jueves

LEON CHESTOV



KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
  
DECIMOCUARTA ENTREGA
V
EL MOVIMIENTO DE LA FE (2)
  
Pero, he de repetirlo, Kierkegaard sabía muy bien todo esto. Si hubiese creído que era tan simple y tan fácil desembarazarse de la filosofía, no habría escrito los dos volúmenes de sus Migajas filosóficas (Un poco de filosofía), que están enteramente consagradas a la lucha contra la filosofía especulativa. La simple afirmación de que la fe está fundada en lo Absurdo no convencerá a nadie. Si la fe deposita todas sus esperanzas en lo Absurdo, cualquier cosa, siempre que parezca suficientemente inepta, podrá pasar por verdadera. Lo mismo se puede decir con respecto a la suspensión de la ética. Baste recordar por qué motivo lo ético fue suspendido. Job lo suspende, nos diría Sócrates -y la ironía socrática hubiese estado aquí perfectamente en su lugar-, con el fin de volver a ver sus vacas; Kierkegaard lo hace para ser otra vez “un esposo”. Hay motivos para creer que Abraham no ha ido mucho más lejos que Job y que el héroe de La Repetición
  
Cierto es que Abraham se dispuso a realizar un acto que trastorna nuestra imaginación: levantar el cuchillo sobre su hijo único, la esperanza y la alegría de su ancianidad. Hay que ser evidentemente muy fuerte para realizar ese acto. Pero no en vano nos dice Kierkegaard que Abraham había suspendido lo ético, o que Abraham “creía”. ¿En qué creía? “Aun en ese momento en que el cuchillo brilló en su mano, Abraham creyó que Dios no le exigiría el sacrificio de Isaac… Vayamos más lejos. Admitamos que Isaac haya sido realmente sacrificado. Abraham creía. No creía que algún día sería feliz en otro mundo. No, tendrá que serlo aquí, en este mundo. Dios podía darle otro Isaac; Él podía hacer resucitar al hijo degollado. Abraham creía en virtud de lo Absurdo. Desde hacía mucho tiempo no existían ya para él los cálculos humanos. Y con el fin de eliminar cualquier duda sobre su modo de comprender la fe de Abraham y el sentido de su acto, Kierkegaard compara su propia causa con la del patriarca. Se comprende que no lo haga ni abierta ni directamente. Sabemos ya que los hombres no hablan jamás francamente de estas cosas. Y Kierkegaard menos que nadie. Por eso justamente inventó su “teoría” de la expresión indirecta. Claro que a veces es capaz de decirnos: “Cada cual decide por sí mismo y para sí mismo lo que debe entender por Isaac.”
  
No obstante, no se puede adivinar el sentido y el alcance “concreto” de estas palabras sino después de haber leído su narración “imaginaria” sobre el pobre adolescente que se enamoró de la princesa. Es evidente para todos que el joven no verá a la princesa más de lo que verá sus propias orejas. El buen sentido ordinario, así como la más alta sabiduría humana (en el fondo, no hay diferencia de principio entre el buen sentido y la sabiduría) le aconsejen que abandone su quimera y que se dirija hacia lo posible: la viuda de un rico cervecero es un partido que le convendría perfectamente. Pero como si algo lo hubiese punzado, el adolescente olvida el buen sentido, y al divino Platón, y se echa en brazos de lo Absurdo. La razón se niega a darle la princesa, que reserva para un príncipe. Entonces se aparta de la razón y prueba su suerte con lo Absurdo. Sabe que, “según la conexión profunda que reina en la vida cotidiana”, jamás logrará obtener la princesa. “Pues la razón ve las cosas justamente: en este mundo de miseria en que reina, esto era y seguirá siendo imposible.” Sabe igualmente que la sabiduría, don de los dioses, recomienda en tales casos resignarse con serenidad ante lo inevitable: es la única salida. E inclusive acepta esa resignación, en el sentido de que se da cuenta de la realidad con toda la lucidez de que es capaz el alma humana. A ciertos hombres, explica Kierkegaard, les parecerá acaso más tentador matar en ellos el deseo de la princesa, embotar, por así decirlo, la acerada punta del dolor. Kierkegaard llama a tal hombre el caballero de la resignación. Y hasta encuentra para él palabras compasivas. Y, sin embargo, “debe ser maravilloso obtener la princesa”, y “el caballero de la resignación que así no lo piense es sólo un impostor”, su amor no es un amor verdadero. Kierkegaard pone frente al caballero de la resignación el caballero de la fe. “Por la fe, se dice este caballero, por la fe, y en virtud de lo Absurdo, obtendrás la princesa.” Luego repite: “Y, sin embargo, debe de ser maravilloso obtener la princesa. Sólo el caballero de la fe es dichoso: reina sobre lo finito, en tanto que el caballero de la resignación no es aquí más que un transeúnte, un forastero.” Pero inmediatamente después confiesa: “No puedo realizar este movimiento (de la fe). Tan pronto como lo intento, la cabeza me da vueltas y emprendo la huida para refugiarme en la amargura de la resignación. Puedo nadar, pero soy demasiado ponderoso para ese místico vuelo.” Y en su Diario leemos más de una vez: “Si hubiese poseído la fe, Regina habría sido mía.” Mas, ¿por qué un hombre que desea tan impetuosa y apasionadamente la fe no consigue adquirirla? ¿Por qué no puede seguir las huellas de Abraham y del pobre adolescente que se enamoró de la princesa? ¿Por qué le ha caído en suerte la resignación y le ha sido negada la suprema audacia?
  
