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JOSÉ LEZAMA LIMA - LA EXPRESIÓN AMERICANA



VIGESIMOSEXTA ENTREGA

CAPÍTULO V (4)

Sumas críticas del americano (4)

En los casos de Melville o de Whitman, el problema de su nutrición estaba a salvo, la teología o el cuerpo, como sutiles esencias se movían dentro de la totalidad de su sustancia. Ambos, Melville y Whitman, guardan una relación de curso y recurso, de acción y reacción, una fuerza en la caída y otra de liberación en los elogios del cuerpo. Mientras Melville se mueve se mueve en el mundo sombrío de la teología calvinista, el pecado y la caída, los símbolos del mal, los oscuros laberintos que hacen imposible la redención, retomando de nuevo la antigua tradición moral y atándose con ella, pero en forma de infierno circular que sucumbe al absoluto de la gracia, Whitman se abstiene de la contemplación de los sombríos mensajeros del bien y del mal, para marchar hacia ese mundo donde Sócrates se ve obligado a definir la sabiduría perseguido por el recuerdo de la túnica de Charmides. Pero en ese hombre que lucha contra el mal, está también el mal, de tal manera que el combate que ofrece tiene todas sus posibilidades estéticas destrozadas. Sabe que en esa lucha contra el mal, no podrá salvar una totalidad, y a sus frenéticos gritos en el puente de su nave, le responden las voces de los monstruos que le rodean, como una especie de aleluya de signo negativo, pues al comenzar la batalla su única justificación era el tamaño de la propia grandeza de la caída. Cuando asciende es solo para contemplar el monstruo replegado en la oscuridad. Su lucha contra el mal lo enardece en tal forma que su destino, como el de un héroe griego, sólo se puede completar en la muerte. Al final de la obra percibimos que el mal no le busca a él, sino, por el contrario, es su complementario, él necesita la acción infernal para cerrar su carrera. Al final ha comprendido su destino, que su mayor grandeza está en la autofuerza de su tanatos, y que lo que ha hecho es caminar hacia su destrucción. Expresa el apocalipsis del descenso a los infiernos. Al combatir el espíritu del mal con el idéntico signo de la rebelión, encuentra en la muerte la única solución posible. Se ha enfrentado con el mal, con idéntica potencia y en esa fría épica del terror  que lo destruye se igualan ambas rebeliones. Whitman parece rellenar de nuevo el mutilado cuerpo de Ahab y se aleja del sombrío mundo de la irredención. Ningún frenesí lo acompaña, sino el sentido del cuerpo irradiante. No le preocupa la línea divisoria del bien y del mal, sino la energía, pero con qué distinto signo que la energía demoníaca de William Blake. Le interesa esa energía en cuanto impide la integración del espíritu del mal. Mientras Ahab se siente separado del mundo, y en esa separación la destrucción que él necesita, Whitman se integra cuerpo contra yerba, yerba contra lo estelar, viviendo en la redención de lo necesario que es al mundo la presencia de su cuerpo. Melville y Whitman instalan en pleno siglo XIX, la era de los hombres de los comienzos. Se han liberado del historicismo, y para pleno furor de Hegel, su alimentación y sus esencias han sido de las más próvidas. Los lanzazos de Ahab persiguiendo el monstruo de la predestinación, reaparecen en nuestros días en el furor de Kafka por romper una cáscara que no guarda ya relación con su embrión sino con sus casquetes fríos. Y cuando al consignar las influencias recibidas por Kafka, se sitúa al lado de la de Schelemaicher, la de Melville, comprendemos que la teología protestante del primero buscaba reavivar su tradición en Melville. Las exaltaciones de Whitman por encontrar un cuerpo donde él esté insertado, reaparecen también en las potentes escalas del procesional de Paul Claudel, sólo que en Whitman la relación se establece en un mundo arcaico primitivo, y en Claudel las jerarquizaciones se establecen en un mundo teocrático de intercambio de los dones de la gracia y el orden de la caridad. Pero no solamente esa relación ha sido establecida por los americanos de gran estilo, en relación con la tradición pindárica griega y el mundo de la caída, sino en Gershwin, por ejemplo, se plantea el caso inverso con igual grandeza. Había recibido mediatizadas influencias occidentales, el pianismo de Listz, el sinfonismo diluido de Tchaicosky, los experimentalistas de la primera guerra mundial, el primer Honneger de la Locomotora, pero al volver el mundo popular de su país sobre su formación primera, fue suficiente para que en Porgy and Bess, o en algunas de sus magníficas canciones, como en La tristeza del lunes, expresase cabalmente su macrocosmo. La sirena de su Rapsodia forma parte de los laboratorios de física acústica de los experimentalistas, pero las síncopas de raíz popular de la era del jazz, la nostalgia de los Spirituals, fueron suficientes para que organizase su plenitud por encima de las influencias negativas. Su modernidad es legítima, porque al explorar desde su raíz la fuente de su tradición, la cual proclama adventicias las otras tradiciones decaídas o impuras, sirviendo como de soporte o prueba, pues una tradición equivocada la expele, de la misma manera que un cuerpo sano rehúsa las incorporaciones fragmentarias o dañadas.

