viernes

FIODOR DOSTOIEVSKI (1821 – 1881)



LA CONFESIÓN DE STAVROGUIN
(El capítulo censurado de Demonios)
  
Traducción directa del ruso y prólogo de RAFAEL CANSINOS ASSENS
  
CUARTA ENTREGA
  
CON TIJON  
  
11 (2)
   
“Aquella noche fue cuando tuve la riña en la taberna, que ya mencioné de pasada.. Me desperté, sin embargo, por la mañana en mi cuarto, pues Lebiadkin se había encargado de llevarme allí. Mi primer pensamiento al despertarme fue: “¿Lo habrá contado ella o no?”. Por un momento experimenté un verdadero miedo, aunque no muy intenso. Yo estaba aquella mañana muy contento, y, sobre todo, la mar de cariñoso, de suerte que toda la pandilla estaba muy satisfecha de mí. Pero yo los dejé a todos y me fui a la Gorojóvaya. La encontré ya abajo, en la puerta de la casa. Venía de la tienda, adonde la habían mandado por achicoria. Al verme, llena de un susto horrible, echó a correr escaleras arriba. La madre le estaba ya pegando al llegar yo por haber entrado en el piso haciendo visajes, con lo que la verdadera causa de su espanto quedó ignorada. Así que hasta entonces todo iba bien. Desapareció ella no sé dónde, y no se dejó ver más mientras yo estuve allí. Permanecería yo una hora, y luego me marché. Al atardecer volví a experimentar la misma angustia; pero ya de un modo mucho más intenso. Naturalmente que podría mentir; pero es que podrían prenderme, que me amenazaba la cárcel. Nunca he tenido miedo, y salvo en esta ocasión, nada he tenido, ni antes ni después. Y a Siberia no le he tenido el menor miedo, y eso que una vez había tenido razón para tenérselo. Pero entonces estaba yo asustado, y, de veras, no sé por qué sentía miedo por primera vez en mi vida, una sensación sumamente penosa. Además, sentía hacia ella, por las tardes, en mi cuarto, tal odio, que tomé la resolución de matarla. El odio subía de punto con el recuerdo de sus risas. Me entraba desprecio, un verdadero asco, cuando pensaba cómo ella se había ido corriendo, después de consumado todo, a un rincón, resguardándose el cuerpo con las manos. Me entraba una rabia inexplicable, seguida de una sensación de hielo. Como amanecí con fiebre, entrome de nuevo el miedo, pero tan intenso, que no podía yo imaginarme un tormento mayor. Se me había pasado el odio a la muchacha, por lo menos no afectaba ya aquellas proporciones de paroxismo de la noche anterior. Adquirí la experiencia de que un miedo intenso sofocaba todo sentimiento de odio y de afán de venganza.
  
“Me desperté ya a eso del mediodía, y hasta me maravillé de mis sentimientos del día anterior. Estaba, sin embargo, de mal humor, y, no obstante mi espanto, no tenía más remedio que ir a la Gorojóvaya. Recuerdo que en aquellos instantes habría celebrado mucho tener una riña seria con alguien. Pero al llegar a la Gorojóvaya me encontré en mi cuarto con Nina Savélievna, la doncella de marras, que llevaba ya una hora aguardándome. No me gustaba ni pizca aquella muchacha, hasta el punto de que en cierto modo temía ella un arrebato de cólera por haber ido a verme sin que yo la llamase. Pero, de pronto, me alegré de verla allí. No era fea; era modesta, y tenía esos modales que tanto estiman los artesanos, por lo que mi patrona me la elogiaba mucho. Las encontré a las dos tomando café, y la patrona parecía encantada de la grata conversación. En un rincón del cuarto estaba Matrioscha. Estaba quietecita, en pie, mirando alternativamente a su madre y a la otra muchacha. Al entrar yo no se escondió, como otras veces, ni se fue. A mí sólo me pareció un poco demacrada y febril. Acaricié y cerré la puerta de comunicación con la sala de la patrona, lo que hacía mucho tiempo no hiciera, así que Nina se fue de allí muy contenta. También salí yo, y estuve dos días sin volver por la Gorojóvaya. Estaba harto. Había decidido poner término a todo aquello, despedir aquellos cuartos y marcharme.
  
“Pero al ir para despedir la habitación encontreme a la patrona excitada y afligida. Matrioscha llevaba ya tres días enferma, tenía fiebre todas las noches y deliraba. Naturalmente, pregúntele sobre qué versaban sus delirios. Hablábamos en mi cuarto, en un hilo de voz. Ella murmurome que decía cosas tremendas, que había matado a Dios. Yo me brindé a llamar al médico a mi costa; pero ella no aceptó. “Si Dios quiere, ya se le pasará; no siempre está en la cama; de día se levanta. Mire usted: ahora acaba de ir a la tienda.”
  
“Yo quería verme a solas con Matrioscha, y como la patrona me dijera que a las cinco tenía que ir al centro, decidí volver allá por la tarde.
  
