HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
TERCERA ENTREGA
DOS: LA FIRMEZA (1)
MARÍA SARA y el Papalote aparecieron en el barrio el primer viernes de setiembre. Mamá y yo llegamos del Señor de la Paciencia as las ocho y pico, porque el 203 se rompió en Villa Dolores y hubo que hacer trasbordo.
”Se ve que aquí llovió” dice ella, al atravesar el mortecino resplandor del boliche espejado en la calle. Una pasmosa luna dorada emerge entre los cipreses del jardín de los Torres-García: el caserón se perfila recostado sobre la otra calle y observo la oscuridad desértica del baldío de la esquina y pienso que mañana voy a jugar a Shane. “Espero que tu padre haya hecho de comer” jadea entonces mamá: “Porque la vieja anda con las piernas a la miseria”.
Algunos viernes ella me esperaba a la salida de la escuela y nos íbamos al centro en el 104, que pasaba por la rambla y era mucho más rápido que el maldito 203. Entonces -antes o después de las compras- bajábamos inexorablemente al Señor de la Paciencia, un santuario construido en las catacumbas de una iglesia de la Ciudad Vieja.
Mamá es una prolija devota de vírgenes y santos protegidos con barandillas y brumosamente transfigurados por velas, focos sucios y vitrales sin sol. Yo dejo de existir durante media hora al lado de su felinidad todavía juvenil a los treinta y cinco años: ella no actúa ni para mí ni para nadie cuando amansa los ojos y ruega silenciosamente por la felicidad de su madre y su hijo. (Para el resto de la familia sólo pide salud, estoy seguro.) Después se hinca en una esquina del altar mayor, se persigna tres veces -frente, boca y pecho- y salimos eludiendo mendigos y mujeres traposas que avanzan arrodilladas. Pero yo me detengo un momento junto a la gran columna donde la gente garabatea mensajes y leo: Gracias Señor por vivir en su cara.
Y al salir y recibir un refuerzo especial de jamón y queso y una Coca-Cola de premio por haber sufrido sin joder, pregunto por qué las estrellitas que se le aparecen a mi padre cuando mira el cielo de día pueden ser un síntoma de cáncer al pulmón. Y mamá alza una ceja un hombro y la comisura de una mueca sonriente: “Yo qué sé, mijo. ¿No viste que estos días anda loco, otra vez?”.
La fachada sin ventanas del boliche ocultó la ascensión lunar sobre el jardín de los Torres-García, y una acacia estremecida nos goteó en la cabeza. “Fijate si tu abuelo está allí, todavía” ordenó mamá: “Y hacele señas de que venga a comer”. Me acerco a El reenganche con pereza. “¿Y?” gritó ella, sin soltar el portón de casa. Pero yo sólo atino a correr. Deslumbrado. Porque al frotar el brillo brumoso con que la noche había ido construyendo un trasluz de pecera para los bebedores, vi reírse a mi abuelo. Los responsables eran un negro y un perro. O un negrazo y un perrazo. Mi abuelo ni los mira. El animal color arena le apoya un ojo medio tuerto sobre la zapatilla. Tiene una rosa roja en la boca. El hombre -de motas ya cenicientas- habla como cantando: usa una guayabera raída y parece morder el aire con la gran dentadura intacta, mientras le acaricia el lomo a un panamá que ilumina la mesa. Sobre el sombrero empenachado por otra rosa se recortan los vasos de caña.
Lo cierto es que tuve que volver corriendo a llamar a mi abuelo, y él demoro en salir no exactamente tambaleándose sino en un dulce estado sobrevolador que yo nunca le había conocido -ni volví a conocerla hasta que la arterioesclerosis lo sedó como un halo de Saturno. “Se habrán emborrachado con ese negro que anduvo macaqueando frente a lo del Chueco” rezongó mi abuela. Y mi padre contó otra vez la escena.
