LA EXPRESIÓN AMERICANA
LA EXPRESIÓN AMERICANA
UNDÉCIMA ENTREGA
CAPÍTULO I (4)
Mitos y cansancio clásico (4)
En la otra estación imaginativa, los monstruos son colocados en la tierra desconocida, en la incunnábula. Yo le llamaría a la fiebre que recorrió la Europa prerrenacentista, la imaginación de Kublai Kan, desatada por los viajes de Marco Polo a Cipango. La imaginación de un imperio centrado en una nueva ciudad, por una dinastía que se inicia, donde situar los monstruos como nuevas maravillas del mundo. Los sonajeros en el combate de los chalquenses, parecen recordar las instrucciones musicales de Kublai Kan, para entrar en el combate. “Tan pronto como se disponía el orden del combate, los músicos hacían sonar un número infinito de instrumentos de viento, atabales y chirimías, y todos cantaban a toda voz, según la costumbre de los tártaros antes de entrar en la lucha. No comenzaban a pelear antes de oír la señal emitida por címbalos y tambores, y era tal el tañer de címbalos y el golpear de tambores y tal el canto, que era maravilla para el oído”. Todavía en la época de Coleridge, precisado por las nubes marmóreas del opio, la ciudad de Kublai Kan, mantenía sus emblemáticos poderes imaginativos. Se buscaba por todas partes algo mongólico, bárbaro y desusado, que calmase el cansancio de la dinastía de los Sung. La intimidad que guía a los hombres de la conquista es el encuentro de una sangre nueva o bárbara, que en plena entrada del Renacimiento, aportarse el nuevo fervor. Se diría que en las cortes de Juan II, de Francisco I, de Enrique VIII, había el deseo de encontrar los nuevos mongoles, los nuevos bárbaros, la nueva sangre. Esa apetencia de imaginaria búsqueda mongólica, unida a los restos de la imaginación provenzal, traía aparejado el concepto del “salvaje bueno”, y posteriormente de las “indias galantes” en la época ya remansada de Couperin, donde el cansancio de la imaginación europea había descendido de la búsqueda de la bondad al encuentro de las delicias.
La imaginación de Kublai Kan está vivaz y en relumbre en nuestros días. Cuando en La tierra purpúrea de Hudson, el relato de los estancieros en lo inverosímil y desusado, llega a la gran serpiente lampalagua, del tamaño del muslo de un hombre, que absorbe el aire, a través de la distancia, poniendo en camino la presa, hasta adentrarse por la cueva de su garganta -retrotrae a la era de la imaginación Kublai Kan. Los prodigiosos animales de Kamandú, en la Persia de Marco Polo, dirigen con su red imaginaria la aparición de las otras “maravillas del mundo”. La “niebla seca” ya prepara la trampa para los viajeros desusados que abandonados a sus deleites ingenuos, se sienten rodeados del polvo y de envolvente oscuridad, hasta que despiertan entre flechas, y la mano de humo dulce, que comienza a ceñirlos y a desangrarlos.
Esa imaginación elemental propicia a la creación de unicornios y ciudades levantadas en una lejanía sin comprobación humana, nos ganaban aquel calificativo de niños, con que nos regalaba Hegel en sus orgullosas lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, calificativo que se nos extendía muy al margen de aquella ganancia evangélica para los pequeñuelos, sin la cual no se penetraba en el reino. Hay allí una observación, que no creo haber visto subrayada, que es necesario crear en el americano necesidades, que levanten sus actividades de gozosa creación. Además de la función y el órgano, hay que crear la necesidad de incorporar ajenos paisajes, de utilizar sus potencias generatrices, de movilizarse para adquirir piezas de soberbia y áurea soberanía. “Recuerdo haber leído, dice Hegel con una displicencia casi exenta de ironía, que a media noche un fraile tocaba una campana para recordar a los indígenas sus deberes conyugales”. ¿Han meditado en lo que implica esa testaruda afirmación de Hegel, de desarrollar en el americano, el concepto y la vivencia de la necesidad? La gana española que pasa a nosotros como desgana, falta de rechazo y aproximación. La gana española es una manifestación de signo negativo, no tener ganas en el español es apertrecharse para una resistencia si alguien pretende sacarlo de sus apetencias. En el desgano americano hay como un vivir satisfecho en la lejanía, en la ausencia, en el frío estelar ganando las distancias dominadas por el impersonal rey del abeto.
Es muy significativo que tanto los que hacen crónicas sin letras, un Bernal Díaz del Castillo, como los misioneros latinizados y apegados a las sutilezas teologales, escriben en prosa de primitivo que recibe el dictado del paisaje, las sorpresas del animal si descubierto, acorralado. Se percibe en las primeras teogonías americanas, aun en los cantos guerreros, un no resuelto, un quedarse extasiado ante las nuevas apariencias de las nubes. Es muy curioso que en las tribus precortesinas hay el convencimiento de que alguien va a venir, se está en la espera de la nueva aparición. Sin embargo, en los cronistas el asombro está dictado por la misma naturaleza por un paisaje que ansioso de su expresión se vuelca sobre el perplejo misionero, sobre el asombrado estudiante en quien la aventura rompió el buen final del diploma de letras.
