la chacra?”. “Más triste” lo corregí.
Pero él no me prestó atención porque en ese momento subíamos el escalón de la puerta del club y escuchamos cantar: Será por tu vivienda / hecha de ruinas y de misterios / porque rompías la roca / para ganarte un par de medios / o por tus tirapiedras / los más famosos de la loma con la mejor horqueta de la guayaba y duras gomas. // Será por todo esto / que mi memoria se empina a ratos / como tus papalotes / los invencibles, los más baratos. / Y te levanta en peso / Narciso el Mocho, para ponerte / junto a los elegidos / los que no caben en la muerte. / El Papalote / cae cae cae cae cae / el Papalote cae cae cae cae cae / se va a bolina la imaginación buena cuchilla lo picó.
El muchacho cantaba y tocaba la guitarra sentado frente a una mesa donde había un block con dos botellas de Bacardi vacías y tres vasos. Cuando terminó la música nos acercamos. No se veía a más nadie en la cantina: ni siquiera el Gallego estaba atrás del mostrador. “Ustedes deben ser don Pepe y el hombrecito” dice el muchacho sin mirarnos, y se recuesta sobre la guitarra para apuntar algo. Es muy flaco y muy joven, y está infranqueablemente borracho. “Me quedé aquí a esperarlos por encargo del Papalote” nos explica sin dejar de escribir: “No se sentía muy bien y Cherro tuvo que llevárselo. Mi nombre es Silvio. Soy el nuevo cuidador del molino de la cantera. El otro día los vi perder la batalla pero volaron como verdaderos revolucionarios”. “¿Sos cubano?” le preguntó mi padre. Silvio terminó de escribir y levantó su rostro poceado y demoró en contestar: “Mi abuelo habló con Martí”. “¿Y esa canción se la hiciste al Papalote?” le pregunté. “Recién hoy empecé a escribir esta canción, chico” me explicó, pidiendo un Richmond por señas: “Quién sabe para quién es”. “¿Y a ese Narciso el Mocho de dónde lo sacaste?” se rio mi padre. “Del mundo” roncó el muchacho, con una mirada casi idéntica a la del taximetrista.
“El negro debe haber hecho negocio con Campbell” reflexiona mi padre mientras cruzamos el gran baldío todavía perfumado por los aromos: “Y se gastó el adelanto en ron. Menos mal que apareció ese Silvio en la cantina y pudieron festejar. Dios los cría, carajo”. Encontramos a Manolita recogiendo el tendal de botellas que le dejaron los visitantes ilustres. “No se puede creer” se agarraba la cabeza mi padre: “Y justo hoy se les ocurrió venir”. “Tenga fe en lo que dura, don Pepe” sonrió la viuda, haciéndome una guiñada: “Ya quedamos en juntarnos de nuevo el cinco de enero, a escuchar más canciones del Papalote”. “¿Y cómo era que se llamaban los visitantes?” pregunté. “No importa” ladró mi padre: “Si ya te olvidaste de los nombres mejor. Igual nadie te va a creer que estuviste con ellos, no te preocupes. Casi nadie le da pelota al Espíritu Santo. Aunque vivamos de eso”. Entonces Manolita prendió un cigarrillo, observó fijamente el ventanal y de repente carcajeó y se atoró. “Tengo una idea divertidísima” anunció, recuperando el tintinear de la tercera orilla de su boca: “Desde hoy en adelante los vamos a llamar Los Reyes Magos y Papá Noel, a los visitantes ilustres. ¿No es mejor? ¿O la gente no finge creer en eso?”.
“Mirá Monaquito” me pasa un brazo sobre los hombros mi padre al cruzar frente al boliche: “El otro día te dije algo que me dolió. El que tiene poca fe soy yo, no vos. Disculpame”. No entiendo lo que quiere decir, obviamente. Pero él agrega: “¿Te das cuenta que ni siquiera soy capaz de pegar un buen grito para que la vieja se deje de cagarnos la vida, a tu madre y a mí? Y eso se paga caro”. “SHHHH” salté. Mamá y Ma-Sa estaban en la hamaca abrazadas y a oscuras. Apenas pisamos el pequeño jardín me di cuenta que Ma-Sa había aceptado ducharse, por fin. Y ahora mamá mira la luna como si en todo el universo no existiese otra cosa que la luz y eso fuera algo terrible.
Aquella noche me quedé mucho rato con los ojos cerrados tratando de dormirme mientras mi padre leía una policial. Y de golpe mamá dice, en secreto: “¿Sabés que el hijo de puta del Chueco le pegó en la conchita a Ma-Sa el otro día? Virgen Santa. Se la noté lastimada cuando la ayudé a ducharse”. Mi padre prende un cigarrillo y sopla el humo igual que si estuviera apagando una torta de cumpleaños. Yo siento que me meo. “¿Y sabés lo que me contestó cuando le dije que este viernes íbamos a ir sin falta al Señor de la Paciencia?” sigue contando ahogadamente mamá: “Que el otro viernes no había querido ir porque ya se le había pasado el miedo. ¿Miedo a qué, mija? Le pregunté. Y ella me contestó sin pestañear: A que mi padre acuchille al Papalote”.
AQUELLA NOCHE Ma-Sa roncó como una bendita. Ni siquiera se enteró que Cherro vino desesperado a buscar a mi padre y que terminaron llevando al Papalote al hospital en la camioneta de Felicio. El negro se escapó enseguida del Maciel, durmió una mona de tres días y empezó a construirnos el club. Y el domingo ayudó a los Campbell a remontar la cometa con forma de soldado.