“Hice en una taberna la comida del mediodía. A las cinco y cuarto en punto ya estaba de vuelta. Abrí, como siempre, con mi llave. Matrioscha estaba sola. Se hallaba en la habitación detrás del tabique, en la cama de su madre, y pude observar que miraba hacia afuera; pero yo hice cual si no lo hubiera notado. Las ventanas todas estaban abiertas. Hacía un aire tibio, hasta caliente. Yo di unas vueltas por allí y luego me senté en el diván. Lo recuerdo todo, hasta el pormenor más insignificante. Me prometía un gran placer de hablar con Matrioscha y atormentarla, no sé por qué. Estuve aguardando una hora entera; pero luego ella misma fue y salió de pronto del otro lado del tabique. Sentí cómo daban sus pies en el suelo al saltar de la cama, y después unos pasos muy ligeros, y, por último, dejose ver ella misma en el umbral de mi cuarto. Quedose allí en pie, en silencio. Yo era tan vil que el corazón me palpitaba de alegría por haberme estado en mi sitio y aguardando a que ella viniera. Desde la última vez que la viera había decaído verdaderamente de un modo terrible. Tenía la cara marchita y la cabeza debía arderle. Tenía los ojos de par en par; fijos en mí con estúpida curiosidad, según se me antojó a lo primero.
  
“Yo seguía sentado, miraba y no me movía. Pero no tardé en comprobar que no le inspiraba el menor miedo, y que más bien estaba delirando. Pero tampoco era eso. De repente volvió la cabeza, como suelen hacer en señal de reproche los seres ingenuos y primitivos, y de pronto alzó su puñito y me amagó con él desde allí. En el primer momento pareciome aquello cosa de broma; pero luego no pude sufrirlo. Tenía en su cara una desesperación impropia de una niña. Y allí seguía, agitando su puñito y moviendo en señal de reproche la cabeza. Yo me levanté y me fui, lleno de miedo, hacia ella y empecé a hablarle con cautela, queda, afectuosamente; pero no tardé en comprender que no me entendía. Luego se cubrió de pronto la cara con las manos, como aquella vez, y retirose y asomose a la ventana, de espaldas a mí. Yo me volví  a mi cuarto y me asomé también a la ventana. No puedo comprender cómo no me fui entonces, sino que, en vez de eso, me quedé allí, cual en espera de algo. No tardé en sentir sus pasos presurosos. Era que salía por la puerta de la galería de madera, que también tenía una salida a la escalera. En seguida corrí a mi puerta, la abrí y alcancé a ver todavía cómo Matrioscha desaparecía del camaranchón.
  
“Una pregunta curiosa me formulé en seguida. No he acabado de comprender aun cómo vino ella a mí tan súbitamente aquella vez para irse luego. Cerré la puerta y me asomé de nuevo a la ventana. Claro que aun no se podía lamentar aquella fugaz idea…; pero, con todo… (Ahora aun lo recuerdo todo y el corazón me martilleaba.)
  
“Al cabo de un rato miré el reloj y vi que era la hora exacta para mí. Qué falta me haría, lo ignoro; pero yo estaba en disposiciones de hacerlo y, sobre todo, quería en aquel momento grabarlo bien todo en mi memoria. Así que lo observado entonces todavía lo retengo como presente, lo veo cual si fuese hoy. Oscurecía. Sobre mí revoloteaba una mosca que venía a posarse siempre en mi cara. La cogí, la tuve entre los dedos y la eché por la ventana. En el patio, abajo, sonó, ruidoso, un coche. En el pico del patio estuvo entonando un artesano, un sastre, asomado a la ventana, muy recio y mucho rato, una canción. Estaba sentado, trabajando, y yo podía verle muy bien. Pensaba yo que, puesto que no me había tropezado con nadie al cruzar la puerta y subir la escalera, tampoco, naturalmente, era necesario que me encontrase con nadie al salir. Así que me aparté prudentemente de la ventana para que los vecinos no pudieran verme. Cogí un libro, lo volví a dejar, reparé en una diminuta araña roja posada en una hoja de geranio y me sumí en ensoñaciones. Lo recuerdo todo, hasta el último momento.
  
“De repente miré el reloj. Desde que la chica se fuera habían pasado veinte minutos. La presunción convirtiose en verosimilitud. Pero yo resolví aguardar todavía un cuarto de hora. Pensé por un instante que habría vuelto y yo no la habría sentido; pero eso no podía ser. Reinaba un silencio de muerte; podía oír el vuelo de una mosca. De pronto palpitome más recio el corazón. Miré el reloj de nuevo: tres minutos todavía. Aguardé ese rato más, aunque el corazón me palpitaba como cual si fuere a saltárseme. Después me levanté, me puse el sombrero, me abroché la capa y miré a mi alrededor, por si no dejaría allí alguna señal de mi presencia. Arrimé más la silla a la ventana, como estaba antes. Por último, abrí, sigiloso, la puerta, la cerré con mi llave y me fui hacia el desván. Estaba la puerta entornada, pero no cerrada del todo. Sabía yo que no podía cerrarse; pero no quise abrir, sino que me puse de puntillas y miré por un resquicio. En aquel momento hubo de chocarme en que mientras había estado allá arriba, asomado a la ventana, mirando la arañita roja y ensoñando, había premeditado ya por anticipado que había de ponerme de rodillas y mirar por una rendija. Menciono estos pormenores para demostrar que yo era dueño de mis energías mentales y que soy responsable plenamente. Largo rato estuve atisbando por aquella rendija, porque estaba a oscuras, aunque no del todo, de suerte que acabé por ver lo que quería.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+