jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV



(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
  
VIGESIMOCUARTA ENTREGA

X
EL CRISTIANISMO CRUEL (2)
  
Si existen seres superiores al hombre que llamamos dioses, nos será más difícil, mientras permanezcamos en el dominio de nuestra experiencia y de nuestras ideas, admitir la existencia de un ser para el cual “todo el posible” que la existencia de seres que no disponen de un poder efectivo para vencer todas las imposibilidades descubiertas por la razón y para sobreponerse a todas las prohibiciones forjadas por la moral, seres, por lo tanto, que habrán de chocar con toda clase de dificultades cuando se hallen en condiciones desfavorables. Como ya hemos visto, la razón sabe con seguridad que Dios ha nacido también de la Pobreza y de la Riqueza: el aspecto de un esclavo le conviene, pues, bastante mejor que el de un amo, de un potentado omnipotente. Y esto no afecta solamente a los filósofos paganos. En todos los intentos que se han realizado para responder a la cuestión cur Deus homo?, volvemos a encontrar infaliblemente el momento de la “necesidad” que atestigua la presencia de ciertos principios eternos sobre los cuales Dios no tiene ningún poder: para salvar al hombre, Dios se vio obligado a hacerse hombre, a sufrir, a morir, etc. Y cuanto más profunda sea la explicación, más subrayará con insistencia que, por un lado, era imposible para Dios alcanzar su finalidad de un modo distinto y que, por otro lado, Él ha manifestado su sublime grandeza aceptando soportar, para salvar al género humano, las inauditas condiciones que la Necesidad le imponía. Todo ocurre como entre los humanos: la razón le traza a Dios los límites de lo posible; la ética le prodiga sus alabanzas, porque Él ha cumplido a conciencia con todos los “tú debes” condicionados por las imposibilidades. Ahí reside el mayor, el supremo escándalo. Kierkegaard lo ha experimentado siempre así; ha luchado siempre desesperadamente contra esa tentación sin lograr jamás triunfar enteramente de ella. Ningún mortal lo ha logrado, y debemos creer, por lo tanto, que no ha sido dado a los mortales vencerla con sus propias fuerzas: los mortales somos incapaces de renegar de los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Dicho de otro modo: nuestra razón y nuestra moral se han emancipado de Dios. Dios lo ha creado todo, pero la razón y la moral existían antes que el todo, antes que Dios; existían desde siempre. No han sido creadas; son eternas.

Por eso todos los esfuerzos de la filosofía existencial han tendido siempre a desviarse de la enseñanza de Sócrates tal como Platón nos la transmite: “El mayor bien de que puede gozar un hombre es conversar cotidianamente acerca de la virtud.” Cuando lo religioso se une a lo ético se disuelve completamente dentro de esto último: el árbol de la ciencia absorbe por completo todas las savias del árbol de la vida. La filosofía existencial, que se había propuesto luchar por lo “posible”, se transforma en edificación. Y, por su misma esencia, esta se resigna siempre con las posibilidades de que disponen lo “racional” y lo “ético”. El hombre no osa o no puede pensar en las categorías dentro de las cuales vive, y se ve obligado a vivir dentro de las categorías con las cuales piensa. Y ni siquiera sospecha que en esto consiste la caída más profunda, que ahí reside el pecado original. Se encuentra por entero en poder del eritis sicut dii que susurró  a su oído la serpiente.

Esto es, sin duda, lo que pensaba Kierkegaard cuando decía que le era imposible realizar el último movimiento de la fe. Y esta era también la verdadera razón de sus furibundos ataques contra el clero y la Iglesia, contra el “cristianismo que ha suprimido a Cristo”, la razón de su dureza, de la crueldad que resuena en sus sermones o, como prefiere llamarlos, en sus discursos edificantes. Los más ardientes admiradores de Kierkegaard no se atreven a seguirle hasta el fin en esta dirección y ensayan todos los modos posibles de “interpretar” esos discursos con el fin de adaptarlos a las ideas corrientes. Pero este modo de obrar solamente pueden alejarnos tanto de Kierkegaard como de su problemática, la cual subraya de continuo todos los “O lo Uno o lo Otro” implacables que el ser oculta. Si Kierkegaard hubiese podido “atenuar”, lo habría hecho él mismo y no habría encargado a nadie esta faena. En 1851, en el mismo libro en el cual declara impetuosamente que el cristianismo ha suprimido a Cristo, escribe: “…Mi dureza no procede de mí; si hubiese conocido una palabra calmante, me habría sentido feliz de poder consolar, reconfortar. ¡Y sin embargo, sin embargo! Tal vez el que sufre carece de otra cosa -de sufrimientos más intensos todavía. ¡Sufrimientos aun más intensos! ¿Quién es lo bastante cruel para atreverse a decir esto? Amigo mío, es el cristianismo, es la doctrina que se nos ofrece como el más dulce consuelo.” E inmediatamente vuelve a referirse al sacrificio de Abraham, del que tanto nos había hablado en sus primeros libros: “destruir con sus propias manos lo que tanto se deseaba, privarse de lo que tanto se ha anhelado, que ya se posee -esto hiere el yo natural en misma raíz. Y esto es lo que Dios exigió de Abraham. Abraham debía ofrecerle él mismo, él mismo -¡es espantoso!-, con su propia mano -¡oh insensato error!-, el sacrificio de Isaac. ¡De Isaac, don de Dios tan larga e intensamente deseado, que Abraham no creía poder jamás agradecer lo bastante a Dios, aun pensando en ello toda su vida; de Isaac, su hijo único, el hijo de la promesa! ¿Crees que la muerte podría proporcionar un tan gran sufrimiento? Yo no lo creo”.

