lunes

EL MUNDO DE JOSÉ ENRIQUE RODÓ (1871 – 1917)



BELÉN CASTRO MORALES
(desde Tenerife, 2010)
SEGUNDA ENTREGA
«LA VIDA NUEVA»
Al tener que interrumpir la edición de la RNLCS, Rodó creó la colección «La Vida Nueva», una serie de folletos literarios donde, ya en solitario, continuó reflexionando sobre la literatura ante la complejidad del fin de siglo. La primera de estas entregas se inicia con el «Propósito de la colección», donde anunciaba sus escritos críticos como resultado de su «conciencia de espectador en el gran drama de la inquietud contemporánea». En su breve «Lema» resumía los rasgos del «alma del crítico grande y generoso»: la amplitud de intereses, la flexibilidad del gusto, el criterio tolerante, el juicio desapasionado. También adoptaba la definición de Diderot, que atribuía al crítico el «alma multiforme del cómico», y evocaba el ideal de Las Horas, la publicación de Goethe en Weimar, que le parecía ejemplar como «reconciliación de todas las inteligencias». Pero, en el fondo, como le había anunciado a Clarín en una carta de septiembre de 1897, el plan de su colección obedecía a su anhelo de «encauzar al modernismo americano dentro de tendencias ajenas a las perversas del decadentismo azul... o candoroso».
En el primer tomo de «La vida nueva» (1897) incluyó dos trabajos. El primero esuna versión retocada de «El que vendrá», que en menos de dos años veía su tercera (y última) edición. El segundo es «La novela nueva», un importante trabajo sobre las novelas experimentales (las Academias) de su compañero Carlos Reyles, uno de los primeros narradores modernistas de Hispanoamérica. Reyles había declarado en su dedicatoria «Al lector» de Primitivo (1896), su propósito de escribir aquellos «ensayos de arte» para captar «los estremecimientos e in­quietudes de la sensibilidad fin de siglo, refinada y complejísima» y transmitir «las ansias y dolores innombrados que experimentan las almas atormentadas de nuestra época», auscultando «hasta los más débiles latidos del corazón moderno, tan enfermo y gastado». Como sabemos, Rodó compartía los síntomas anímicos descritos por Reyles, así como su rechazo por el determinismo y el objetivismo naturalistas, y anotaba: «Hijas nuestras almas de un extraño crepúsculo, nuestra sinceridad revelará en nosotros, más que cosas sencillas, cosas raras». También compartía su oposición a Max Nordau, el autor de Degeneración, incapaz de comprender fuera de lo patológico las manifestaciones del genio finisecular. Sin embargo, Rodó no compartía plenamente la opinión polémica de Reyles sobre la decadencia y superficialidad de la novela española de su tiempo, y defenderá de su desprecio a autores del neoespiritualismo español, como el Galdós de Ángel Guerra o el Armando Palacio Valdés de La fe, así como la obra de Leopoldo Alas.
En 1898 Rodó iniciaba su intervención en la política nacional como militante de la Juventud Colorada, y junto con sus amigos de la RNLCS trabajaba por la candidatura a la presidencia de Juan Lindolfo Cuestas (1898-1903) como redactor de El Orden. Se ganaba la vida trabajando en la oficina de Avalúos de Guerra, le solicitaban prólogos y veía crecer el reconocimiento por sus méritos intelectuales. Uno de ellos fue su designación como Catedrático de Literatura para sustituir a su mentor, Samuel Blixen. Sus lecciones, que incluían la explicación de Estética y de Historia del Arte y de la Literatura universales (editadas por Pablo Rocca en 2001), nos permiten conocer el enfoque de la actividad pedagógica de Rodó poco antes de que creara a su personaje, el profesor Próspero de Ariel, así como su actitud ante el hecho estético-literario, en torno al que giraba también su actividad crítica y ensayística.