Entonces observo cómo mi abuelo deja de masticar y se apoya en el trapo-servilleta y hasta eructa sonriendo antes de agregar, al final del relato: “El Papalote también fue albañil”. “¿Qué?” le gritó mi abuela. “Que fue albañil” repitió el viejo, calmo. “¿Quién?” insistió mamá. Y el viejo se arrasó la sonrisa con el trapo y recobró su hermética soledad aguileña. “El Papalote” roncó: “Ese negro que estaban nombrando, carajo. Papalote quiere decir barrilete, en el Caribe?”. “¿Y el perro?” le pregunto: “¿Sabés cómo se llama?”. Y él se limpia los dientes con la lengua para poder ofrecerme el resplandor final de su dulzura. “A veces lo llaman Lobo” dice: “Y a veces Chuparrosas”.
Mi padre mamá y yo nos miramos a punto de largar la risa, pero la vieja se rascó el batón hediondo a la altura de la cadera y jadeó: “Chela, ¿no lavás la cocina y me hacés un masaje? Te juro que esta tarde me dio un calambre que casi me desmayo. Hay que joderse con la humedad del mar”. Mamá se frotó los ojos y prendió la radio, mientras mi abuelo sacaba las hojillas y el tabaco Puerto Rico. “Monaquito” me dijo mi padre: “Hoy compré una sinfonía que te va a hacer soñar con Shane. Vení. Te invito al escritorio”.
El escritorio de mi padre es un minúsculo galpón para los cachivaches recién reacondicionado. Está fuera de la casa, al final de un largo patio lateral emparrado que linda con el boliche. Sobre la única pared libre de bibliotecas cuelgan un Cristo que yo pinté a los cuatro años y una maternidad de Gurvich. Parece que mamá y mi abuela se rieron tanto de las gigantescas tetas y el rostro casi cuadrado de la supuesta amamantadora judía, que mi padre lo trasladó directamente de su altillo del Paso Molino a su actual sucucho detectivesco. Allí se encierra a escuchar música -o fútbol básquetbol y ciclismo- en una Philco gótica o en el flamante tocadiscos, mientras sueña las tramas de una saga policial para la que viene amontonando apuntes desde que me conozco. O jugamos al ajedrez, reproducimos partidas entre maestros y nos quedamos analizando problemas hasta la madrugada. O él devora cualquier clase de libro y después que yo termino los deberes me relee partes de Herrera y Reissig Guillén Lorca o las primeras novelas de Chandler.
El acontecimiento misteriosamente elegido para festejar la aparición de María Sara y el Papalote fue el estreno de la Sinfonía del Nuevo Mundo. Mi padre colocó el disco en la bandeja y me alcanzó el sobre la versión recomendada por Salsamendi. Había una especie de pequeñísimo villorrio faulkneriano, como ilustración de tapa. “¿Ves?” indicó saboreando el comienzo de la felicidad: “Ahora cerrá los ojos y cuando empiece la sinfonía tratá de ver a Shane y después a Jack Palance masticando tabaco y poniéndose el guante de pistolero. ¿Pronto?”. Hice señas de que sí. Mi padre había ubicado su mesa de trabajo en el centro del galponcito y si quería estar cómodo no tenía más remedio que acomodar las piernas estiradas sobre el papelerío. Ahora me lo imagino alargando apenas un brazo y oigo el clic del automático y la caída del disco. Entonces el adagio me sumerge irreversiblemente en un chaparrón donde sopla un desmelenamiento de glicinas.
