jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


(Vox clamantis in deserto)

traducción de José Ferrater Mora

DECIMOSÉPTIMA ENTREGA

VIII
EL GENIO Y EL DESTINO (1)

El genio descubre en todas partes el destino, y esto tanto más profundamente cuanto más profundo él sea…; a pesar de su brillo, de su belleza, de su inmensa influencia histórica, esa existencia genial -es pecado. Se necesita valor para comprenderlo.

KIERKEGAARD

Vemos, pues, que la angustia de la Nada no es un estado propio de la inocencia y de la ignorancia, sino un estado propio del pecado y del saber. Era, por lo tanto, inútil corregir la Escritura. En verdad, Kierkegaard no es en nuestro caso el único responsable de ello. La narración de la caída del hombre ha sido siempre una verdadera cruz interpretuum, y los propios creyentes consideraron que tenían el derecho, que tenían el deber de poner de manifiesto sus correcciones. El desconocido autor de la célebre Theologia deutsch, tan admirada por Lutero, dice abiertamente que el pecado no ha sido introducido en la tierra por los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. El pecado de Adán consistió únicamente en su desobediencia.

Kierkegaard se mantuvo siempre a distancia de los místicos y siempre desconfió de ellos. Les reprochaba su apresuramiento y hasta su importunidad. Lo que dice con respecto a ellos puede ser resumido mediante las siguientes palabras de la Biblia: han tenido ya su recompensa. Cuanto mayor es el talento, el ardor, la audacia del místico, más se siente en sus escritos y en su vida que ha recibido ya su recompensa y que no puede esperar nada más. Probablemente pro esta razón el pensamiento contemporáneo, cansado y decepcionado del positivismo, pero sin fuerza ni deseo de traspasar las fronteras que éste había trazado, se ha echado tan ávidamente sobre las obras de los místicos. Por sublime que sea, o acaso justamente por ser sublime, la religión de los místicos sigue siendo, a pesar de todo, una religión dentro de los límites de la razón. El místico se une a Dios; el místico llega a ser, él mismo, Dios. Dentro del misticismo Dios tiene tanta necesidad del hombre como éste la tiene de Dios. Hegel se apropia bona fide del célebre verso de Angelus Silesius sion tener por ello necesidad de ir al encuentro de Job o de Abraham, o de invocar al Absurdo y la fe. El misticismo vive en paz con la razón y el conocimiento humano, y la recompensa que promete a los hombres no supone, mejor aun, excluye una intervención sobrenatural. Todo sucede naturalmente; todo se obtiene por medio de las propias fuerzas del hombre, no hay repetición, Job no volverá jamás a ver sus riquezas y sus hijos, Abraham habrá perdido para siempre a Isaac, el adolescente que ama a la princesa deberá contentarse con la viuda del cervecero y Kierkegaard no poseerá nunca a Regina Olsen. El Dios bíblico, el que oye los clamores y las maldiciones de Job, el que aparta la mano que Abraham había levantado sobre Isaac, el que se ocupa del adolescente enamorado, el Dios que, según la expresión de Kierkegaard, cuenta los cabellos en la cabeza del hombre, no es ya para los místicos el verdadero Dios. No se puede adorarlo, como dicen las gentes cultas (el propio Hegel y Renan) en “espíritu y verdad”. Un tal Dios no ha podido nacer más que en la imaginación grosera e ingenua de hombres ignorantes, de pastores, de carpinteros, de pescadores, que son salvajes o semisalvajes. Hasta es necesario en ciertos lugares expurgar y adaptar a nuestra concepción del mundo las obras de los místicos en la medida que hayan conservado algunas huellas de esas ideas ridículas y periclitadas. Pero Kierkegaard se aparta del misticismo “ilustrado”. Se siente irresistiblemente inclinado hacia el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, lejos del Dios de los filósofos, que se imaginan adorarlo en espíritu y en verdad.