La segunda entrega de «La vida nueva» es el estudio Rubén Darío: su personalidad literaria, su última obra (1899), dedicado a Samuel Blixen. Este trabajo fue el primer estudio de verdadero calado que se realizaba en las letras hispánicas sobre el modernismo y, en particular, sobre su máximo hito, Prosas profanas, publicado en la vecina Buenos Aires en 1896. Las ideas críticas de Rodó se ponían aquí en juego de una forma aparentemente contradictoria. Los poemas de Prosas profanas le parecían excepcionales, pero no adecuados al medio, ni oportunos como ejemplo de la nueva literatura americana. De la misma manera que el crítico impresionista y el poeta que había en Rodó se permitían recorrer sus mundos exóticos y extasiarse en sus raras tonalidades de música y color, esa exquisita obra poética le parecía al crítico americanista algo artificial y ajeno al medio americano: una «flor de invernadero».
La crítica que Rodó hacía a Darío era, sin embargo, la de un modernista, aunque su militancia en el movimiento, como ya sabemos, reclamaba rectificación, hondura filosófica, sinceridad, sentimiento americano y algo que no veía en Prosas profanas: «solidaridad social». Su credo modernista era otro:
Yo soy un modernista también; yo pertenezco con toda mi alma a la gran reacción que da carácter y sentido a la evolución del pensamiento en las postrimerías de este siglo; a la reacción que, partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conduce, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más altas. Y no hay duda de que la obra de Rubén Darío responde, como una de tantas manifestaciones, a ese sentido superior; es en el arte una de las formas personales de nuestro anárquico idealismo contemporáneo; aunque no lo sea -porque no tiene intensidad para ser nada serio- la obra frívola y fugaz de los que le imitan, el vano producir de la mayor parte de la juventud que hoy juega infantilmente en América al juego literario de los colores.
Este extenso estudio supuso la apoteosis de Rodó como crítico literario, y así se lo hicieron saber desde Herrera y Reissig hasta Salvador Rueda. Rubén Darío, poco efusivo en el agradecimiento, incluyó el estudio en la segunda edición de Prosas profanas, aunque se omitió la firma de Rodó. Darío sabía bien que el crítico no era su discípulo, sino más bien un influyente conductor del movimiento que iba a influir también en el giro de su poesía hacia Cantos de vida y esperanza, donde el poeta le dedicó la primera sección del libro.
Rodó se encontraba redactando este trabajo sobre Darío, cuando España perdió la Guerra de Cuba y los Estados Unidos iniciaban su intervención en la isla. El hecho había indignado a Rodó, que declaró su proyecto de escribir sobre el tema, aunque en el último párrafo de su Rubén Darío ya adelantaba un comentario sobre el silencioso y «dolorido estupor» que se sentía en España, «madre de vencidos caballeros» que sufría en silencio, «como la Dolorosa del Ticiano» la pérdida de sus últimas colonias.
ARIEL
En febrero de 1900 se publicó Ariel como tercera entrega de la serie «La Vida Nueva». Es un tomo de 142 páginas impreso por la casa Dornaleche y Reyes de Montevideo, con una tirada de 700 ejemplares que fue costeada por su autor. Desde octubre de 1899 El Siglo había anunciado la publicación para la primera quincena de noviembre, anticipando que trataba sobre «la influencia de la raza anglo-yankee en los pueblos latinos», aunque en El Día (23‑I‑1900), Rodó precisaba que el tema principal de su trabajo era una defensa de la vida espiritual ante las imitaciones del mercantilismo.
