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MARYSE RENAUD - EXCLUSIVO DESDE POITIERS


LAS AVENTURAS FOLLETINESCAS DE LOS SABORES

  
(Versión larga leída en el coloquio "SABORES Y SABERES DE LA LITERATURA LATINOAMERICANA", organizado por el C.R.L.A (Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de POITIERS), 17-19 octubre de 2012.)
  
Más allá del sabor: saber y coraje de la imaginación
Acercamientos a En abril, infancias mil (cuentos), El cuaderno granate (novela) y La mano en el canal (novela), de Maryse Renaud.
  
Il faut apprendre à apprivoiser les livres. Ils seront nos compagnons d’infortune.
 Frères volcans
Vincent Placoly
  
PRIMERA ENTREGA
  
Después de analizar durante tantísimos años textos ajenos, voy a intentar hablar hoy de los míos, ajustándome a la temática de nuestro coloquio sobre Sabores y saberes de la literatura latinoamericana. Lo haré como pueda, bien o mal, consciente de las dificultades que entraña este tipo de ejercicio. ¿Pero acaso no es el escritor su primer lector ? Partiré de algunas consideraciones generales sobre la literatura y su relación con los alimentos y las sensaciones engendradas por éstos, ya que la noción de sabor implica necesariamente una reflexión sobre las reacciones subjetivas -de satisfacción, entusiasmo, decepción, indiferencia, rechazo, repugnancia- del sujeto receptor. O, por decirlo de otro modo, la noción de sabor es indisociable de la cuestión de la recepción. Por las papilas de la lengua y el paladar, si nos atenemos a las definiciones que suelen dar los diccionarios, como, por ejemplo, el  Diccionario del español actual de Manuel Seco y Olimpia Andrés. Por  sabor se entiende la «cualidad [de una cosa, esp. un alimento] que es capaz de provocar una sensación específica en las papilas de la lengua y el paladar», o en el ánimo (segunda acepción).
  
Veamos primero, por qué no, cómo abordan el problema los franceses. En Falthurne, novela inconclusa del joven Balzac, fechada en los años 1820, el narrador pone en boca de un personaje masculino los siguientes comentarios : «Los autores se preocupan poco por los estómagos de sus héroes; los hacen ir de compras, los involucran en aventuras que no los dejan respirar  ni a ellos ni al lector, y nuncan tienen hambre. […] Pinten pues la época, y en cada época se cena. Es, en mi opinión, lo que más desacredita estas obras. ¿Acaso se come en René?» Estos sarcásticos comentarios los comparte, no cabe duda, el novelista Balzac, tan amigo de detalles concretos, palpables, enraizados en la realidad más cotidiana, que se esforzará por pintar en su Comedia Humana. Recordemos, con la crítica balzaciana[1], las reacciones eufóricas de los huéspedes de la Pensión Vauquer, saludando ruidosamente la aparición de los diversos platos, o las actitudes familiares de Papá Goriot soplando sin cumplidos sobre su sopa o aspirando con la nariz la harina de su pan. Es aquí, a todas luces, el Romanticismo francés -y su idealista adalid Chateaubriand- el blanco del realismo balzaciano. Notemos, sin embargo, que al fijarse privilegiadamente en el siglo XIX, o sea, su presente,  Balzac pasa por alto, no sin cierta desenvoltura, el lugar destacado  otorgado a los alimentos y la sensualidad en la prosa rabelaisiana, así como la tradición carnavalesca y paródica medieval.
  
