HUGO GIOVANETTI VIOLA
ALGO MÁS SOBRE EL CACIQUE
Mi padre, Hugo W. Giovanetti Sanna (1919-1979), ingresó en el Taller Torres García en 1950, un año después de la muerte de don Joaquín, y tomó clases de dibujo y pintura con José Gurvich y Julio Uruguay Alpuy. A Augusto Torres, que encabezaba la dirección del Taller, nunca le interesó otra forma de docencia que no fuera la apreciación aprobatoria de lo que consideraba vinculado con la cosa.
Y siempre lo hizo poseído por una especie de timidez celeste que trasmitía mucho más hondura que paz, porque ser el hijo mayor de Joaquín Torres-García lo condenó a tambalearse de por vida entre las dunas del desasosiego.
Hasta 1953, año en que nos mudamos a una Punta Gorda llena de baldíos playeros, mi padre pintaba en un altillo del Paso Molino que para mi niñez representó el axis mundi del Hombre Nuevo uruguayo.
Yo nací en el 48, y los rostros que recuerdo vinculados a la calle Valentín Gómez son fundamentalmente los de Collell y Gurvich, que siempre venía tan hambriento de sopa como de belleza.
Mi padre se había equivocado horriblemente al aceptar mudarse junto con mis abuelos (o mucho mejor dicho, junto con mi insufrible abuela, porque el viejo albañil era un purísimo caballero de la resignación), y apenas unos vecinos conventilleros estragaron el barrio se tomó la revancha alquilando una chalecito chato y con gallinero que quedaba a media cuadra del caserón constructivo que los amigos les habían ayudado a construir a los Torres-García en el más allá de Montevideo.
Y entonces nos escapábamos casi todas las noches de la llorona nostalgia pasomolinera del mujerío para instalarnos en el reino arquetípico de la invenciblidad.
Don Joaquín pudo vivir en su fortaleza mediterránea (ladrillo visto y teja española verticalizados por los correspondientes cipreses cézannianos) nada más que tres años, y su último autorretrato que colgaba al lado de la estufa puede isomorfizarse así: Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño. Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.
Augusto pasó la mayor parte de la década del 50 radicado en Nueva York, y prácticamente no lo recuerdo incrustado en aquellas noches mágicas de mucho humo y café donde Manolita y Horacio tocaban La primavera de Beethoven hasta que el pintor-violinista bajaba el arco y hacía un tac-tac en el piano rezongando: Madre, siempre te apuras.
El Cacique en Carrasco
En la década del 60 el Cacique, como le decían muchos pintores del Taller, vivió un tiempo en la actual avenida Juan Bautista Alberdi y terminó por comprar y reconstruir una antigua casa carrasquense en la calle 6 de abril (ex-Itacurubí) a la que dotó de un lucernario que empapaba al visitante con una PAX-LUX compacta.
Aunque él nunca estaba conforme con sus experimentos.
Actualmente, por ejemplo, en el apartamento de mi hija cuelga un constructivo sin firmar que mi viejo le arrancó de las manos cuando ya marchaba para la quematutti.
Casi no se podía con su inseguridad.
Nosotros ganamos un pedacito de la lotería de Reyes y mi padre compró y reformó un chalé con teja francesa de los años 20 (donde hoy vive mi hermano) y le agregó un tremendo taller en el fondo, al lado de la media cancha de básquetbol con tablero profesional donde potreábamos los botijas de dos barrios, incluido el futuro Comandante del MLN Fernán Pucurull, que murió desangrado a los 22 años, después de la toma de Pando.
Hasta los quince años, Fernán prácticamente vivió en casa. Y su hermano mayor, Nuño, siempre deja constancia en sus catálogos de que su primer maestro fue Hugo W. Giovanetti Sanna.
Mi padre era una especie de perro del Espíritu Santo.
Y fue en aquel taller (que tenía un gigantesco ventanal de vidrio fijo enfocado hacia el sur, para que no se alterara la luz de los modelos) que escuché dictaminar a Augusto, después de contemplar durante mucho rato una fila de cuadros apoyados contra la pared: “Esa jarra está bien, ¿no?”.
Y levantó un dedo en dirección a una naturaleza muerta donde fluía la cosa.
Y ese es el único criterio invariable que utilizo en mis tallereos literarios desde hace medio siglo: lo primero que hay que señalarle a un principiante o a un colega son las facciones emergidas de su tesoro. Y punto.
Augusto hablaba arrastrando la voz catalanamente en forma idéntica a su padre (pude escuchar en el archivo del SODRE los 50 segundos que quedaron grabados de don Joaquín, después de legarle años de conferencias a un establishment cultural que solamente ha logrado progresar en la cantidad de burócratas reclutados por zafra electoral) aunque me imagino que el fundador del universalismo constructivo propagaría una tensión más alta, y, según testimonios familiares, también era capaz de aullar dando saltos de macaquito cuando lo criticaban con mucha mala leche.
