martes

LA INDECENTE NOCHE DE YEMANJÁ

HUGO GIOVANETTI VIOLA

1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
   
CUARTA ENTREGA

DOS: LA FIRMEZA (2)

“LAS SEMANAS que me pasé recorriendo de arriba abajo esta bendita calle” me cuenta mamá  por millonésima vez, cuando empezamos a repechar Diecinueve de Abril: “Al final yo quería que hicieras una fuercita y nacieras en esa fecha, para que también fuera fiesta patria por vos. Y cumpliste”. Nunca le pregunté si en realidad ella quería que yo naciera de una vez por todas o que me demorara hasta la fiesta patria. Lo que sé es que nací con muchos días de atraso.

Para llegar a la iglesia de las Carmelitas teníamos que tomar dos ómnibus y caminar una punta de cuadras, todos los santos sábados. Yo sudaba pensando que los otros chiquilines del catecismo me iban a agarrar para la joda porque no era del barrio. Pero mamá se casó allí y mi padre no se opuso a que yo hiciera la primera comunión allí.

Lo único que me llamó la atención en meses y meses de catecismo fue la frase del Credo que habla de la resurrección de la carne. Todo lo demás se me volvió un castigo soporífero. Mamá se iba caminando a visitar a los viejos amigos del Paso y volvía a buscarme remozada, pero aquella mañana trajo una densidad diferente en los ojos: la espesura oro-miel revela que anduvo de compras por Belvedere, donde conoció a mi padre a los catorce años. Y cuando saca de la cartera un lujoso misal que nos debe haber costado un semestre de ahorros, festejo la irisación de aquel nácar al sol como si allí pudiese palparse el amor todavía intacto.

Ahora llegamos andando muy rápido hasta el comienzo de Valentín Gómez y nos entreparamos en el baldío donde mi abuelo hacía los asados y ella confiesa, observando el caserón que alquilaron al casarse: “Para decirte la verdad a mí nunca me gustó mucho aquí. Lindo era en Agraciada. ¿Vos sabías que cuando apareciste ya estábamos a punto de adoptar una nena? Demoré cinco años en quedar embarazada. Y unos meses antes nos ofrecieron adoptar una criatura preciosa y la trajeron a casa y todo. ¿Sabés a quién era igualita la nena? A la hija del Chueco: hoy la vi en la vereda”.

Apenas empezaron mamá se cruzó con una amiga y yo me zafé y corrí a pararme frente al balcón del comedor donde mi padre hacía los pesebres. Ahora me acuerdo de mi padre y mi abuelo sacando los muebles a la hora de la siesta, con un calor del diablo. Después cargaban pequeñas rocas y pilones de arena desde el Prado, y mi padre se metía a trabajar en el pesebre toda la Tardebuena. A veces lo ayudaba Collell, que venía mucho de visita y me enseñaba a pintar al óleo en el altillo. Pero se quedaba un rato, nomás. Y yo seguía parado en el zaguán viendo cómo aquel filo de sol que derramaba por la celosía entornada se iba corriendo hasta tocarme los pies. Mi padre suda y resopla arrodillado y gateando, y cada tanto se para a cebar un mate y estudia el resplandor épico que cubre casi todo el piso. Mi abuela le trae budín inglés. Mamá le alcanza la Philco y observa un rato la penumbrosa peregrinación de figuras de yeso. Cuando volvemos a quedar solos mi padre busca el Sodre y escuchamos un concierto del Monaco Rosso. Así me lo anuncia él, por lo menos. “¿Sería pariente nuestro?” pregunto. Y lo oigo carcajear y mientras va acercándose veo cómo su pequeño pecho desnudo chorrea una diagonal casi fluorescente. Entonces prende un Richmond y se agacha frente a mí, sin apagar el encendedor. “Il Monaco Rosso era el sobrenombre de Antonio Vivaldi, un compositor italiano” me explica: “Y el tuyo va a ser Monaquito, desde hoy en adelante. ¿Okey?”. Yo contesté que Okey, aunque no se me ocurrió averiguar cuál era el significado de aquel sobrenombre. (Con el tiempo aprendí que en el lenguaje de las trincheras quería decir Poeta. Y que fui armado Poeta por mi padre en aquel caserón donde él peleaba todas las Tardebuenas por sosegar la balleza del mundo.)