Ahora bien, ¿qué pensar del estatuto que la literatura de expresión española otorga a los sabores? ¿Acaso se fija también en los estómagos o, más delicada, más atinadamente, en esas papilas de la lengua y ese paladar que sólo permiten, hablando con propiedad, la emergencia de la noción de sabor? El estatuto de papilas y paladar ya no plantea problema. Parece actualmente asegurado, tanto en España como en América, y hasta privilegiado, como lo muestra una parte nada desdeñable de la narrativa contemporánea. ¿Acaso no es el mismo detective Pepe Carvalho, de Vázquez Montalbán, un experto en gastronomía ? Pero la progresiva implantación del órgano de la boca no deja de ser aleccionadora. Particularmente en América Latina, objeto de nuestras reflexiones. Parece imponerse desde hace varias décadas, en efecto, cierto «giro afectivo» en la literatura latinoamericana, como lo señala la ensayista colombiana Mabel Moraña[2]. ¿Será, a través de la valorización de la boca y los sabores, el « lenguaje de las emociones », del afecto, el que pretende hacerse oír, como también se complace en subrayarlo la prensa actual en sus rúbricas culturales ? Con esta flamante, esta asumida subjetividad y oblicua feminización de la escritura, ¿no se tratará acaso de cuestionar la primacía de los clásicos planteamientos masculinos ­-épicos, binarios-, de cambiar de canon, abriendo el texto a una plurivocidad novedosa,  más allá de crispaciones genéricas, por ejemplo? ¿Y por qué no interrogarnos desprejuiciadamente sobre el alcance real de los saberes teóricamente transmitidos por estos sabores que con tan unánime euforia nos disponemos hoy a celebrar?
Antes de abordar, sin embargo, los textos latinoamericanos de las últimas décadas, echemos una rápida ojeada a algunos momentos clave de la literatura española, que nos ayudarán a captar mejor la relevancia de esta boca y este paladar que han ido invadiendo la prosa contemporánea. No se nos escapa que en el Renacimiento español, por ejemplo, los libros de caballerías, de origen medieval, impregnados de idealismo amoroso y elementos fantásticos y de misterio, fueron poco propensos a la valorización de un órgano tan prosaico como la boca. Aunque en determinados momentos, en el mismo Amadís de Gaula, en medio de prolijas evocaciones de «hermosas dueñas», «esforzados caballeros», acogedoras florestas y arrogantes castillos, puede surgir cierta preocupación por el «abastecimiento». Véase el título del capítulo LXXIV (tomo II) :
  
De cómo el Caballero de la Verde Espada escribió al emperador de Constantinopla, cuya era aquella ínsula, cómo había muerto aquella fiera bestia y de la falta que tenía de abastecimiento, lo cual el emperador proveyó con mucha diligencia y al caballero pagó con mucha honra y amor la honra y servicio que le había hecho en le librar aquella ínsula que perdida tenía tanto tiempo había[3].
  
El alimento -los víveres- no está ausente de la literatura cortesana. Su función es la de un medio, de un combustible, por así decirlo, indispensable a la buena marcha de la epopeya, pero sus aventuras por el cuerpo, las transformaciones que sufre, las reacciones que provoca, no parecen dignas de ocupar un lugar destacado en la ficción y de suscitar mayores comentarios. De los órganos humanos y las funciones corporales no se habla mayormente.
  
De la novela picaresca, diametralmente opuesta a la novela de caballerías que por varios conceptos parodia, podría esperarse otro tipo de discurso, más libre, más desprejuiciado, otra actitud hacia el cuerpo. Así sucede en efecto. En el Lazarillo de Tormes (1554) se dan efectivamente insistentes alusiones a la comida y hasta se encuentran detalles de un crudo realismo, como en el conocido episodio del ciego y la longaniza. Episodio satírico destinado a evidenciar ante todo la mísera condición del pícaro, totalmente supeditado a la voluntad de amos frecuentemente avarientos y mezquinos. Pero es en los elementos externos en los que se suele fijar el relato, con toques grotescos, animalizadores, desacralizadores: en el semblante, los labios, el pescuezo, más que en la cavidad de la boca. Y cuando se llega a aludir concretamente a dicha cavidad, es brevemente. Enseguida pasamos de ésta al estómago, órgano estratégico si cabe en la novela  picaresca:
  
[…] asiéndome con las manos, abrióme la boca más de su derecho, y desatentadamente metía la nariz, la cual él tenía luenga y afilada[…].  De manera que, antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estómago, que le dió con el hurto en ella; de suerte que su nariz, y la negra mal mascada longaniza, a un tiempo salieron de mi boca[4] .
  