Hay un viento norte amenazador. Mi padre nos hizo quedar a Ma-Sa y a mí en la rambla, a la entrada de la cantera. Los demás chiquilines rodean deseosamente el papalote napoleónico. Y yo miro la cabeza triunfante de Ricky y la giba del negro y quisiera aullar asqueado igual que en el catecismo hasta que el mamotreto levanta vuelo incadescentemente y mi padre murmura: “Hacé de cuenta que es el Glorioso, Monaquito”. Pero yo me imagino a Ma-Sa arrodillada frente al gringo y le pego una patada al pedregullo. “Me voy a casa” chillo. “Usted se queda aquí” me alzó el mentón mi padre: “A acompañar al Papalote, como corresponde. Malcriado de mierda”. Entonces vi al Glorioso. Ya no tenía más forma de soldado, y danzaba entre las altas babas del viento como el único amigo capaz de liberarnos del odio. Y el mundo no hizo CRACK.
Una vez de tus manos / un coronel salió brillando cantó Silvio cuando ya anochecía, y el negro pidió la segunda botella de Bacardi: Qué pájaro perfecto / cuántos colores / qué lindo canto / ninguno de nosotros / iba a volarlo, ya se sabía / era un encargo caro / del que mandaba, del que tenía. Ya no quedábamos más que Silvio el Papalote Cherro mi padre Ma-Sa el Lobo y yo en la cantina del Marítimo, y el muchacho hizo una pausa bordoneando sobre el dominante y agregó: Llevabas en el puño / aquel dinero de la tristeza / dinero de aguardiente / de El Sol de Cuba, de la cerveza / y te seguimos todos / a celebrarlo, sucios u locos / para ti Carta oro / y caramelos para nosotros. Y el arpegiado amilongado fue roto por la sucesión cromática de acordes que hacía flamear al estribillo: El Papalote cae cae cae cae cae / el Papalote cae cae cae cae cae / se va a bolina la imaginación: buena cuchilla lo picó.
Entonces la cuarteada piel del negro pareció transmigrar hacia el fulgor del ron. “Te sentís bien” pregunta Cherro, y el Papalote le saca un caramelo a Ma-Sa para dárselo al Lobo y desenrolla: Bien es mucho y poco el ron / y mucha y poca la suerte / de ver navegar un son / mientras atraca la muerte. Y se miraron fijo con el muchacho.
“Pero esa es la segunda parte de la canción” se interpone mi padre: “Habría que escucharla entera”. “Entera no es posible, chico” retruca Silvio: Porque la tercera parte todavía hay que vivirla”. El de la triste figura / ya tragó lo que hay que oír tercia el negro sonriendo: Y ahora me toca partir / al mar de la noche oscura. “¿Y por qué no cantás vos?” ronqueó Ma-Sa: “La Bachata rosa. Dale”. Enseguida se oyó un trueno, y el Papalote tuvo tiempo de besar largamente su vaso antes de contestar: Yo alumbro del manantial / de mi verdadero padre / y aunque el conuco me ladre / robo estrellas del percal. / Pero si cocuyo calla / frente a la luz de la rosa / no me infinita la esposa/ ni me goza dar batalla.
Mi padre saca una libreta para anotar las coplas. Cherro mira a Silvio bizqueando y taladrándose la sien con un dedo muy sucio, y Ma-Sa desenvuelve su último Zabala. El Papalote acaba de gastarse la exageradísima propina que le dio Campbell en Bacardi y caramelos Zabala (repartidos entre los chiquilines) y ahora ya no le queda una sola arruga de humillación en el rostro fluorescente.
Mi padre decidió volver a casa antes que empezara a llover. “¿Silvio será un visitante ilustre?” le pregunté cuando nos encerramos en la oficina-escritorio. (Ma-Sa quedó acostada con mamá, aprendiendo a limarse las uñas.) “¿Silvio? ¿Y el taximetrista qué?” contrapregunta él. Y pone el Nuevo Mundo y mira el techo como si no pudiera llorar. “Quisiera ser un pez” sonríe: “Escuchá. Escuchá la lluvia, Katz. Tenés que ser un pez volador para poder escaparte de la gente y QUERERLA. ¿Entendés? Un tipo demasiado bueno es una buena basura. Te lo digo yo. Y si no entendés no importa. SE PRECISA TENER FE EN OTRA COSA QUE NO SEA LA GENTE, CARAJO!!!! Y recién al terminar la sinfonía agregó: “Y todavía los llamamos visitantes ilustres. Pobrecitos”.
Y esa noche soñé. Acabábamos de despedir a tío Jorge en la Estación Central y me doy vuelta y no encuentro a mi padre. Salen muchos ómnibus para Punta Gorda, pero él no aparece por ningún lado. Y empiezo a preguntarle a los choferes y a los guardas y a las mujeres que atienden en las ventanillas de la estación y nadie sabe nada. Hasta que un tipo me dice: “Fijate en los cajones. De repente está muerto”. Y empiezo a caminar al costado del ataúd que hay delante de la fila y cuando me animo a mirar para adentro mi padre se despereza tranquilamente, se baja de un salto y salimos a la calle. Y pienso: ¿Y si al llegar a casa con la noticia nadie se la cree? ¿Será verdad todo esto? Pero cuando subimos al taxi que nos está esperando en la Plaza Libertad ya no pienso más nada.
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