Ariel es, sin duda, el ensayo más celebrado y discutido de Rodó, el que lo encumbró como un joven pensador y maestro. Por el momento y circunstancias en que fue escrito, ha sido considerado un ensayo del 98, pues interpreta la crisis hispánica con una perspectiva latinoamericana, o, más exactamente, latinoamericanista, reivindicando la identidad de la América que fue española en contraste con la progresista, democrática y amenazante América anglosajona. Esa confrontación de identidades (definidas desde el romanticismo por su herencia de raza, lengua y religión), se presentaba en el Ariel de Rodó como la versión más elaborada de una tradición que tuvo sus antecedentes en el latinoamericanismo de Torres Caicedo, de Francisco Bilbao y de Martí, autores que ya habían advertido sobre la voracidad imperialista de los Estados Unidos mediante algunas metáforas culturales -el animal de rapiña o el monstruo, ya fuera gigante, titán o caníbal- que culminarán en el Calibán de 1898. Frente a tanto poderío, la identidad latina no se encontraba en su momento de mayor estima: condenada al atraso por la antropología raciológica positivista, disgregada en sangrientos nacionalismos y azotada por revoluciones y dictaduras, sus expectativas no eran halagüeñas.
En una obra especialmente ofensiva de Edmond Desmolins, À quoi tient la supériorité des Anglo-Saxons? (1897), se proclamaba la inferioridad y decadencia de la «raza latina», mestiza, en contraste con la exaltación del desarrollo material y pedagógico de los anglosajones. El periodista y profesor uruguayo Víctor Arreguine, que había colaborado en la RNLCS, iba a lanzar su contraofensiva en el ensayo En qué consiste la superioridad de los latinos sobre los anglosajones (Buenos Aires, 1900). Coincidiendo en fecha y espíritu -aunque no en forma- con Ariel, Arreguine también proponía superar la perspectiva racial (y racista) del positivismo para enaltecer los valores humanistas y espirituales de los latinoamericanos sobre el materialismo utilitario de los anglosajones. El ensayo de Arreguine y el de Rodó ofrecían un mensaje optimista para superar el fatalismo imperante y para fomentar la cohesión fraternal de aquellas naciones, sugestionadas por el modelo de progreso estadounidense.
Lejos del estilo del panfleto que se esperaba, Ariel es un ensayo literario, elaborado con una prosa artística donde se tejen múltiples citas y referencias culturales, ejemplos tomados de diversas fuentes literarias y filosóficas, y hasta pequeños relatos engarzados en el cuerpo del discurso. Era su manera de poner en práctica sus preceptos de «enseñar con gracia» y de «dar a sentir la belleza», que confieren a su discurso una considerable complejidad ideológica, estructural y semiótica. Además, Rodó lo enmarcó en una situación ficcional, creando un espacio académico (la sala de lectura), y unos personajes (los «atentos discípulos» y su profesor), aunque no un diálogo. A diferencia de la transmisión directa de ideas, propia del ensayo, el joven y tímido Rodó prefirió ocultarse tras la máscara de «el viejo y venerado maestro, a quien solían llamar Próspero, por alusión al sabio mago de La Tempestad shakespeariana».
Varios críticos señalaron enseguida la apariencia extraña de la obra. Leopoldo Alas, en su reseña de 1900, ya anotaba que «Ariel no es una novela ni un libro didáctico; es de ese género intermedio que con tan buen éxito cultivan los franceses, y que en España es casi desconocido». Posteriormente, Carlos Real de Azúa señaló la afinidad de Ariel con la «oración rectoral» o el «sermón laico», una modalidad didáctica habitual en la universidad francesa en la segunda mitad del siglo XIX, en que se recomendaba a la juventud pautas morales y cívicas de carácter liberal y laico antes de su incorporación a la vida profesional. Este tipo de alocución también se encuentra en los sectores liberales de la pedagogía decimonónica española e hispanoamericana, y particularmente en la pedagogía krausista. Así, en «El espíritu de la educación en la Institución Libre de Enseñanza», discurso inaugural del curso 1880‑81 pronunciado por Giner de los Ríos, el pedagogo exaltaba la fuerza civilizadora de la educación, entendida como desarrollo integral de todas las facetas del individuo. Leopoldo Alas también había pronunciado en 1891 un discurso académico en la Universidad de Oviedo, «El utilitarismo en la enseñanza» (publicado con el título Un discurso), donde había adaptado las críticas al utilitarismo norteamericano del autor inglés Matthew Arnold a claves pedagógicas krausistas, como el cultivo de los ideales desinteresados, la necesidad de una aristocracia intelectual y la importancia de la formación estética del joven. El mismo Rodó había manifestado en su artículo de la RNLCS «Juan Carlos Gómez» (1895) su admiración por un discurso similar que Lucio Vicente López había pronunciado en 1893 en Argentina.