Esa voracidad, ese protoplasma incorporativo del americano, tenía raíces ancestrales. Gracias a esas raíces se legitimaba la potencia recipiendaria de lo nuestro. La influencia francesa, desde la revolución auroral y el romanticismo, había sido creadora, porque esa misma influencia francesa había beneficiado lo hispánico, desde la época de Alfonso VI, en plena Edad Media, la influencia borgoñona, el ritual galo en las principales cátedras episcopales, se había empotrado en la estructura de la mejor ascensional hispánica. Juan de Colonia, que trabajaba para la casa de Borgoña, remata las agujas de la catedral de Burgos, quince años más tarde de su cimentación, según el dato de Mayer, se dirigen a Toledo, con Annequin, Egas de Bruselas, esculturas de Bélgica y de Francia. Y las estatuas del siglo XIII, en el interior de la misma catedral, llenas todas del potente espíritu gótico primitivo francés. Pero aun luchando con las invasiones de ese gótico francés, basta contemplar las torres de la catedral de Burgos, para percibir de inmediato que su fundamentación es hispánica. “Bien se ve, dice Mayer, que, en general, todavía se conserva la continuidad del bloque total; pero este movimiento es de una libertad no conocida hasta entonces”. Fundamentación y libertad en la raíz del gótico hispánico. Fundamentación y libertad signo de toda la historia española a lo largo de las secularidades. En un genio de lo español Altamirano, Goya, lo vemos influenciado por el rococó alemán de Mengs y el rococó francés de Watteau. Es decir, con una historia que lo obligaba a ello, el español tiene el genio de ser influenciado. La mejor recepción de la prosa italiana, desde el trescento bocacciano, es el andantino de la prosa de Cervantes. La polifemaida del Marini se rinde al soberbio Polifemo cordobés.

La concepción mimética de lo americano como secuencia de la frialdad y la pereza se esfuman en ese centro de incorporaciones que tenemos de lo ancestral hispánico. ¿Dónde se encontraba el centro de gravitación de esa recepción de influencias? El centro de la resistencia hispánica es el roquedal castellano, eso motiva que en España las influencias no puedan ser caprichosas o errantes, sino esenciales y con amplia justificación histórica. Al refractarse con la pedregosidad castellana, lo que allí queda empotrado tiene que ser igualmente fuerte y necesario, semejante a un gran organismo primitivo, las partículas nutricias tienen que llegar al centro de su masa, en cuyo centro ciego está la indistinción de sus funciones. Por eso el duro centro de resistencia en el español recibe las influencias con reverencia ética, con fervor ascético. En la influencia americana lo predominante es lo que me atrevería a llamar el espacio gnóstico, abierto, donde la inserción con el espíritu invasor se verifica a través de la inmediata comprensión de la mirada. Las formas congeladas del barroco europeo, y toda proliferación expresa un cuerpo dañado, desaparecen en América por ese espacio gnóstico, que conoce por su misma amplitud de paisaje, por sus dones sobrantes. El simpathos de ese espacio gnóstico se debe a su legítimo mundo ancestral, es un primitivo que conoce, que hereda pecados y maldiciones, que se inserta en las formas de un conocimiento que agoniza, teniendo que justificarse, paradojalmente, con un espíritu que comienza. ¿Por qué el espíritu occidental no pudo extenderse por Asia y África, y sí en su totalidad en América? Porque ese espacio gnóstico esperaba una manera de fecundación vegetativa, donde encontramos su delicadeza aliada a la extensión, esperaba que la gracia le aportara una temperatura adecuada, para la recepción de los corpúsculos generatrices.