En el duro contexto de crisis económica del momento, en una sociedad dominada, además, por la Iglesia, no es la cavidad de la boca, ni son los sabores de la comida, ni el disfrute sensual que pueden provocan, los que consignará la novela picaresca, sino la noción de carencia la que llegará a saturar literalmente ciertas novelas, como el famoso Buscón de Quevedo, por ejemplo. Con una furia barroca llena de creatividad, en el brillante episodio del licenciado Cabra el autor irá desarrollando con humor la temática del hambre, eje vertebrador de la literatura picaresca. La boca, carente de dientes, evidentemente, sólo será entonces un componente truculento, entre otros muchos, del devastador retrato del flaco Licenciado Cabra (también tildado, con la famosa metábasis, de «clérigo cerbatana»). De hecho, la boca en tanto órgano en sí, autónomo, apenas si retiene la atención en la literatura picaresca. Cuando a ella se alude fuera del ya mencionado contexto de escasez, es usándola generalmente como pretexto para la crítica del pecado de gula, o sea, resulta ser un elemento que contribuye a consolidar la dimensión moralizadora del texto, tanto en Quevedo como en Mateo Alemán.
  
Como se aprecia, la boca como tal -una cavidad  discreta, disimulada tras los labios, una puerta sospechosa abierta hacia un eventual mundo de placer-  tarda en obtener sus cartas de ciudadanía en la narrativa  de habla española. Ni siquiera el barroco español, sensible al boato de las flores y los frutos, a la explosión de los colores, reconoce plenamente la relevancia de este órgano. En el mismo Góngora, cuyas sensuales Soledades han sido consideradas por el cubano Lezama Lima como «poemas de los sentidos», dicha sensualidad viene a ser en buena parte una forma de homenaje al esplendor de la Creación divina. En esto el poeta andaluz sigue fiel a la tradición pictórica de los bodegones (pensemos en los llamativos óleos de fondo negro de Sánchez Cotán  exaltando la creación divina).
  
En la América colonial, regida por las mismas pautas estéticas, es más o menos idéntica la situación. De los alimentos de la tierra americana, fecunda y generosa cornucopia, se hace la alabanza, oponiéndolos a los de la metrópoli; también se defiende y reivindica la nobleza y creatividad de la labor femenina en la cocina (Sor Juana Inés de la Cruz en su famosa Respuesta a Sor Filotea de la Cruz), pero la boca no llega a ocupar el primer plano de la ficción.
  
Habrá que esperar el siglo XIX, con la novela realista, y más aún el XX, siglo de vanguardias ebrias de transgresiones de todo tipo, para que se opere en la literatura de expresión española un significativo deslizamiento: de lo divino a lo humano. O sea, que el anclaje en la materia se consolida en detrimento de las referencias a los valores religiosos. De ahí, en América Latina, por ejemplo,  una profusión de celebraciones poéticas de los alimentos y el vino: por Neruda, en sus Odas elementales (1952-1954), sus Nuevas odas elementales (1955), sus Navegaciones y regresos (1957-1959), etc.[5]; por la antipoesía chilena -Nicanor Parra- en sus carnavalescas evocaciones de los recipientes de uso común, los utensilios de cocina y las costumbres rústicas[6].