Rodó adoptaba este molde discursivo y su espíritu crítico y liberal, pero también lo renovaba profundamente al imprimirle su estilo y adaptarlo a los problemas de América Latina. El discurso del profesor, dedicado «A la juventud de América», se desarrolla en seis secuencias donde explica su lección de moral social a los nuevos intelectuales latinoamericanos del siglo XX, quienes, a su vez, deberán predicar su mensaje neoidealista y regenerador a otros, en el ámbito de la cultura letrada y en las instituciones políticas y culturales.
EL DISCURSO DE PRÓSPERO. El profesor inicia su discurso con «firme voz magistral» invocando al espíritu de Ariel, que aparece representado por una estatuilla de bronce sobre su mesa:
Ariel, genio del aire, representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte noble y alada del espíritu. Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, el término ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida.
Comienza Próspero apelando a la audacia creadora de la juventud, con su idealismo y sentido crítico, para llevar a cabo la construcción social y la unidad de la nueva América Latina, sin caer en el pesimismo que propagaba la literatura decadentista. Aconseja no dejarse atrapar por la estrecha especialización, la intolerancia o el individualismo insolidario, fomentado por las sociedades utilitarias que mutilan al individuo, lo esclavizan y lo mecanizan para alcanzar sus metas de productividad. El espíritu de competencia, advierte el maestro, atrofiará su mente y lo alejará de la cultura, de las causas colectivas y de los intereses generales, dando lugar a «espíritus estrechos» e incomunicados, así como a sociedades decadentes. Es entonces cuando propone la Atenas clásica como ejemplo del desarrollo equilibrado de la personalidad y aconseja el cultivo del noble ocio y del «reino interior», o espacio íntimo de libertad, belleza y meditación apartado de la prosa mundana.
La belleza, al contrario de las mercaderías, es gratuita y desinteresada (independiente, autónoma), y es indisociable de la moral. Como en Schiller, la educación estética permite un desarrollo armonioso de la personalidad, y también es una fuerza civilizadora y liberadora para la muchedumbre inculta. Lo bello es bueno y verdadero, y por eso Próspero considera la ética personal como «una estética de la conducta», que encontró su momento sublime cuando el cristianismo primitivo, inspirado en la caridad y el sentimiento (en la «poesía del precepto»), se encontró con la armoniosa racionalidad del mundo griego.
El profesor conduce la reflexión hacia la ciencia y la democracia, y declara que ambas deben ser reconducidas y educadas, cediendo su dirección moral a aquellos mejor dotados: los que ven más allá de sus interpretaciones estrechas y demagógicas, de la mediocridad burguesa y de la simple utilidad. Próspero celebra la democracia porque ha venido a abolir «superioridades injustas», pero añade que, en igualdad de condiciones, deberá aceptar que sobresalgan y actúen los mejor dotados, sin ahogarlos bajo «la fuerza ciega del número». Los alumnos de Próspero, futuros dirigentes y guías de la masa, deberán transmitir un nuevo idealismo a las sociedades americanas, donde la inmigración ha dado lugar a una «enorme multitud cosmopolita» de difícil asimilación. Deberán educar la democracia, «principio de vida», para que deje de ser el «capricho de la muchedumbre» inculta (la nueva barbarie que detesta el mérito y la excelencia), y acepte el lugar del arte y del intelecto entre «las impiedades del tumulto».