Es indiscutible que la vida hace sufrir a veces más cruelmente que la muerte. Y es también indiscutible que la dureza de Kierkegaard no procede de él. No es él quien exigió el horrible sacrificio hecho por Abraham; no es él el responsable de todos los horrores que llenan la existencia humana. Ellos han existido antes que él, persistirán después de él y quizás aun se multipliquen y aumenten. Kierkegaard no es sino un portavoz a través del cual nos llegan palabras que no le pertenecen. Se limita a ver y a oír lo que los demás no han oído todavía. Pero se ve obligado a descifrar personalmente el “alcance” de estos discursos, la “significación” de lo que ha visto y oído. Y aquí asistimos a una lucha interna inaudita, que desgarrará su alma ya tan sometida a toda clase de pruebas, pero a una lucha que no puede rehusar, porque la filosofía existencial se libera en el curso de esta lucha de las evidencias de la filosofía especulativa que han llegado a ser insoportables para el hombre.

En Temor y Temblor podía Kierkegaard hablar todavía de “tentación” a propósito del sacrificio de Abraham Y en sus obras posteriores recordaba a cada momento la “tentación” y repetía continuamente que ninguna ciencia puede explicar lo que el término bíblico “tentación” oculta. Pero luego rechaza la “serpiente”. ¿Y queda mucho de la tentación sin la serpiente? O, para hablar con más claridad, ¿no era ya una concesión hecha a la ciencia el no aceptar sino lo que ella misma es capaz de comprender? Es evidente que Kierkegaard no admitía un solo momento que su apresuramiento en expurgar la narración de la caída de todo elemento que no entrara en el marco de nuestra razón pudiese tener, si no directa, cuando menos indirectamente, consecuencias tan fatales para nuestro pensamiento. Y, sin embargo, ¿qué es la intervención de la serpiente, con su eritis sicut dii, más que una invocación a la lumen naturale? Los frutos del árbol de la ciencia transforman el hombre en dios. Con esto lo sobrenatural desaparece, se convierte en fantasmagoría, en una quimera, en una Nada. He aquí la verdadera tentación, la fuente de todas las tentaciones posibles, tanto más amenazadora y peligrosa cuanto que no se parece en modo alguno a una tentación. ¿Quién podría sospechar que el conocimiento, la facultad de distinguir entre el bien y el mal, encubre el menor peligro? Resulta, por el contrario, evidente que la fuente de todos los peligros reside en la ignorancia, en la incapacidad de distinguir entre el bien y el mal. Recordemos con qué indolencia pasa el autor de la Theologia deutsch junto a las palabras de la Biblia que refieren al árbol del conocimiento. Recordemos que el propio Kierkegaard veía en la ignorancia del hombre inocente el adormecimiento del espíritu. El hombre se halla pronto a buscar y a encontrar la fuente del pecado en cualquier parte excepto en el lugar indicado por la Escritura. Más todavía: nuestro pensamiento “natural” nos persuade de que el mayor de los pecados, la más grave caída del hombree, su muerte espiritual, consiste en negarse a conocer lo que es el bien y lo que es el mal. Aun cuando considerase la Biblia como un libro inspirado por Dios, Kierkegaard no logró arrancar esa idea de su corazón. Estaba convencido de que su héroe preferido, el padre de la fe, Abraham, estaría perdido si lo “supremo” fuese lo ético, es decir, los frutos del árbol de la ciencia. Sabía que todos los hombres están perdidos si el conocimiento triunfa sobre la fe. Pero lo ético había puesto sobre él sus garras y no lo soltaba.

¿Qué significa esto? Kierkegaard nos había dicho ya que el pecado es el síncope de la libertad. El hombre no elige, no tiene ya fuerza para elegir: en vez de él elige la Nada, ese Proteo que comenzó por transformarse en necesidad y tomó luego el aspecto de lo ético. Y no se detendrá aquí. Se nos mostrará bajo el aspecto de lo eterno, de lo infinito, bajo el aspecto del amor. Y a medida que se vayan produciendo estas metamorfosis, la filosofía existencial retrocederá siempre ante la verdad objetiva de la filosofía especulativa contra la cual Kierkegaard ha luchado tan desesperadamente y en la cual ha visto al más terrible enemigo del género humano.

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