Mi padre llega del trabajo en el ómnibus y cruza Grito de Gloria a la carrera (tapándose la cabeza con Marcha y escondiendo el long-play nuevo como si fuera un chaleco antibalas) y se queda estaqueado frente a las tres siluetas que parecen entelarañadas por la lluvia. Así lo contó él. La infanta está parada de espaldas a la casilla, observando el Plymouth último modelo del que acaba de bajarse corriendo: el pelo rojo y el vestido más rojo y la rara piel canela hacen que su tristeza rebrille hasta el desfloramiento. Y contaba mi padre que el negro y el perro (que subían de la playa disfrutando aquel primer paseo como si hubiera un cielo despejado) terminaron de aproximarse a la criatura y el hombre empalmó una rosa que llevaba en la oreja y se la fue apoyando suavemente a lo largo de la achocolatada cara caballuna. Y cuando el Papalote terminó la pantomima aleccionadora hizo una especie de seña-reverencia y María Sara entendió que debía recoger la flor que el Lobo (o el Chuparrosas) llevaba entre los dientes para secarse el llanto. La infanta apenas tuvo tiempo de hacerlo, porque el Chueco bajó del Plymouth en las mismísimas ancas del diablo y la arrastró de un brazo hacia la casilla mientras el negro se acomodaba el sombrero chorreante y observaba al japonés que hacía arrancar el coche.
“¿Y?” pregunta mi padre, al consumarse la irrupción del Nuevo Mundo: “¿Te dormiste?”. “No” confieso saltando: “Pero no vi a Shane”. Entonces él me frota la cabeza y consulta la hora, largando un chiflido: “Pa. A dormir, Monaquito. Mañana tenés catequesis y fútbol”. “No” lo corrijo: “Catequesis y Shane. El Chueco nos avisó que el partido quedaba para el domingo. ¿Es verdad que era un crack, el Chueco?”. “Sí. Fue suplente en Maracaná” contestó mi padre, mientras cruzábamos los charcos nacarados del patio: “Aparte de timbear debe ser lo único que sabe hacer como la gente. Todavía podría estar en actividad sin el menor problema, pero le gusta demasiado la joda”. No pregunté qué era la joda. “Él dice que hace las mejores pandorgas del mundo, también” me atreví a retrucar. “Eso vamos a saberlo recién dentro de un par de semanas” alza las cejas mi padre, abriendo la puerta de la cocina. “Mirá. Tu abuelo se durmió oyendo la radio”.
En la radio ya no hay nada y el viejo ronca acodado sobre la mesa, con la infaltable boina entre las manos roídas por el porlan. Mi padre -que mide 1.55 y se arquea como una ardilla cuando está a punto de ejercer su traviesa ternura- le palmea un hombro y dice: “Pida el último deseo, camarada. Y marche. Que la vieja lo está esperando con el garrote vil”. Mi abuelo -que mide 1.75 y conserva un corpachón de maniquí de tienda- putea y se lo saca de arriba igual que a un insecto. (Pero es igual que al mundo.) Tengo miedo que se arme lío y agarro a mi padre del pulóver. “A dormir” dice él, confiadamente calmo: “A dormir todo el mundo”. Entonces el viejo se levanta enfundado en su eterna leñadora y alza un brazo cansino, en son de paz. No tiene mal olor. Mi padre apagó la radio y prendió un Richmond sin dejar de mirarlo arrastrar las zapatillas hacia el cuarto donde la vieja debe estar esperándolo con los ojos ensangrentados. (Mamá también lloraba a esa hora.) Después de aquella noche el viejo no volvió a pisar El reenganche.
“Oí” dije de repente, señalando hacia el gallinero: “Eso que parece un grillo pero suena más corto. ¿Escuchás?”. “Sí. Suena como una hamaca” se sorprendió mi padre: “El Chueco se la debe haber colgado a la hija”. Y aplasta el cigarrillo y me empuja con suavidad hacia la puerta del patio más chico. La sombra de la casa cae diagonalmente sobre el gallinero y la noche huele más a glicinas que a caca blanca. No entramos en la luz. Enseguida la hamaca sobrepasa la cerca lindera y María Sara asciende como un tremolar de oro rojo: su rostro se apoya un momento en los racimos de flores titilantes y yo me acuerdo -sin saber por qué- del señor de la Paciencia.
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