Los Estados Unidos son para Próspero una manifestación de «la democracia mal entendida», y previene de los peligros de su imitación cuando, además, iniciaban la «conquista moral» de los «americanos latinos». Estos, aún sin una personalidad definida, pero poseedores de una «tradición étnica» y de una «herencia de raza», deben protegerse de la influencia extranjera evitando la nordomanía, o imitación servil de ese modelo materialista. «Aunque no les amo, les admiro», dice Próspero, reconociendo al voluntarioso «pueblo de cíclopes» sus grandes conquistas: la república, el federalismo, la dignificación por el trabajo, su espíritu asociativo y su energía colonizadora, la expansión educativa, la ciencia aplicada, la sanidad y la energía corporal, o la libertad de conciencia individual. Pero también analiza su materialismo, su pragmatismo, su desvirtuación del positivismo, al que han privado de altura científica y espiritual; su desinterés por lo artístico y su desprecio de la intelectualidad; su afán expansionista y su ambición de liderazgo mundial.
La sociedad ideal, continúa Próspero, no se conforma con la mera capitalización de bienes materiales, y debe permitir la expansión de la cultura. Nínive, Cartago o Babilonia, las grandes ciudades materialistas de la antigüedad, nada representan comparadas con Atenas, cuna de una civilización; y Buenos Aires ya corría el riesgo de asemejarse a las primeras. El heroico trabajo de los intelectuales, inspirado por la inteligencia de Ariel, será lento, pero no por ello deberán recurrir a actitudes autoritarias, insolidarias o violentas, motivadas por la impaciencia. Ariel los animará en los desfallecimientos, pues su canción suena «para animar a los que trabajan y a los que luchan», y rozará con la «llamarada del espíritu» la torpeza con que se manifiesta la barbarie moderna de Calibán.
Terminado el discurso de su profesor, el grupo se dispersará reflexivo entre la «áspera muchedumbre», bajo la noche estrellada, pensando en el destino que les ha tocado cumplir. El único alumno que toma la palabra a la salida del aula es el apodado Enjolrás, nombre del líder estudiantil de Los miserables, que cierra el ensayo con un mensaje esperanzador sobre el destino de la muchedumbre que pasa.
SIMBOLOGÍAS. Rodó quiso señalar la comedia La tempestad, de Shakespeare, como el origen de las motivaciones simbólicas de su discurso: el apodo del profesor, Próspero, alude al duque milanés desterrado y náufrago en la isla donde habitaba el monstruoso aborigen, Calibán; y la estatuilla de Ariel también representaba al genio alado que asistió a Próspero en la isla. Pero Rodó reinventó sus funciones para adaptarlas a la ideología y temores de los intelectuales latinoamericanos de 1898, de modo que Calibán, el monstruoso isleño, es en Ariel un ente incorpóreo que no sólo representa la barbarie caníbal de los Estados Unidos, sino también todas las formas de barbarie que amenazaban su proyecto democrático y liberal: la incultura y el fanatismo; la dictadura y el caudillismo; los políticos corruptos y fraudulentos en las urnas; o la gran masa de emigrantes extranjeros que, como parte de la nueva ciudadanía inculta, era especialmente manipulable, al carecer de tradiciones patrias y de raíces americanas.
En realidad, la crítica a lo «calibanesco» flotaba en el ambiente intelectual como expresión de un terror al expolio material y cultural. Suele citarse como inmediato antecedente un drama de Ernest Renan, Calibán. Continuación de La Tempestad (1878), donde la tríada Próspero -Ariel- Calibán reaparecía en Milán para expresar el pánico que producía en este intelectual monárquico y conservador la emergente democracia francesa, a raíz del advenimiento de la Tercera República y de la Comuna de París. Pero Rodó, que tanto admiraba otras virtudes del autor de la Vida de Jesús, discutió expresamente en Ariel su antidemocratismo, contraponiéndole su fe en la educación popular.
