(prólogo de La consecuencia extrema / Muestra antológica 1936-1991)
claras las luces de las sombras vanas
Garcilaso de la Vega
Augusto Torres tuvo la suerte, y, a la vez la desgracia, en lo circunstancial, de ser hijo de Joaquín Torres-García, que es, indudablemente (algunos pocos lo sabíamos, desde hace casi cincuenta años, y hoy todo el mundo lo dice) uno de los grandes visionarios de la pintura de este siglo, tan complejo, que está a punto de expirar. La suerte de Augusto Torres fue -en lo que tiene que ver con la esencia del arte de pintar- haber encontrado en su padre a un maestro excepcional, y su desgracia en lo que respecta a la pintura como cosa pública, objeto de opinión y artículo de mercado, que algunos aspectos de su estilo de pintor se parezcan a ciertos rasgos del estilo de su progenitor, por lo cual, para la mayoría de los opinantes -o sea, los que opinan sin entender- sus obras pierden parte de su valor, como si no le pertenecieran enteramente. Es como si me dijeran que mi nariz no es mía, sino de mi abuelo, porque se parece a la de éste, pues el hecho de que un artista se parezca a otro -cosa tan natural e inevitable en el verdadero arte como las semejanzas físicas o de temperamento- nada tiene que ver con la originalidad de ninguno de los dos. Los únicos que no tienen parecido con nadie son los aficionados, los “pintores de domingo”, que distraen sus ocios haciendo un cuadrito semanal.
La pintura nunca se empieza a hacer, porque siempre se sigue haciendo, dice André Malraux, y da el ejemplo del Giotto, que no descubrió la pintura mirando las ovejas en el campo, sino contemplando la pintura de Cimbaue, desde la cual partió para poder crear la suya. También los cubistas descubrieron su pintura en Cézanne, y no por eso sus cuadros son menos valiosos, ni los muchos aspectos e ideas comunes que hay en ellos disminuyen la originalidad de cada uno. Más aun, Monet decía que, cuando él y Renoir pintaban juntos, y afiebradamente, en Argenteuil, llegaba un momento en que, pasados unos días, ninguno de ellos podía decir a quién de los dos pertenecía algunas de las telas, y no hay quien se atreva a discutir que Monet es Monet y Renoir es Renoir, por más que el impresionismo los una.
He querido poner de relieve algo que debería ser evidente para todos: Augusto Torres fue influido por su padre porque no era un torpe insensible, sino un artista como la copa de un pino; y si me he extendido en estas consideraciones y estos ejemplos, ha sido porque siento la obligación, ahora que Augusto Torres acabó de morir -o de vivir, que es lo mismo- de quitar, de una vez por todas, el velo de ignorancia que ha cubierto, y todavía cubre, una obra tan portentosa e impar como la suya. Sólo agregaré sobre este tema una cosa más, que no me hubiese atrevido a decir durante la vida de Augusto Torres, porque éste, dada su extremada modestia, se habría enfadado conmigo: Augusto, no obstante su juventud de entonces, también influyó sobre su padre, porque él fue quien lo indujo a retomar la pintura figurativa, e, incluso -sin caer nunca en el naturalismo imitativo-, la pintura de la luz, a la que Torres-García, en sus momentos de mayor fervor constructivista, consideraba como un oficio diabólico, que lo había mantenido apartado, durante algún tiempo, del verdadero camino del gran arte geométrico y universal. Muchas veces oí decir a don Joaquín, mientras señalaba acusadoramente a su hijo, que Augusto era un demonio que no se cansaba de tentarlo y que lo había hecho reincidir en el pecado mortal de querer aprisionar la luz sobre una tela, para violar así la pureza sagrada de una superficie bidimensional, penetrándola, agujereándola, con la magia engañosa de la tercera dimensión.
La verdad es que Augusto Torres nunca pudo, ni quiso, apartarse de cierto grado de figuración pictórica, ni alejarse demasiado de la pintura de la luz, a la que siempre, como una mariposa nocturna, volvía su pincel hipnotizado (por lo cual su obra se separa, radicalmente, de la de Torres-García) aunque sin perder, en ningún momento, la idea de abstracción, principal herencia de su padre, quien a su vez, como otros pioneros del arte moderno, lo había heredado de las grandes creaciones artísticas del pasado más remoto. Esto explica que Velázquez fuera el pintor preferido por Augusto, sin que esto disminuyera su profundo interés por todos los grandes maestros de la pintura, a los que conocía profundamente. Pero Velázquez era Velázquez: el pintor que más hondamente le entraba por los ojos, el que más calladamente la hablaba a su pensamiento, y el más cercano de su corazón.
Cuando se trasladaba a Madrid, fuese por el tiempo que fuese, no pasaba un solo día, así lloviese o tronase, sin visitar el Museo del Prado desde que se abría hasta que se cerraba. A veces dedicaba un día entero a estudiar las obras de otros geniales artistas, como las del Tiziano o las de Goya, por ejemplo, pero siempre les robaba parte de ese tiempo, para entrar, aunque fuera a último momento, en las salas de Velázquez, como quien no podía dejar de cumplir con una cita obligada. Velázquez era, para Augusto, un colosal hermano mayor, por el que sentía particular veneración y cuya obra influyó tanto y más que la de su padre. Es cierto que la enseñanza de Torres-García lo ayudó a comprender a Velázquez, pero también lo es que la enseñanza silenciosa de Velázquez, en un casi imperceptible y paulatino movimiento de flujo y de reflujo, lo ayudó a comprender a Torres-García y lo impulsó a influir sobre él.
Además de esta doble influencia, que él asumía y sintetizaba de una manera muy particular, Augusto Torres recibió otras muchas influencias, porque, como a todo gran artista, todo lo que estaba vivo y cargado de significación espiritual le interesaba, y aunque se tratara de algo que, aparentemente, poco o nada tenía que ver con la pintura, como la música de jazz o la vestimenta de los indios pieles rojas, él se encargaba de incorporarlo a su alquimia interior, de la que procedía el misterio de sus cuadros.
Para dar un ejemplo de su compleja y recatada personalidad, será suficiente mencionar el hecho de que Augusto llegó a confeccionarse, en secreto y con los mismos primitivos y minuciosos procedimientos que empleaban los indios en las praderas, un traje de jefe sioux o comanche. Cuando se decidió a mostrármelo, se cubrió la cabeza con un gran tocado de plumas, que casi le llegaba hasta los pies, me miró con la feroz, y, a la vez, cordial inocencia de sus ojos claros, y me dijo: “Cuando te pones esto te sientes como un pájaro”. Sí, los indios eran como pájaros salvajes, y Augusto también: nunca se doblegó ante nadie, y aunque pareciera acatar la autoridad paterna, que tanto respetaba y admiraba y de la que extraía lo que le interesaba, jamás renunció a su íntima y última libertad, y, al final de cuentas, siempre hizo lo que quería hacer.
Europa y América formaron otra doble influencia que actuó sobre su vida y sobre su manera de entender el arte. Nacido en Cataluña, su primer formación fue europea: además de los museos, frecuenta a los principales representantes del arte de vanguardia, hace trabajos de herrería en el taller del escultor Julio González y asiste a las clases de dibujo de Amedée Ozenfant. Todo lo cual no impide que, establecido en el Uruguay, se sienta uruguayo y, por ende, americano, a tal punto, que profundiza en el arte de las grandes civilizaciones precolombinas, a las que había conocido cuando trabajaba como dibujante en el Museo del Trocadero de París, hoy Museo del Hombre.
Pero la verdadera patria de Augusto era y es la pintura, donde sigue viviendo como uno de sus ciudadanos más notables. El arte, que, como la poesía y el pensamiento filosófico y científico, es lo que hace grande a una nación, nunca se queda encerrado dentro de límites nacionales, geográficos, raciales, lingüísticos o políticos, porque traspasa todas las fronteras y está por encima de todos los regionalismos estrechos, que dan más valor a la obra de un mediocre, siempre que sea oriundo de la región, que a la de un genio que haya tenido la desdicha de nacer fuera de ella. La pintura de Augusto Torres pertenece a Cataluña y a Europa, al Uruguay a Latinoamérica, y a Camboya y a La Martinica, siempre que haya camboyanos y martiniqueños que la comprendan.
Para referirme concretamente a las características de la pintura de Augusto Torres, quien -siempre con su inconfundible manera de andar recorrió muchos caminos- me limitaré a su última etapa, que también fue la más larga. Esta etapa final, que, a comienzos de los setenta, se inició en Barcelona, y, concretamente frente a su puerto -esto es muy importante-, duró los casi veinte años que le quedaban de vida. En ella se advierten varias maneras de intentar cumplir, por fin, con su viejo y único propósito, que hasta entonces había parecido un imposible y que ahora se le aparecía como una tarea demasiado ambiciosa pero realizable: fundir en un todo indivisible, y con la misma presencia y la misma fuerza, los dos polos opuestos que habían predominado en al arte, desde los tiempos más remotos y que, en el siglo XX, coincidieron para dividir a los artistas contemporáneos en dos tendencias antitéticas, que, muchas veces, se manifestaban también alternadamente, en las distintas obras de un mismo artista, que, ya no inmerso en ninguna tradición, creía poder elegir entre una u otra tendencia antagónica, según le viniera en gana.
Me estoy refiriendo, por supuesto, a la tradición de un arte mental, abstracto, racional, geométrico y universal, por un lado, y, por otro, a un arte visual, concreto, sensible, luminoso y particular.
El primero se sujeta a leyes armónicas, está dominado por la idea de estructura y es esencialmente arquitectónico; el segundo es libre, sólo lo guía la intuición poética y su lenguaje más propio es la pintura de la luz. Aunque las cosas no son tan simples, ni las oposiciones tan tajantes como las he expuesto, he querido plantearlas así para plantear claramente las dos direcciones opuestas, que han existido en el arte y hoy pueden coexistir, en un mismo pintor, que, a veces se inclina hacia la primera, y, otras, hacia la segunda. Dándose, también, el caso muy frecuente de que en estos o aquellos artistas predomine una de las dos. Pues bien, Augusto Torres pretendía que las dos tendencias coexistieran, no en él sino en su obra, en su manera de pintar, y que ninguna de ellas fuera más poderosa que la otra.
Para lograr este milagro, Augusto Torres comenzó, desde su estancia en Barcelona, a mostrar parte de los objetos pintados en sus cuadros, y practicó esa fragmentación para que las cosas representadas no abrumaran con la fuerza de su apariencia externa, y -perdido el peso de su presencia total- pudieran ser trasladadas, más libremente, desde el espacio temporal y cambiante de la realidad, hasta el espacio ideal y estático de la pintura. Para esto el puerto de Barcelona, que contemplaba desde la ventana de su estudio, le sirvió de maravillas, porque le mostraba partes de barcos, fragmentos de grúas junto a fragmentos de chimeneas, de edificios, etc., cosas todas próximas a la geometría y a la abstracción: pero, entre ellas, se veía un trozo de mar verdinegro y un pedazo de cielo azul manchado por una nube de humo violáceo, que sólo la pintura de la luz podía representar.
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