La boca y el paladar, ajenos a todo mandato religioso, van intentando implantarse en la literatura, todavía fascinada por otros objetos. La literatura del Boom, con su anclaje en la cultura popular y la cotidianeidad, contribuirá a su manera a esta evolución. Con ella el cuerpo invade la ficción, junto con los relatos de banquetes y comilonas. Acordémonos, en Cien años de soledad, del famoso duelo, o «torneo», entre Aureliano Segundo, «gran comedor sin principios», y Camila Sagastume, alias la Elefanta. Episodio truculento en que confunden sus aguas realismo mágico y tradición rabelaisiana, donde es el estómago, sin embargo, antes que la boca el que sigue concentrando la atención. O, por decirlo de otro modo, donde prevalece la lógica del personaje masculino, cuantitativa, épica, más que la del personaje femenino, competidora atípica dotada de cierta delicadeza, erróneamente tenida» al inicio  por una vulgar « quebrantahuesos y perdida, de hecho, en la gran familia de glotones y tragaldabas masculinos de que participa Aureliano Segundo. El estómago, como bien lo indica el diccionario de Manuel Caso, no deja de ser « en el hombre [la]parte baja del tórax». La boca, en cambio, digo yo, ocupa un lugar más… elevado.  ¡Divertida coincidencia ! Pongámonos, por qué no, a refranear: Del estómago a la boca media un buen trecho. No dudarán en franquearlo audazmente las mujeres, dignificando esta desatendida, sospechosa y, sin embargo, refinada cavidad.
  
En los años 80-90 el movimiento ascendente de la literatura femenina impone, como se sabe, nuevos espacios narrativos. Espacios gratificantes para los personajes femeninos, entre los cuales -de modo inesperado y hasta cierto punto paradójico- la cocina, propicia a la revalorización de la boca y la sensualidad. De la periferia,  la cocina  pasa a ser en adelante un motivo (y hasta un tema) que puede llegar a céntrico. Bajo el pretexto de la celebración de  las recetas de cocina, se matarán varios pájaros de un tiro. Se destaca primero la realidad del trabajo femenino en la casa y la función nutricia, vital, de la mujer. También se enfatiza la dimension estética de la preparación de los alimentos, la artística destreza en la combinación de los sabores.
  
Pero ante todo es la  cavidad de la boca la que es objeto de estudio. La boca, es decir, la pareja boca-paladar, sede del placer, de la sensualidad, sugiere insistentemente la unión de lo femenino y lo masculino, y la ambigüedad de la cocina. La cocina, en efecto, es a la vez espacio de reclusión de la mujer, pero también espacio de tranmisión de una tradición, de un pasado tanto familiar como nacional, que involucra lo mismo a los hombres que a las mujeres. Es, de hecho, un inesperado lugar de encuentro. Un espacio sobre todo de deliciosas  transgresiones, rupturas de la norma, creatividad y hasta frenesí; en una palabra, un taller de experimentaciones abarcadoras que reconcilian, discreta o estrepitosamente, a  los dos sexos. Véase, al respecto, Como agua para chocolate (1989), la paradigmática novela de la mexicana Laura Esquivel, que dio el paso en la literatura latinoamericana a una aproximación desprejuiciada, cálida y distanciada a la par, a un amoroso y humorístico rescate de la cocina, la boca, la voluptuosidad y el sexo. La cavidad de la boca se nos impone, de alguna manera, como el segundo sexo del ser humano. El sexo de arriba, refinado y delicado. A no ser que sea el primero.
  