Mucho más próximo al sentido ideológico del Calibán de Rodó se encuentran otros textos escritos en el Río de la Plata en torno a 1898 asociando a Calibán y lo «calibanesco» a la nueva barbarie anglosajona. El primero de ellos es la semblanza de Rubén Darío sobre Edgar Allan Poe en Los Raros (1896), donde presentaba el espíritu sensible del escritor de Boston como víctima del materialismo «calibanesco». Darío facilitaba la fuente de ese neologismo: lo había tomado del ocultista y fundador del Salón de la Rosa Cruz, Sar Péladan, que lo había utilizado en sus obras para condenar el triunfo del materialismo y la crisis del mundo latino. Pero hay más: Poe, con su espíritu atormentado, era «un Ariel hecho hombre». El otro texto de Darío es «El triunfo de Calibán» (1898), publicado como reseña de una velada celebrada en el Teatro Victoria de Buenos Aires en defensa de la América latina y de la dignidad de la vencida España, a raíz de su derrota en Cuba. La latinidad estaba representada por el intelectual francés Paul Groussac, director de la revista La Biblioteca (y que también adoptará el adjetivo «calibanesco»), el poeta italiano Tarnassi y el político argentino Roque Sáenz Peña, que había refutado junto con Martí el panamericanismo de la doctrina Monroe. La reseña de Darío, que se publicó en El Tiempo (Buenos Aires, 20‑V‑98), y se reprodujo en El Cojo Ilustrado (Caracas, 1‑X‑98) bajo el titular «Rubén Darío, combatiente», desarrollaba mediante una grotesca caricatura la gula caníbal, «calibanesca», de los Estados Unidos.
Pese a estas sugerencias, Rodó -a diferencia de Darío-, moderó el expresionismo caricaturesco de su Calibán yankee, del mismo modo que también evitó las referencias a la España vencida y a su cultura. También -y es paradójico- omitió nombres relevantes de la cultura latinoamericana, como el de Martí.
RECEPCIÓN DE ARIEL. Ariel gozó de una inmediata y casi siempre entusiasta recepción. En España fue Eduardo Gómez de Baquero el primer crítico que se hizo eco de la aparición de Ariel con un artículo en España Moderna (junio de 1900), y le siguió Juan Valera, no muy conforme con Rodó en su crítica al progreso anglosajón ni con el galicismo implícito en su latinoamericanismo. Mucho más entusiasta fue la acogida de dos intelectuales krausistas: Leopoldo Alas y Rafael Altamira, que enseguida apoyaron con entusiasmo una obra en la que encontraban reflejadas notables afinidades, y en la que reconocían su españolidadClarín comentó Ariel en Los Lunes de El Imparcial de Madrid, y su texto fue reproducido tanto en los periódicos de Montevideo como en varias reediciones de Ariel. Clarín anotó entre líneas dos aspectos de Ariel deudores de sus propios escritos: uno, la fusión del ideal pagano y cristiano, que ya aparecía en su folleto Apolo en Pafos; y otro, su idea del heroísmo intelectual, que el mismo autor había analizado ampliamente en su prólogo a la edición española de Los Héroes de Carlyle. Menos entusiasta será la opinión de Unamuno, pero sus diferencias, tanto en el párrafo que le dedicó en La Lectura en 1901, como en la correspondencia que intercambiaron durante esta época, es especialmente interesante como discusión intelectual.
Con el nombre de «arielismo» o «rodonianismo» las ideas de Rodó irán dilatando su campo de acción en Hispanoamérica y en España. Sus huellas son muchas y de diversa intensidad, y pueden encontrarse en casi todos los países hispanoamericanos, especialmente en los círculos que emprendían la superación del positivismo y la innovación pedagógica inspirada por el krausopositivismo y el neoidealismo. Los hermanos Pedro y Max Henríquez Ureña, a través de sus desplazamientos desde la República Dominicana a Cuba y México, fueron los primeros propagandistas de Ariel e hicieron posible varias reediciones de la obra a partir de 1901. También se desarrollaron focos arielistas en Puerto Rico, Costa Rica, Ecuador, Venezuela, Argentina, y, sobre todo, en el Perú, donde Rodó tuvo en García Calderón a un aventajado discípulo.