La prueba de la existencia vegetativa de ese espacio gnóstico, la encontramos en el pequeño número de colonizadores que poblaron, no en número, sino en espacio conveniente, una extensión que si no hubiera sido estéril. La delicadeza es la sensación porosa de una temperatura, la ausencia de desdén por toda posibilidad fecundante. En la Europa renacentista, que produce la imago propicia al descubrimiento, al recibir el caos de la descomposición del mundo teológico, al pensar de nuevo en el período arcádico, se enarcó de nuevo el indio bueno, como una creación rezagada del período de los agricultores. Pero esa delicadeza no tiene nada que ver con el concepto renacentista de la bondad del hombre primitivo. La naturaleza puede ser también refinada y terriblemente exigente, llegando a extremos inconcebidos por el hombre, y es precisamente el hombre primitivo el que mayor siente ese refinamiento y esa exigencia. Cuando el Inca Garcilaso se sentaba, rodeado de la nobleza de su ancestro incaico, los relatos se mezclaban con el loro de la nostalgia. Lejos de motivarle rencor esa lamentación situada en su raíz ancestral, lo lleva a unir el renacimiento italiano con las formas de la primera gran madurez de la cultura hispánica, llevadas a desentrañar la fundamentación de la cultura incaica.

Después de la Edad Media, tanto la contrarreforma como el espíritu loyolista, eran formas del rencor, de la defensiva, de un cosmos que se desmoronaba y al que se quería apuntalar con la más rígida tensión voluntariosa. Sólo en ese momento América instaura una afirmación y una salida al caos europeo. Pero un nuevo espacio que instaure un Renacimiento solo lo americano lo pudo ofrecer en su pasado y lo brinda de nuevo a sus contemporáneos. Pachacámac es un dios incaico, que según Garcilaso, quiere decir “el que hace con el universo lo que el alma con su cuerpo”. La relación alma, cuerpo, naturaleza, está integrada frente al caos de los valores, frente a la physis, que preludia el Renacimiento. Cuando el hombre sangra en su imposibilidad, para hacer el símbolo perdurable, crea el símbolo de la piedra cansada que sangra, un espejo que asegura la perdurabilidad de su dolor. Ninguna cultura de empalizada llevó el manejo de piedras largas a la perfección incaica, sin cerrajes adecuados de elevación y pulimento, llegaron a un perfeccionamiento que el asombro solo puede comparar con las murallas babilónicas. Ese manejo de piedras de gran extensión, que los conquistadores consideraron obras del hechizo, solo podía ser logrado por el espacio gnóstico, que interpreta, por una relación muy estrecha con el hombre, la naturaleza como forma de un refinamiento, de una delicadeza. Pachacámac es un dios invisible que a través de la naturaleza y el hombre adquiere su visibilidad. En ninguna cultura como la incaica la fabulación adquirió tal fuerza de realidad. La batalla de los Chancas, donde combatieron alrededor de cien mil guerreros, y después otra vez en piedras, el inca Viracochi recibe los esfuerzos que le había indicado el fantasma de su tío. Los sacerdotes de la Casa del Sol, trataban a su divinidad, el sol, como si fuera un hombre de su tamaño, calmando su sed en un tinajón de oro, que disminuía todos los días. Construye Viracochi después un templo en memoria del fantasma consejero de sus armas. La relación entre el hombre precortesino y el espacio gnóstico, hace que apenas pueda distinguirse la forma intermedia y como oblicua de su conocimiento. Algunas expresiones del último culteranismo, “arcos siendo a sus fuegos voladores”, - los párpados tejidos de las flores”, parecen estar engendradas por el retorno de lo americano a su hispánico. Los signos transcurridos después del descubrimiento han prestado servicios, han estado llenos, hemos ofrecido inconsciente solución al superconsciente problematismo europeo. En un escenario muy poblado como el de Europa, en los años de la contrarreforma, ofrecemos con la conquista y la colonización una salida al caos europeo, que comenzaba a desangrarse. Mientras el barroco europeo se convertía en un inerme juego de formas, entre nosotros el señor barroco domina su paisaje y regala otra solución cuando la escenografía occidental tendía a trasudar escayolada. Cuando en el romanticismo europeo, alguien exclamaba, escribo si no con sangre, con tinta roja en el tintero, ofrecemos el hecho de una nueva integración surgiendo de la imagen de la ausencia. Y cuando el lenguaje decae, ofrecemos la dionisíaca guitarra de Aniceto el Gallo y el fiesteo cenital en la rica pinta idiomática de José Martí. Y cuando, por último, frente al glauco frío de las junturas minervinas, o la cólera del viejo Pan anclada en el instante de su frenesí, ofrecemos, en nuestras selvas, el turbión del espíritu, que de nuevo riza las aguas y se deja distribuir apaciblemente por el espacio gnóstico, por una naturaleza que interpreta y reconoce, que prefigura y añora.

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