Pero nos ha dicho también que no le ha sido dado realizar el movimiento de la fe, y esto es cierto. En su Diario leemos lo siguiente acerca de Lutero: “Se sabe que ciertos estados de alma buscan con frecuencia la ayuda de su contrario. El hombre se da alientos por medio de palabras violentas, y parece tanto más fuerte cuanto más inseguro sea. No es un engaño, sino una piadosa tentativa. El hombre no quiere ni siquiera dejar que hable su indecisión, su angustia; no quiere ni llamarlas con su nombre y se esfuerza en extraer de sí mismo afirmaciones contrarias en la esperanza de que esto le preste alguna ayuda.” No examinaremos aquí hasta qué punto esta observación es aplicable a Lutero; en todo caso, puede aplicarse a Kierkegaard. Éste se acercó al misterio de la caída sin haber conseguido liberarse de la “indecisión y de la angustia”. (¿Es posible liberarse de la angustia? ¿Lo ha conseguido jamás nadie?) Y tuvo que interpretar, es decir, corregir y cambiar la narración bíblica, introduciendo ya en el estado de inocencia, lo que había descubierto en su experiencia personal, en la experiencia del hombre pecador y caído. De ellos resultó esa “explicación lógica” contra la cual tan obstinadamente se protegía.

Y, en efecto, si la angustia es ya inherente a la inocencia, el pecado resulta inevitable, necesario y, por consiguiente, explicable. Para hablar como Kant, no irrita la razón, pero la satisface. Si no una “autogeneración de conceptos”, como lo deseaba Hegel, consigue inclusive, cuanto menos, una “autogeneración”. Ahora bien, para Hegel lo que importaba era la primera y no la segunda parte de la fórmula. Es esencial que haya autogeneración, que el movimiento se produzca por sí mismo. En cuanto a saber lo que se mueve, es algo secundario. Con esto se pone fin a los detestables “de repente”, a los fiat y a la arbitrariedad que, incluyendo la de Dios, se oculta tras ellos. El pecado del hombre no consistió en gustar de los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal, y en distinguir entre el bien y el mal. Adán habría podido comer, si así lo hubiese deseado, veinte manzanas; nada habría con esto perdido: acaso habría ganado algo. Es también falso pretender que la serpiente tomó al primer hombre; no hay necesidad de mezclar a la serpiente en la historia de la caída. Nuestra razón sabe esto con entera certidumbre, y no existe ninguna instancia superior al saber que proporciona la razón… Lo Absurdo retrocede de nuevo ante las evidencias que no le es dado vencer.

Pero la angustia de la Nada ha permanecido, y Kierkegaard no puede, no quiere olvidarla. Sin embargo, aunque no sea sino para conservar la apariencia de la lógica hizo algo casi imperceptible para una mirada experimentada. Había comenzado con una angustia sin objeto, sin causa, y poco después la sustituyó por otra palabra muy parecida: el espanto. Luego, como si nada, pasó a los horrores de la vida real de los que su pensamiento no consiguió jamás desembarazarse. Pero la angustia de la Nada sobre la cual descansa el pecado no tiene nada que ver con el espanto que sienten, por ejemplo, los niños cuando escuchan algún relato extraordinario. Kierkegaard observa en sí mismo, y con razón, que hay en el espanto un elemento de “dulzura” cuando pensamos en lo misterioso, en lo extraordinario, en lo sobrenatural. La angustia de la Nada tiene una muy distinta fuente que el espanto; no se puede encontrar tampoco una relación directa entre esta angustia y los horrores de que está llena la vida humana. Por esto precisamente tal angustia no tiene objeto ni causa, siendo inconcebible para nosotros. Acercarse a ella pertrechado con los principios de contradicción y de razón suficiente, con los que se pertrechaba Leibniz cuando partía en busca de la verdad, es hacer todo lo necesario para colocarse fuera de toda posibilidad de comprenderla. Sólo la serpiente bíblica o -para no chocar con los hábitos de nuestro pensamiento- la intervención de una fuerza externa al hombre puede hacernos penetrar, cuando menos parcialmente, en la incandescente atmósfera de la caída del hombre, y revelarnos con ello -en la medida en que deba y pueda ser revelado al hombre- en qué consiste el pecado original. Y la experiencia de Kierkegaard, que transgredió todas las prohibiciones, es capaz de prestarnos grandes servicios. “Se puede comprar -escribe- la angustia con el vértigo… La angustia es, pues, el vértigo de la libertad. Surge cuando, al querer establecer la síntesis, la libertad escruta sus propias posibilidades y se apodera de lo finito para permanecer en ella. La libertad se desploma en medio del vértigo. La psicología no puede, no quiere tampoco decir nada más sobre el particular. En un instante queda todo transformado y, al manifestarse a sí misma, la libertad descubre que es culpable. Entre estos dos instantes hay un salto que todavía ninguna ciencia ha explicado ni podrá jamás explicar… La angustia es un malestar femenino en donde la libertad se desploma sin conocimiento. Psicológicamente hablando, la caída se produce siempre en este síncope.”

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