A su intravertido hijo mayor, en cambio, la única tensión que le interesaba era la de la cosa (término de alusión al arquetipo místico básico muy usado por Aldous Huxley en el libro de cabecera del Cacique, La filosofía perenne) y a mí, por ejemplo, me aconsejaba que no perdiera el tiempo fundando revistas literarias y toda esa hojarasca que termina por ser puro circo vacío.
Onetti me aconsejaba lo mismo.
Augusto discrepaba antiplatónicamente, además, con Manolita, que siempre acusó al maestro de Santa María de escribir sobre cosas horrendas.
-Ah, yo no tengo ningún problema con Onetti -me aseguró el Cacique un día, como lavándose las manos de tanto sectarismo amontonado contra las estéticas escatológicas.
Pero cuando Gurvich hizo temblar el ala izquierda del Solís en el 65 con la explosión de su síntesis torresgarciana-chagalliana-bruegheliana se sintió desbordado en su patrón intrínseco y comentó contrariado:
-Pues yo creo que se fue de la cosa, ¿no?
La araucaria
Jamás podré saber por qué esta escena que vengo verborragiando desde hace más de cuarenta años sucedió a mediodía en el porche de mi casa, circa 1968. Porque eran una hora y un lugar absolutamente inusuales para esa clase de conversas. Yo estaba sentado en una hamaca de jardín (que todavía existe en lo de mi hermano) entre Augusto y mi padre, que ocupaban dos sillas de hierro pintadas de blanco.
El Cacique (que nació en 1913) sabía hablar tan bien con su silencio como el mismísimo Onetti, pero de golpe señaló un tronco de araucaria de más de medio metro de diámetro que se chocaba con el murete del porche y me jadeó una pregunta-flechazo apuntando alevosamente hacia mi corazón:
-¿Usted se imagina lo que es haber crecido atrás de un tronco como estos, eh?
Augusto nunca me tuteó. Mi padre, que ya estaba muy sordo, se apantalló la cabeza ladeada para que le reprodujera lo que había proferido el hijo mayor del genio visionario y no me sentí ridículo mientras papagayeaba la frase porque ya estaba acostumbrado a mediar fónicamente entre ellos.
Pero enseguida el hosco hombre calvo (que en ese momento no podría sobrepasar los 55 años y que desde muy joven se había fabricado artesanalmente un tocado de jefe sioux para disfrazarse en secreto) perdió el control de su depresión y me descerrajó esta obscenidad salvaje:
-Yo ya me veo venir el ataúd y siento que no hice nada.
Y cuando mi viejo torció su dulce curiosidad fluvial para preguntarme qué había dicho el Cacique yo le contesté:
-Nada.
En el 78 hubo que matar la araucaria porque durante las tormentas dejaba caer unas piñas verdes capaces de partirnos la cabeza y además las raíces ya levantaban el piso del porche.
Y yo supe sin la menor duda que aquella tala estaba decretando la inminente muerte de mi padre, cosa que se cumplió puntualmente en el 79, cuatro días antes de que él cumpliera 60.
Y cuando lo atacó la fulminante gripe de pecho que traía un cáncer de pulmón escondido que lo transformó en un mes y medio en un pellejo colgante digno de Michelangelo, pudimos charlar durante todas las mañanas de una semana en la que él apenas tosía con dolor, tomando mate en piyama y sabiendo con total claridad -nos lo comunicamos telepáticamente desde el principio de la tragedia familiar que Hugo W. Giovanetti Sanna, maestro pintor de bajísimo perfil y hombre de humildad santa somatizó para solucionar un mero pero infernal problema locativo o de falta de espacio respirable, como quiera llamársele- que le tocaba morir (Aute dixit), más acá o mas allá de cualquier diagnóstico enmascarado o mentira piadosa.
Entonces pude esperar el momento justo de la madurez de una de esas mañanas tan blancas / que parecen tener francas / ingenuidades de hermanas (papi ya me leía la balada de Herrera y Reissig en el altillo del Paso Molino) para aplaudirle en vida el amor incondicional que supo ofrecerle siempre a todo el mundo:
-¿Vos te das cuenta lo importante que fue para mí ser hijo tuyo y no de un profeta fanático como Torres-García?
Y le vi florecer una sonrisa coronada por dos diamantes que le insondaban la fluvialidad.
Trabajar
La muerte de mi padre permitió que mi hermano pudiera comprarme una cuarta parte de la propiedad (gracias a una herencia milagrosa que le dejó su padrino de confirmación justo cuando se rompió la tablita del dólar) y me pude mudar a un apartamento del Banco Hipotecario en la misma calle Grito de Gloria, a veinte metros de la casa de Eduardo Díaz Yepes y Olimpia Torres.