Pero es recién después de la cena que abrimos los postigos y prendemos la araña del comedor. Para tocar la calle. Y los vecinos se van juntando y se quedan con la sonrisa puesta en el balcón y ninguno vuelve enseguida a su casa: brindan y oyen de veras las historias ajenas, como si se quisiesen. La estrella de Belén -hecha con papel de plata- cuelga sobre la cordillera que resguarda a Jesús. Y en una de las cumbres mi padre posó un pequeño ciervo blanco de plástico, insignificante y absurdo entre todo aquel despliegue. Casi nadie lo mira, pero el ciervito sobrevuela el tumulto arenoso rumbo a la Anunciación.

Mamá me agarró del brazo y empezamos a caminar de apuro para ir a tomar el ómnibus. Mientras esperábamos el 128 en la esquina de Valentín Gómez y Agraciada levanté la mirada hacia la altísima palmera que había en la esquina de enfrente y recordé a mi padre, cuando volvía de ver a Liverpool los domingos muy nublados. Yo salía corriendo a abrazarlo y preguntaba: “¿Ganamos?”. Y él ponía aquella cara de hombre que vuelve de un lugar donde acaban de prohibirle otro trago de felicidad y sentenciaba, manso: “Hay que saber perder, Monaquito”.

El 128 se detiene un momento frente a Casa Soler. “¿Sabés que acá todavía hay empleados que me pregunta por vos?” dice mamá, implacablemente memoriosa: “¿Vos sabés el revuelo que armabas acá en Casa Soler cuando tenías dos años? Te ponías a correr por los mostradores y hablabas con todo el mundo igual que una persona mayor. Te sabías los colores de las camisetas de todos los clubes. Y recitabas El osito rezongón y te aplaudían como si fueras Berta Singerman. ¿Te acordás?”. Digo que más o menos, y me acaricio una cicatriz que llevo tatuada en el antebrazo izquierdo.

Mi tío Jorge -el cura- ya se había ido a vivir a Maldonado, y la primera vez que vino de visita hicimos un asado con parrillada. A mí me dio una pataleta peor que las de siempre, porque apenas entró le pedí que subiera al altillo a ver el Cristo recién pintado. “Ahora no” dijo mamá: “Recitale El osito rezongón y corré a avisarle a tu padre y a Tata que apuren las achuras”. Mi tío me hizo una guiñada, pero yo empecé a dar patadas como un bailarín de flamenco en cámara rápida. “El Osito no” gritaba: “El Cristo”. Y me fui aullando hasta el baldío de la esquina y jamás supe en qué momento me corté el brazo con una lata ferrugienta.

Ahora estamos en el altillo. Tío Jorge me desinfectó y me vendó muy rápido, y no puedo imaginarme cómo hizo para conseguir que almorzáramos en paz. “Flor de sota la vieja” dice mi padre, prendiendo la radio: “Le dio un patatús nervioso después que se comió media vaca”. Jorge le contesta con otras de sus guiñadas azules que llevan una sonrisa anchísima -y de labios cerrados- debajo. Mamá se quedó frotando a la vieja con agua colonia, y mi abuelo tuvo que dormir la siesta en un sillón. “Con vos después hablamos, Monaquito” me mira fijo mi padre: “Ya prometí que cuando te dé la próxima rabieta te voy a sacar una foto. Así aprendés a verte, por lo menos”. “Sí. Y que aprenda Van Gogh, también” agrega mi tío: “Que era rabioso pero nos mascaba vidrio. Cuando no le dejaban mostrar los cuadros se cortaba la oreja y se la vendía al de la parrillada de la esquina. Pero un brazo nunca, che. Con permiso”. Y se arremangó la sotana y se inclinó brevemente frente al Cristo que todavía estaba en el caballete. “Este es el único comentario que puedo hacer del cuadro” dijo. Y se persignó.

Aquella tarde le regaló a mi padre la pipa que mi legendario tío-abuelo Lucas compró en Cogolin, y el altillo se oscureció aterciopeladamente mientras escuchábamos -con el Sodre de fondo- las historias de amor y de heroísmo recogidas por Jorge en Maldonado. Sé que en algún momento me dormí y soñé que me habían clavado un brazo contra un mostrador y que mi abuelo ponía un ciervito blanco en la parrilla. Y lloraba.

El 128 rodea el Palacio Legislativo y me vuelvo a acordar del Cristo y de golpe me doy cuenta que ya no sé pintar. Ni siquiera me salen bien los dibujos en la escuela, ahora. Y le digo a mamá: “¿Sabés que escribí un poemas sobre Artigas y le pedí a la maestra para recitarlo en la fiesta de fin de año?”. “Cuidado” se frunce ella: “No vayas a quedarte sin ser abanderado por eso”. Y entonces siento que odio más a la bandera uruguaya que a la Casa Soler. Y pienso que cuando haga la comunión no me voy a animar a contar ese pecado.