En esta línea podrían citarse muchos textos narrativos, entre los cuales, por ejemplo, los de Isabel AllendeYo misma, en parte por ludismo y empatía, me dejé llevar en mis cuentos de En abril, infancias mil por esta corriente de lo que algunos quizás consideren (algo precipitadamente) como una moda. Evoqué mesuradamente, desde Francia donde resido, con humor y nostalgia, las croquetas de bacalao, los mangos de curiosos apelativos femeninos, los sabrosos jugos de maracuyá que tanto entusiasman a mi protagonista, la Niña antillana, de regreso a su isla paradisíaca de vacaciones. De algo más que de una moda se trata, si bien se mira. Es la tentación y el rechazo a la vez de la escritura autobiográfica los que aquí se traslucen, creo yo, como sucede a menudo en los primeros textos de los escritores, inconscientemente atrapados por datos sensoriales, por reminiscencias surgidas de vivencias personales o familiares. Pero las sensaciones gustativas aludidas en mi texto no nos anclan únicamente en un referente martiniqués. Rebasan las fronteras de la pequeña isla, revistiendo en ocasiones una dimensión metaliteraria, irónica. En mi cuento satírico La viña endiablada, en que la Niña choca una vez más con las incomprensibles realidades del mundo de los adultos, está presente, con insistencia, el intertexto nerudiano a través de la alusión al vino. Elemento ajeno a la cultura ancestral del antillano, como bien se sabe, pero fuertemente anclado en la cultura francesa (véanse los relatos medievales y renacentistas, por ejemplo, y en el siglo XIX, en Les Fleurs du Mal de Baudelaire, los famosos poemas dedicados al vino, de los que se acordará más tarde Neruda. (Citemos «L’âme du vin», «Le vin des chiffonniers», «Le vin de l’assassin», «Le vin du solitaire», «Le vin des amants».)
Escribe la Niña de mis cuentos a una amiguita, confesándole su asombro ante la afición tan generalizada al vino:
Viña del mar por aquí, viña del mar por allá, esto volvía constantemente en la conversación como el flujo y reflujo de la marea, y yo diciéndome qué cosa más rara, que desde cuándo la vid prefiere la estéril arena de la playa a las buenas tierras calcáreas bien soleadas de las colinas. Un sabor salobre tendrá esa uva, ¿no? Hasta que oí pronunciar el nombre de Neruda por una voz que imaginé ser la de su Menudencia […]. Te acuerdas de Neruda, el autor de ese «Toqui Caupolicán» que nos enseñaron en clase y tanto nos emocionó a las dos. Pues bien, se pusieron a evocar su memoria, acicateados por el gordito, creo, pero sobre el cabecilla araucano « ensartado en la lanza del suplicio », ni una palabra, chica, que todo fue declamar con voz vibrante no sé qué poesía del Vate, como le decían con énfasis, de un misterioso estatuto del vino hablaban, del vino, no faltaba más, que este dichoso brebaje nos sale en todo, hasta en la sopa.
  
Notas
  
[1] Maurice Bardèche, Balzac, romancier. La formation de l’art du roman chez Balzac jusqu’à la publication du Père Goriot (1820-1835).    
2  Mabel Moraña, El lenguaje de las emocionesAfecto y cultura en América Latina. Editorial Iberoamericana Vervuert, 2012.
3 Amadís de Gaula, Tomo II, Biblioteca básica de literatura española, Editora del Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1965.
4 La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, Librairie Hatier, Paris, 1956, Tractado primero,  página  23.
5 Véanse las odas de Neruda a la alcachofa, el caldillo de congrio,  la cebolla, el tomate, el vino, el aceite, la papa, verdaderos blasones modernos. 

6 Véase, por ejemplo, «El Chuico y la Damajuana», de Nicanor Parra (sacado de La cueca larga, 1958). Ahí va un breve fragmento de los  jocosos esponsales de los dos recipientes.


El Chuico y la Damajuana
Después de muchos percances
Para acabar con los chismes
deciden matrimoniarse
Subieron a una carreta
Tirada por bueyes verdes
Uno se llamaba Chicha!
Y el compañero Aguardiente!
Como era pleno invierno (1)
Y había llovido tanto
Tuvieron que atravesar
Un río de vino blanco. (2)
Tan bien se sentía el Chuico
Juntito a su Damajuana
Que el suace llorón reía
Y el cactus acariciaba).
(...)
  
7 Maryse Renaud, En abril, infancias mil, « La viña endiablada », Ediciones Corregidor, 2007, Argentina,  página 39.

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