En Uruguay el arielismo se convirtió en un movimiento aglutinante de la juventud. Poco después de la muerte de Rodó, Carlos Quijano y otros jóvenes comprometidos con la reforma universitaria del país crearon el Centro de Estudiantes «Ariel», que editaba una revista con el mismo título donde más tarde harían su revisión. También en la Argentina José Ingenieros y otros intelectuales de la generación del Centenario pudieron identificarse con muchas preocupaciones expresadas en Ariel. Merece una particular mención el papel que desempeñó este ensayo en los distintos congresos estudiantiles que se celebraron entre 1908 y 1920.
Pero algunos jóvenes de la generación vanguardista (v. gr. Borges y los «martinfierristas» argentinos; Mariátegui y los «apristas» peruanos) declararon superado su legado, en parte porque su prosa ya sonaba retórica y pomposa, y en parte porque otros ensayos empezaban a interpretar con enfoques más pragmáticos y revolucionarios la naturaleza multicultural de aquellas repúblicas, diezmadas por dictaduras cómplices del imperialismo, condenadas al subdesarrollo y a la dependencia económica y cultural. Alberto Zum Felde en Uruguay también revisará con acritud la obra de Rodó para denunciar su espíritu libresco, su esteticismo idealista y aristocrático, o su falta de un análisis riguroso de la sociedad americana. Los ataques del peruano Luis Alberto Sánchez, los más violentos y peor intencionados, dejaban a la vista su torcida interpretación de la obra de Rodó. «Es curioso que un libro tendiente en cierto modo a exaltar el equilibrio, provocara algunos arranques que, para la época, deben haber aparecido como extremos», comentaba Mario Benedetti.
Su generación, «la generación crítica», del 45, o de Marcha, emprendió una sistemática revisión de su legado con distanciamiento crítico y actitud filológica y hermenéutica mucho más rigurosa. Roberto Ibáñez, Arturo Ardao, Carlos Real de Azúa, Emir Rodríguez Monegal y Mario Benedetti rescataron, ordenaron, reeditaron y reinterpretaron la obra de Rodó. En las décadas siguientes Cuadernos de Marcha, publicará dos importantes números dedicados íntegramente a la relectura de la obra de Rodó, el número 1 (mayo de 1967) y el número 50 (Junio 1971), coincidiendo con el centenario de su nacimiento.
En 1971 se publicó un polémico ensayo del escritor cubano Roberto Fernández Retamar, titulado Calibán, que, desde el nuevo horizonte de la Revolución Cubana, proponía una interpretación marxista‑leninista de la cultura latinoamericana para reivindicar al «mestizo autóctono», al que Martí se dirigía en «Nuestra América». Tomando al isleño Calibán como verdadero símbolo de la resistencia anticolonialista, declaraba: «Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Calibán», porque «¿qué es nuestra historia, nuestra cultura, sino la historia, sino la cultura de Calibán?». De acuerdo con Benedetti, reconocía la clarividencia de Rodó al advertir, como lo había hecho Martí, sobre los peligros de la «nordomanía» y del incipiente imperialismo estadounidense, aunque añadía que «equivocó los símbolos» y desenfocó su análisis por las limitaciones de su formación decimonónica. Este ensayo iba a abrir una nueva línea de estudios de orientación marxista y postcolonialista, que ha recorrido el ensayo latinoamericano hasta la actualidad.
Se ha visto que, desde la altura del vuelo de Ariel, y por su intención unificadora, Rodó sólo divisó la identidad esencial de una muchedumbre «latina», sin atender a las distintas identidades y memorias que coexistían en el territorio. Los cambios sociales y de mentalidad han ido señalando los desenfoques de Ariel y sus silencios sobre el indio, el negro, la mujer, o sobre otros aspectos que hoy preocupan a la crítica cultural, feminista y postcolonialista. A finales del siglo XX los símbolos europeos de Ariel y Calibán imaginados en la Europa renacentista empezaron a resultar insuficientes, estrechos o alienantes para comprender las realidades contemporáneas. Pero es en la capacidad de este ensayo de suscitar discusiones, polémicas y nuevos abordajes, donde puede reconocerse el papel fundacional de Rodó.
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