Olimpia ya estaba viuda, y una noche empecé a bajar las dos cuadras que nos separaban de la parada de ómnibus de Caramurú -que queda justo frente a la fortaleza mediterránea donde Manolita vivió hasta los 111 años- y vi salir al Cacique de la casa de su hermana.
Según lo señala con insuperable maestría Guido Castillo en el primer artículo de este dossier, Augusto ya estaba radicado frente al puerto de Barcelona, emitiendo ese fenomenal canto de cisne que duró las dos décadas más heroicas y fructíferas de su bíblico viaje hacia la cosa prometida, en las que pudo concretar el prodigio de hacer coexistir equilibradamente a la pintura geométrica de las vanguardias postcézannianas con la pintura en la luz de su veneradísimo Velázquez.
Y para decidirse a afrontar esta última patriada tuvo que fajarse y resucitar después de dos horrorosos disgustos: los que le produjeron el incendio del Museo de Río de Janeiro donde se perdieron 73 obras de su padre y el de una catástrofe patrimonial interfamiliar sobre la que no me corresponde ventilar el más mínimo detalle.
La escena que relato sucedió en el 84, a 8 años de su muerte, y fue prácticamente monológica.
-Cómo le va, Cacique -le di un golpecito en la espalda infatigablemente traqueteante entre las dunas del vértigo.
Entonces Augusto cumplió con el sonriente protocolo de contrapreguntar cómo andaban mi familia y mi literatura, y ya después de cruzar Rivera fue diciendo lo mismo hasta que nos dimos la mano en la parada de Caramurú y él cruzó a lo de su madre a sosegarse con sus whiskys nocturnos:
-Porque lo importante es trabajar, ¿no? Yo de mañana me levanto a sacar apuntes y después de comer ya trabajo toda la tarde. Porque lo importante es trabajar, trabajar, trabajar, trabajar. Porque lo importante es el trabajo, ¿no? Toda la tarde. De mañana uno se organiza y después a trabajar. Y trabaja hasta la noche. Trabajar, trabajar, trabajar, trabajar.
Lo que me obliga a transcribir el irónico análisis que un Carl G. Jung de pelo ya muy blanco realiza mientras lo filman en 1957, cuando todavía no era considerado un científico de ley sino más bien un esotérico desaforado que se apoyaba en fantasías míticas delirantes y caprichosas: El orden biológico de nuestro funcionamiento tal como influye en nuestro comportamiento biológico o fisiológico sigue un patrón. O el comportamiento de cualquier ave o insecto sigue un patrón y lo mismo ocurre con nosotros. Sólo que somos profundamente inconscientes de esto porque vivimos nada más que por los sentidos y fuera de nosotros mismos. Si un hombre mirara en su interior, lo descubriría. Y cuando un hombre lo descubre en esta época, cree que está loco. Y quizá esté loco.
¿Se imaginan a un pintor disfrazado en secreto de cacique sioux para recuperar su voluntad de vuelo?
PAX-LUX
Marcos Torres Andrada, su único hijo, que es babalao consagrado por cultores cubanos del rito de Ifá, me contó que una mañana de 1991 Augusto les comentó, mientras desayunaban, que había hablado con su padre y que ya podía morirse.
Acababa de soñar con don Joaquín y recibió la celestial aprobación paterna con respecto a su pintura y a cómo venía evolucionando la organización del recientemente inaugurado museo montevideano.
Y en 1994, dos años después de la muerte del Cacique, pudimos asistir a la muestra antológica que se tituló La consecuencia extrema.
El catálogo-libro supervisado por Elsa Andrada de Torres, la notable pintora discípula de don Joaquín con quien Augusto compartió más de media vida, estaba realmente a la altura de las circunstancias.
Y de aquella exposición que ocupaba varios pisos irradiaba la vida buena, noble y sagrada que nos sigue reclamando Federico desde su horrorizado Poeta en Nueva York. La cosa rebrillaba una vez más en el planeta pero ahora con las incanjeables facciones novísimas de alguien que eligió la pena y no la nada, para hablarlo en William Faulkner.
Siempre le muestro a mis amigos y a mis talleristas una célebre fotografía familiar que fue tomada en Punta Gorda: allí don Joaquín aparece ya derrumbado por la enfermedad terminal que asumió serenísimamente.
Pero enseguida doy vuelta la hoja y hago aparecer la terribilitá de un Torres-García de 1928 flanqueado por un Augusto apenas quinceañero.
Y todo el mundo se asombra (y se asusta) de la locura visionaria que debió asimilar y con la que tuvo que lidiar el futuro Cacique.
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