Miró al gallo amarrado en el soporte de la hornilla y esta vez le pareció un animal diferente. También la mujer lo miró.
-No es la primera vez -dijo el coronel-. Es lo mismo que hacían en los pueblos con el coronel Aureliano Buendía. Le llevaban muchachitas para enrazar.
-Es un gallo contante y sonante -dijo. Hizo cálculos mientras sorbía una cucharada de mazamorra-. Nos dará para comer tres años.
-La ilusión no se come -dijo ella.
-No se come, pero alimenta -replico el coronel-. Es algo así como las pastillas milagrosas de mi compadre Sabas.
Durmió mal esa noche tratando de borrar cifras en su cabeza. Al día siguiente al almuerzo la mujer sirvió dos platos de mazamorra y consumió el suyo con la cabeza baja, sin pronunciar una palabra. El coronel se sintió contagiado de un humor sombrío.-Qué te pasa.
Él tuvo la impresión de que esta vez le había correspondido a ella el turno de mentir. Trató de consolarla. Pero la mujer insistió.
-No es nada raro –dijo-. Estoy pensando que el muerto va a tener dos meses y todavía no he dado el pésame.
-Qué hay del gallo, coronel -dijo con voz autoritaria.
El coronel levantó las manos.
-Ahí está el gallo.
Un cartel a cuatro tintas ocupaba enteramente la fachada del salón: “Virgen de medianoche”. Era una mujer en traje de baile con una pierna descubierta hasta el muslo. El coronel siguió vagando por los alrededores hasta cuando estallaron truenos y relámpagos remotos. Entonces volvió por su mujer.
No estaba en la casa del muerto. Tampoco en la suya. El coronel calculó que faltaba muy poco para el toque de queda, pero el reloj estaba parado. Esperó, sintiendo avanzar la tempestad hacia el pueblo. Se disponía a salir de nuevo cuando su mujer entró a la casa.
Llevó el gallo al dormitorio. Ella se cambió la ropa y fue a tomar agua en la sala en el momento en que el coronel terminaba de dar cuerda al reloj y esperaba el toque de queda para poner la hora.
Llevó el gallo al dormitorio. Ella se cambió la ropa y fue a tomar agua en la sala en el momento en que el coronel terminaba de dar cuerda al reloj y esperaba el toque de queda para poner la hora.
“Por ahí”, respondió la mujer. Puso el vaso en el tinajero sin mirar a su marido y volvió al dormitorio. “Nadie creía que fuera a llover tan temprano”. El coronel no hizo ningún comentario. Cuando sonó el toque de queda puso el reloj en las once, cerró el vidrio y colocó la silla en su puesto.
Encontró a su mujer rezando el rosario.
-No me has contestado una pregunta -dijo el coronel.
-Cuál.
-¿Dónde estabas?
-¿Dónde estabas?
El coronel colgó la hamaca. Cerró la casa y fumigó la habitación. Luego puso la lámpara en el suelo y se acostó.
Ella exhaló un largo suspiro.
-Estaba donde el padre Angel –dijo-. Fui a solicitarle un préstamo sobre los anillos de matrimonio.
-¿Y qué te dijo?
-¿Y qué te dijo?
Siguió hablando desde el mosquitero. “Hace dos días traté de vender el reloj”, dijo. “A nadie le interesa porque están vendiendo a plazos unos relojes modernos con números luminosos. Se puede ver la hora en la oscuridad”. El coronel comprobó que cuarenta años de vida común, de hambre común, de sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en el amor.
-Tampoco quieren el cuadro -dijo ella-. Casi todo el mundo tiene el mismo. Estuve hasta donde los turcos.
El coronel se encontró amargo.
-De manera que ahora todo el mundo sabe que nos estamos muriendo de hambre.
-Estoy cansada -dijo la mujer-. Los hombres no se dan cuenta de los problemas de la casa. Varias veces he puesto a hervir piedras para que los vecinos no sepan que tenemos muchos días de no poner la olla.
El coronel se sintió ofendido.
-Eso es una verdadera humillación -dijo.
La mujer abandonó el mosquitero y se dirigió a la hamaca. “Estoy dispuesta a acabar con los remilgos y las contemplaciones en esta casa”, dijo. Su voz empezó a oscurecerse de cólera. “Estoy hasta la coronilla de resignación y dignidad”.
-Veinte años esperando los pajaritos de colores que te prometieron después de cada elección y de todo eso nos queda un hijo muerto -prosiguió ella-. Nada más que un hijo muerto.
El coronel estaba acostumbrado a esa clase de recriminaciones.
-Cumplimos con nuestro deber -dijo.
-Y ellos cumplieron con ganarse mil pesos mensuales en el senado durante veinte años -replicó la mujer-. Ahí tienes a mi compadre Sabas con una casa de dos pisos que no le alcanza para meter la plata, un hombre que llegó al pueblo vendiendo medicinas con una culebra enrollada en el pescuezo.
-Pero se está muriendo de diabetes -dijo el coronel.
-Y tú te estás muriendo de hambre -dijo la mujer-. Para que te convenzas que la dignidad no se come.
La interrumpió el relámpago. El trueno se despedazó en la calle, entró al dormitorio y pasó rodando por debajo de la cama como un tropel de piedras. La mujer saltó hacia el mosquitero en busca del rosario.
El coronel sonrió.
-Esto te pasa por no frenar la lengua -dijo-. Siempre te he dicho que Dios es mi copartidario.
Pero en realidad se sentía amargado. Un momento después apagó la lámpara y se hundió a pensar en una oscuridad cuarteada por los relámpagos. Se acordó de Macondo. El coronel esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Neerlandia. En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y mujeres y animales asfixiándose de calor, amontonados hasta en el techo de los vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. “Me voy”, dijo entonces el coronel. “El olor del banano me descompone los intestinos”. Y abandonó a Macondo en el tren de regreso, el miércoles veintisiete de junio de mil novecientos seis a las dos y dieciocho minutos de la tarde. Necesitó medio siglo para darse cuenta de que no había tenido un minuto de sosiego después de la rendición de Neerlandia.
Pero en realidad se sentía amargado. Un momento después apagó la lámpara y se hundió a pensar en una oscuridad cuarteada por los relámpagos. Se acordó de Macondo. El coronel esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Neerlandia. En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y mujeres y animales asfixiándose de calor, amontonados hasta en el techo de los vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. “Me voy”, dijo entonces el coronel. “El olor del banano me descompone los intestinos”. Y abandonó a Macondo en el tren de regreso, el miércoles veintisiete de junio de mil novecientos seis a las dos y dieciocho minutos de la tarde. Necesitó medio siglo para darse cuenta de que no había tenido un minuto de sosiego después de la rendición de Neerlandia.
Abrió los ojos.
-Qué.
-La cuestión del gallo -dijo el coronel-. Mañana mismo se lo vendo a mi compadre Sabas por novecientos pesos.
-La cuestión del gallo -dijo el coronel-. Mañana mismo se lo vendo a mi compadre Sabas por novecientos pesos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario