HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
DECIMOTERCERA ENTREGA
DECIMOTERCERA ENTREGA
CUATRO: LA BATALLA (1)
NO PARECÍA un domingo de tarde porque Liverpool había ganado cómodo y en lugar de esperar el ómnibus en Carlos María Ramírez bajamos caminando por Agraciada a encontrarnos con el tío Jorge. Nos sentamos un rato en Devida. Mientras comíamos una pizza a caballo mi padre contó cómo acababa de partirse el brazo el centrofóbal de Rampla: “Te juro que nunca vi una cosa igual. Saltan a cabecear con el Tito Romero y de golpe se oye un CRACK y el tipo cae fulminado y entra corriendo el masajista y le coloca el antebrazo en su sitio igual que cuando das vuelta un muñeco. Algo increíble”. Pero yo no lo vi. Estaba distraído observando la gran columna de humo quieto y azul que empenachaba el fondo de la tarde. Y después que se llevaron al centrofóbal de Rampla entre varios y lo bajaron por el túnel le pregunté a mi padre si ese humo salía del cementerio de La Teja y él no me supo contestar. Pero empezó a apretarse el pecho a la altura del corazón, a cada rato.
Ahora caminamos en dirección al Prado bordeando una alameda de casuarinas. Todavía no me acuerdo que mañana de mañana tengo clase de piano y mi padre tiene que ir a trabajar a la Caja y al quiosco. “Che Jorge” pregunta él, con cara de Isabelino Pena: “¿Vos por casualidad nunca escuchaste hablar del Papalote, allá en Maldonado? Es un negro de La Paloma que fue lobero toda la vida y vino a parar a Punta Gorda no sé por qué misterio”. Entonces mi tío se frena, y al torcer la cabeza el sol lo hace entornar los ojos. “Claro. Un negro muy mentado” dice recobrando su característico tranco paseandero, con las manos agarradas en la espalda: “Pero nunca lo pude conocer. ¿No es payador, también?”. “Y canta como los ángeles” levanta la voz mi padre: “Tiene una canción que se llama Burbujas de amor -una especie de bolero amerengado- que te hace tocar el cielo”. Y se friega el resplandor reseco de la gomina y vuelve a apretarse el pecho hasta que de repente nos quedamos sin sombra, y la calva de tío Jorge se apaga.
Mi padre sacó los cigarrillos con indisimulada avidez. Yo me quedé mirando el parquecito -con los botes y los juegos llenos de gente- y sentí sonar el CRACK del domingo. “¿Querés ir a dar una vuelta en la calesita cuando se vaya tu viejo?” me preguntó mi tío. “No” debo haber rogado mudamente. Porque a él se le nubló y desnubló la mirada y preguntó: “Che, Pepe: ¿así que te hace tocar el cielo, ese negro? ¿No podré contratarlo para que venga a cantar a la misa?”. Pero ninguno se rio demasiado, y después que cruzamos el puente y pasamos entre los eucaliptos de la cancha de Wanderers mi padre se fue al velorio que había en la cuadra donde vivíamos antes. Nosotros torcimos hacia el rosedal.
“¿Y? ¿Cómo te va en el catecismo? Me pregunta mi tío, al sentarnos bajo un farol que parece recortarse sobre un rosedal espacial. “Bien” murmuro. Y enseguida recupero la voz franca para preguntar: “¿Qué quiere decir redención?”. Y mi tío abre una sonrisa de labios cerrados y demora bastante en sentenciar: “Viene a querer decir liberación: ese es el mejor sinónimo. Sería como si a esa gente que estaba tratando de divertirse o distraerse un rato en el parque se le fuera del todo la desesperación. Y el miedo”. “¿Y qué es un héroe?” me animo a seguir investigando. “Ah. Depende. Hay héroes y héroes” vuelve a sonreír mi tío, aunque con los ojos serios: “¿Qué es lo que te gusta recordar de cuando vivías en el Paso Molino, por ejemplo? ¿Prefería acordarte de aquellos mamarrachos que te hacían recitar o de los cuadros que pintabas escuchando la radio en el altillo? “.
El aire es de terciopelo -pensé. Y dije: “Mamá es buena”. “Nadie dijo que fuera mala” me agarró la rodilla tío Jorge: “Pero el héroe de verdad no hace nada para lucirse ni para hacer lucir a los otros. Ni para que le paguen. Y la mayoría de las veces le pagan agarrándolo a pedradas, además. Ya me enteré de lo que te pasó el domingo en el cine. Pero la verdad de la milanesa es así. O más o menos así. Y nunca te olvides esto, porque no te lo van a enseñar en ningún catecismo. El héroe es el que se abraza con la vida y hace lo que tiene que hacer aunque sea imposible. O aunque lo crucifiquen”. “¿Y uno cómo se da cuenta de lo que tiene que hacer?” pregunté, escudándome con mis flamantes paletas de aperiá. “Uno va probando” suspiró hondo mi tío: “Uno se mete en la batalla -sobre todo en la batalla que tenemos que pelear eternamente contra nuestras propias cagaleras- y trata de aprender lo que se precisa para ser un buen centrofóbal. Hasta que un día te das cuenta que el que está mandando es Dios. No vos. Entonces te sentís bien de verdad. Porque Dios paga de verdad”.
Por el camino violeta / cual a través de una grieta / se ve cómo piensa el cielo -estuve a punto de decir en voz alta. Pero pregunté: “¿Y qué es lo que le pasa a mi padre cuando se pone loco?”. “Eso es mejor que te lo conteste él” le tocó mostrar los dientes a mi tío: “Lo de hoy no es nada. Tiene miedo a infartarse porque el ex-vecino de ustedes se murió de un infarto. Siempre fue igual, tu viejo. Che, pero decime una cosa: ¿no le podrían pedir al Papalote que les enseñe a tocar el cielo como Dios manda, a ver si se me dejan de joder de una vez con el cagalerismo?”.
MI PADRE fue distinguido por la prensa como una de las revelaciones juveniles del primer torneo metropolitano de ajedrez que se jugó en 1935, confrontando a clubes integrados por jugadores de todas las categorías y edades. Él tenía 15 años. A los 17 ya estaba en segunda categoría fichado por Peñarol, y llegó a jugar una simultánea con Alekhine. En aquella época se acostaba a las cuatro de la mañana y soñaba tres horas con la partida ganada perdida empatada o suspendida y a las siete se tomaba el tranvía para ir a trabajar y de noche le prohibían apoyarse en la mesa porque hacía temblar el tablero. A los 20 años abandonó el ajedrez. Después fue dirigente de la Quinta de Liverpool durante bastante tiempo, hasta que un día un amigo lo llevó a conocer el Taller Torres-García -donde había lugar para intelectuales productivos o improductivos aficionados a cualquier disciplina- y se quedó sentado para siempre la diestra de la belleza.
“¿Cuándo vas a empezar a escribir las novelas de Isabelino Pena?” le pregunté después que acompañamos a tío Jorge hasta la Estación Central y nos tomamos un taxi porque ya era muy tarde.”Uh” sopla el humo él, entre triste y divertido: “¿Qui lo sa, Katz? A lo mejor tendría que ser como Hammett, que primero fue detective y después se largó a escribir. Pero eso es medio bravo”. “¿Detective?” pregunta el taximetrista: “Disculpe que me meta, pero si decide agarrar ese laburo yo soy el primer cliente. Preciso que alguien mate a mi suegra. Con urgencia”. Mi padre lo acompañó en la carcajada y aclaró: “Usted está confundido, compañero. Yo dije detective, no pistolero”. “Bueno” contragolpeó el otro, entusiasmado por el jugo que le estaba sacando a la conversación: “No se me ponga exquisito. ¿Se acuerda de Humphrey Bogart en Al borde del abismo? Cuando tiene que meter plomo no le hace asco. Y si usted conociera a mi suegra-”. Mi padre se apretó el pecho. “Mire: si usted conviviera una semanita con mi suegra me daría la razón” insistió el taximetrista, despeñándose casi tiernamente hacia la promiscuidad: “Nos está cagando la vida a todos. ¿Me lo puede creer?”. “Puedo” dice mi padre: “Pero yo creo que eso es cuestión de cuerpearlo, ¿no?”. “¿Cuerpearlo?” suspira el otro: “Yo ya estoy frito, viejo. A mí me embagayaron desde antes de casarme. Me doraron la píldora, ¿comprende?: que primero alquilamos todos juntos porque así es más barato y patatín y patatán. Y si ahora llego a decir de mudarnos sin la vieja, mi mujer se divorcia. Le juro que se divorcia”. Ya estábamos a mitad de camino, y de golpe no hablaron más y mi padre se empezó a masajear el costado izquierdo por abajo de la camisa. “¿Sabe lo que soy yo?” volvió a desembuchar el taximetrista recién cuando cruzábamos el puentecito de Caramurú: “Soy un tipo demasiado bueno. Y eso es algo muy jodido. Cuando todo el mundo dice que usted es un pan de Dios, es porque se jodió: acuerdesé lo que le digo. Y disculpe que me meta”. “No, por favor” sonrió mi padre: “Cuando sea detective voy a tenerlo en cuenta, se lo aseguro”.
Apenas bajamos del taxi escuchamos que nos llamaban a gritos desde la casilla del Chueco y nos quedamos duros. Ä ver, Abelito y don Pepe: arrímense a festejar, que hay pa todos” vociferó más claramente el veterano de Maracaná: “Desplumar a un japonés tres sábados seguidos no es chimichurri, viejo”. Mi padre me señala con los ojos al Papalotey al Lobo, sentados en el extremo de una mesa donde también pueden distinguirse las cabezas de Mr. Campbell y Ricky. Al trasponer al portón descubro a Ma-Sa acurrucada en la hamaca, disfrazada de pelirroja jolivudense. Estaban todos borrachos menos Ricky y Ma-Sa: la mirada del chiquilín monstruosamente cabezón fosforecía posada sobre la pequeña máscara de maquillaje.
“Vo, nene” me dice el Chueco, sirviéndome Coca-Cola: “Mirá que ya los anoté en un cuadrangular de rompirraja y ahora hay que meter pata en serio. Ya llevamos dos semanas sin practicar pero el sábado que viene se acabó el relajo. Empiecen a agenciarse una sede, nomás, que el club se va pa’arriba como pedo de buzo. O eructo de almeja”. “Podríamos ayudarlos a levantarse un sucucho como el de la barra de la pequeña Lulú, en cualquier baldío” se ríe mi padre, desahogado por un gran trago de grapa con limón. “Cuando reclino la frente / no se me cae el perfil / y si se precisa gente / me ofrezco como albañil” improvisa el negro para delirio del lungo y esquelético Mr. Campbell, que a pesar de la pinta y el chicléts es más criollo que Amalia de la Vega. “Ojo, gringo” dice el Chueco: “Andá a cambiarle el agua a las aceitunas, porque vas a terminar regándome el patio”. Campbell le hace caso y entra a la casilla exagerando otro juvenil ataque de risa que nos hace tentar a todos. “El sábado viene el gringo a dejar las plumas, también. Ya arreglamos” eructa el veterano de Maracaná, con las córneas enardecidas: “¿No se canta una, don Papalote? Estamos entre gente respetuosa. Por algo lo invité a mi rancho, ¿no?”.
Mi padre se sirvió más grapa. Entonces el Papalote (que huele más a tripulación del Corsario Negro que a rosedal) se encasqueta parsimoniosamente el sombrero y se sienta en la tierra, frente a un eucalipto talado al ras. Pero antes hace una sola seña misteriosa -parecida a la del truco- y mientras el perro se le acerca jadeando cavernosamente, la infanta corre hacia adentro y a los cinco minutos vuelve con las facciones inmaculadas y tristes que resplandecen en las estampitas. Detrás de ella llegó Campbell, sobreactuando eses lúbricas al caminar. “Al morochón le deben gustar las pollitas en estado de gracia” murmura: “Igual que a mí”. Y el Chueco lo fulmina con un gelatinoso odio color malvón, pero no dice nada.
Ay ay ay ay ay si yo fuera un pez / nadando al cruzar el agua se lanza el Papalote: y un collar te diera / con besos de arena y algas. / Ay ay ay ay ay si yo fuera un ave / mi vida volara al cielo / buscara arcoiris / pa’hacer una trenza en tu pelo / y te diera el verde / rizado del llano / y la cordillera de mi mano / y un racimo’e nubes / bajo los cristales / y el rocío que moja los rosales. Y aquí frenó un momento para estirar una manaza y besar la luz oceánica del vaso mientras su miopía se alzaba hacia la hamaca. Y volvió a tamborilear y a berrear junto al Lobo: Ay ay ay ay ay si tú fueras pino / que naciera en matorrales / en la noche oscura / de estrellas te hiciera un traje. / Ay ay ay ay ay si fueras cocuyo / pediría ver el río / yo sería la luna / que prendiera tu cariño / y tu cuerpo frágil / hiciera de flores / y serías el sueño de mis amores / y un jardín de espumas / colgaré en tu cuello / y serías la reina de mi reino.
Hubo un aplauso general aprovechado por Campbell para agarrar al chiquilín de la mano, saludar con una reverencia y desaparecer dando zancadas perfectamente ágiles. La mirada del Chueco seguía inyectada de odio. Pero cacareó, meloso: “Lo invito a barajear el sábado, don Papalote. Aunque si juega al póquer como canta, va a dejarme en la lona”. “Póquer no juego, señor” retrucó el negro, incorporándose con la guayabera hinchada por un brillo giboso: “pero apuesto que el domingo / mi papalote demuestra / que su pandorga no es pingo”. El Chueco era igual de petiso que mi padre, y su gran cabeza motuda cimbró como la de un muñeco con resorte al jadear: “Hecho. Y a faca”. Y el negro contestó, dirigiéndose al lobo: “¿Así que quieren batalla? / Sí, mi rocín: / donde haya”.
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