En casa estaban esperándonos con el puchero pronto. Al pasar por la vereda recién baldeada del boliche no notamos nada demasiado raro, pero alcanzó con encontrar a mi padre y a mi abuelo tomando vino antes de almorzar para que mamá contrabandeara una seña bonachonamente escandalizada hacia la vieja. Ella (la vieja) está recostada sobre el fogón de la cocina y entreabre una sonrisa donde se transparenta su remota hermosura. “¿Querés un vermucito, Chela?” pregunta. Y es evidente que ya se tomó uno. “Sí” suspira mamá sacando el misal de la cartera: “Vamos a festejar algo, por lo menos”. Y recién cuando empezamos a devorar el puchero mi padre se decide a contar el escándalo.
“Mirá: cuando yo me bajé del ómnibus y vi a la vieja (recostada en el portón) y al viejo (sentado en la vereda) prestándole tanta atención al gentío del boliche, ya me olió muy raro. Porque vos los veías de lejos y les notabas la oreja parada, te juro”. Mi abuela largó una risita y mi abuelo utilizó un pedazo de pan para secarse la boca, y después le quedaron los dientes muy brillantes.

El Papalote está sentado sobre un tronco con las piernas exageradamente abiertas, bajo una acacia blanca apenas florecida. Mi padre recién puede distinguirlos al cruzar la calle y atravesar el círculo de borrachos, y casi inmediatamente resuelve entrar a pedir una copa al mostrador de El reenganche. “Porque cuando el Papalote empezó a cantar el bolero de la pecera sentí que me acuchillaban” contó (y mi abuela largó otra risa algo babeante): “Y mirá que según los viejos ya lo había cantado dos o tres veces antes que yo llegara. Era una revolución, aquello. Una especie de bolero-chachachá surrealista cantado a lo Rolando Laserie pero con un ángel del carajo. Y el ritmo lo hacía cacheteando el tronco pelado, nomás. Se mandaba unos redobles de bongó que nadie podía creer”.

“Y contales lo lindo que canta el Chuparrosas” dice mi abuela, atorándose. Mamá le golpea la espalda (ya media tentada ella también) y mi padre las mide con piadosa paciencia. “Bueno. Pero seguí de una vez, hombre. Das más vueltas que Ciocca” rezonga mi abuelo. Entonces nos enteramos que el Lobo (o Chuparrosas) alzaba la larga cabeza amarilla muy de cuando en cuando para aullar como llamando a alguien. Hasta que María Sara sale de la casilla y cruza por la vereda frente a mis abuelos y se filtra entre los borrachos sin que nadie le preste atención. Y da un último paso -erguida, rígida y lenta- para ofrecerle al papalote un rostro pintarrajeado como el de una rubia de Hollywood.

La vieja seguía hundida en su reblandecimiento y ya no escuchaba nada, pero mamá me acarició la cabeza y preguntó: “Y después”. Después el negro terminó el bolero y tuvo tiempo de sacarse la rosa de la oreja y frotarle el maquillaje a la infanta. “Y allí fue que empezaron a lloverles los tomatazos” contó mi padre: “Al Papalote y al perro, porque la chiquilina se hizo humo enseguida. Podría apostar un diez contra un pucho a que el primero que se los zampó fue el Chueco. Y como había tres cajones llenos en el puesto imaginate el despelote que se armó. El gordo salió corriendo desesperado de atrás del mostrador y entre los dos frenamos algo la cosa, pero el que provocó la estampida general fue el lobo. Tendrías que haberle visto los colmillos. Virgen Santa”.

“Coño” ronca mi abuelo, yéndose a sestear con el conmovedor equilibrio de un velero. Mi padre prende un Richmond y espera que se le termine el último ataque de risa a la vieja. “Y al final” suspira mamá, contemplando la grasa de los platos. Al final el Papalote recogió la flor-hueso y se la puso en la boca al animal totalmente entomatado (era como si estuvieran chorreando sangre y tripas, los dos) y bajaron a la playa sin gruñir ni quejarse.

“Abelito” pide la vieja de repente: “¿No me acompañás hasta el gallinero?”. Y tengo que ayudar a mamá a levantar y remolcar la tonelada de hedor. Mi padre se va a su escritorio, prendiendo otro Richmond por el camino. Cuando nos frenamos en el umbral de la puerta la vieja clava los ojos levemente achinados en la mierda multicolor de las gallinas y murmura: “Hoy me volví a acordar del arcoiris en el campo”.

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