Recordemos que, al comparar el paganismo con el cristianismo, Kierkegaard no comprendía que el paganismo no comprendía que el pecado tuviera su origen en la obstinación y en la voluntad terca del hombre. Recodemos igualmente que esta oposición se ha revelado errónea: el paganismo ha considerado siempre la mala voluntad como la fuente del vicio. Pero no era la mala voluntad la que se interponía entre Kierkegaard y la fe. Por el contrario: con toda la voluntad, mala o buena, de que puede disponer un hombre, en una inaudita tensión de todas sus fuerzas, aspiraba a la fe. Mas la fe no llegaba, y por eso no fue más allá de la resignación. Realizar el ideal de la resignación es algo que está en manos del hombre. Pero su alma no era capaz de la suprema audacia. “La resignación me proporciona la conciencia de la eternidad: es un movimiento puramente filosófico que podré realizar tan pronto como se me exija, algo que puedo comprometerme a hacer por medio de una severa disciplina interior… un movimiento que puedo realizar con mis propias fuerzas.” Kierkegaard no exageraba; sabía lo que era la disciplina interior, pues no en vano pasó por la escuela de Sócrates. Si no se hubiese tratado más que de renunciar a sí mismo, Kierkegaard habría salido vencedor de la lucha. Pero la “conciencia de su eternidad” -lo que Spinoza expresó con estas palabras: sentimus experimurque nos aeternos esse (“Sentimos, comprobamos que somos eternos”) y lo que llenaba de entusiasmo a Schleiermacher- no atraía mucho a Kierkegaard: esto no es sino una consolación filosófica propia de la filosofía especulativa. Es inútil ofrecer a Job o a Abraham tales “consolaciones”. Kierkegaard lo explica: “Puedo renunciar a todo con mis propias fuerzas. Pero no puedo conseguir con mis propias fuerzas la menor parcela de lo que pertenece al mundo finito… Puedo renunciar con mis propias fuerzas a la princesa, y esto sin queja, hallando en mi dolor la alegría, la paz y la tranquilidad. Pero ¡obtener de nuevo la princesa!... Por la fe, nos dice el maravilloso caballero; por la fe, en virtud de lo Absurdo, podrás conseguirla.” (1)
  
Ahora vemos lo que Kierkegaard pretende. Sócrates era el caballero de la resignación, y la sabiduría que legó a los hombres era la sabiduría de la resignación. (Spinoza repitió el pensamiento de Sócrates en su Sub specie aeternitatis.) Sócrates “sabía” que el hombre puede renunciar por sus propias fuerzas a la princesa, pero que por sus propias fuerzas no puede obtenerla. “Sabía” igualmente que las fuerzas de los dioses son también limitadas, que no se hacen obedecer en el mundo de lo finito, que sólo “lo eterno” se halla en su poder y que se lo reparten de buena gana con los hombres. He aquí por qué Sócrates consideraba como pecadores endurecidos, merecedores de todos los males destinados a los despreciadores de la razón, a quienes no querían contentarse con el único don que pueden otorgar los dioses, que no consentían en hallar la alegría, la paz y la satisfacción en la renuncia a lo finito. Pues el conocimiento procede de la razón, renegar del conocimiento significa renegar de la razón. Ahora bien, quam aram parabit sibi qui majestatem rationis laedit -¿ante qué otro altar, dice Spinoza, Socrates redivivus, dos mil años después de Sócrates, ante qué otro altar rogará el que ha ofendido la majestad de la razón?
  
Y, sin embargo, Job rechazó todas las consolaciones filosóficas, todas las “consolaciones engañosas” de la sabiduría humana. Y el Dios de la Biblia no sólo no vio en ello una “voluntad mala”, sino que condenó a los “consoladores” de Job que le proponían sustituir los bienes “finitos” por la contemplación de la eternidad. Por su parte, Abraham, aun en el momento en que el cuchillo brilló en su mano, no renunció al Isaac “finito”. Y con esto se convirtió para innumerables generaciones en el padre de la fe. Y Kierkegaard no halló imágenes y palabras bastante fuertes para exaltar su audacia.
Notas
1) III, 45: “Se necesita un valor puramente humano para renunciar a lo temporal a favor de lo eterno. Pero se necesita un valor paradójico y humilde para coger en virtud de lo Absurdo todo lo temporal. Este es el valor de la fe: Abraham no perdió a Isaac por la fe, sino que por la fe lo obtuvo”.

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