Al extremo de que cuando la batalla se establece sobre el retrato de primores, minucias trabajadas con alucinación, los indios sorprenden en los campamentos y en las tertulias levantadas en el fanal de la proa. La cornucopia solemne y ceremoniosa, abiertas ante Cortés, los deslumbra y achica, “lo primero que vio, dice Bernal Díaz del Castillo, una rueda de hechura de sol de oro muy fino, que sería tamaño como una rueda de carreta, con muchas maneras de pinturas, gran obra de mirar”. Todo esto haría pensar a los españoles en las embajadas persas ante el Papa, en la llegada de los hermanos Polo a la remota Cipango. Existe por parte de los aztecas como un afán cruel, de secreto desdén, en abrumar lo necesario imprescindible, la pobreza castellana, la enjutez de las naos avisadas tan sólo para el botín. Y luego, “otra mayor rueda de plata, figurada la luna, y con muchos resplandores y otras figuras en ella”. Ante ese vuelco del primor obsequioso, se percibe a Cortés atolondrado, vacilando para lograr la igualdad con aquellos hechizos. Cortés debe haberse considerado obligado a extraer de sus valijas y secretos, es escondida obra muy querida, que todos llevamos en los viajes, una hoja iniciada, un cuchillo con volante medialuna. El hidalgo castellano, que aun en su pobreza, extrema el sacrificio al de volver la embajada, envía “una copa de vidrio de Florencia, labrada y dorada con muchas arboledas y monterías que estaban en la copa”. Momentánea tregua del señorío, en que compiten los primaverales cuarteles del envío y el despliegue lujoso, como en ese primer movimiento de los guerreros al enfrentarse, en el que desenredan un garbo, o sueltan el halcón tan sólo por la fiesta de su amarillo candela.
La primera embajada de Moctezuma había sido plástica y detallada. ¿Por qué se perdieron esos primeros retratos que los artistas de Moctezuma hacían de Cortés y sus capitanes? Exquisitos artistas se solazan no tan sólo en los nuevos rostros, sino pintan lebreles, pelotas y los desconocidos caballos. Cortés, antes del cambio ceremonioso de la obsequiosidad, les juega la broma por el susto. Manda que se preparen las lombardas para el trueno gordo, rodado por la garganta de los roquedales. Los enviados plásticos, después del natural asombro, se aplicaron a pintar el mismo trueno, que es prueba de adelantar al enemigo, asegurándole en el diseño previo y la previsión topográfica.
La relación de los cronistas no lo consigna, pero el asombro de Cortés debe de haber sido crecido y temeroso en secreto, ver aquellos embajadores plásticos, afanosos de copiar su ejército hombre por hombre, todas las piezas y animales. Tampoco se consigna el natural júbilo tribal, de ver llegar aquel ejército reducido por la miniatura y el doble. Aquellas danzas de la muerte que se deben haber trenzado entre los retratados, los doblados, sabiendo cómo agrupar las flechas para cada rostro. Sutilizadas las vanguardias guerreras por aquel doblaje plástico, se comprende porque Cortés cuando llegaron los envíos de la obsequiosidad mayor y lujosa, no le quedó más remedio que echarle mano a aquella copa florentina recorrida de arboledas y floridas venatorias.
Por esta falta de apostilla para lo que después va a interesar a otras secularidades, no tenemos noticias suficientes ni desarrollos de aquellos casos de españoles colonizados por los indios, como aquel Gonzalo Guerrero que no quiso ganarse el destino de Aguilar, el traductor. Ya casado, ya con tres hijos, ya con las orejas horadadas. Y también cacique. Además, tranquila y eficazmente dominado por su mujer, que cuando Aguilar, el traductor, intenta sonsacarlo, le dice: “Mira conque viene este esclavo a llamar a mi marido; idos vos y no curéis de más pláticas”.
Eran los hombres sin insistencias humanísticas los que podían captar el asombro, el nuevo unicornio, que no regresaba para morir; la gran serpiente, y no marina, aspirante tromba de aire, que desde la lejanía, ordena los deseos de su incorporación, con fruitivos espasmos para el anhelo que no ha sido visto. Los hombres del gran enchape clásico, un Mateo Alemán, un Gutierre de Cetina, refugiados en México, balbucean, hacen ejercicios de pronunciación, o se pierden en lances coloniales de escalas y farol tuerto. Devorados por la mitología greco romana, por el período tardío de sus glosadores, no podían sentir los nuevos mitos con fuerzas suficientes para desalojar de sus subconciencias los anteriores. Dos mitos, sin embargo, en las últimas treguas de la colonización y en las primeras de los virreinatos, recorren las obras del barroco incipiente, del despertar americano para la acumulación y la saturación. El mito de Acteón, a quien la contemplación de las musas lo lleva a metamorfosearse en ciervo, durmiendo con las orejas tensas y movientes, avizorando los presagios del aire. El otro mito tomado de Plinio, sobre la vigilancia de las águilas, que alejan el sueño con una garra levantada, sosteniendo una piedra para que al caer se vuelva a hacer imposible el sueño. Símbolos de astucia, de cautela o resguardo ¿qué enemigos justificaban esa vigilancia extremada? ¿Se iba realizando aquella monarquía universal, aquella luz de imperio, aquella Ecumene prometida? Muy al contrario, aflojado aquel centro metropolitano, la escenografía con sus gárgolas de cartón sudado, con la reina disfrazada de la pastora Marcela y el rey de niño amor, ocupaba el sitio donde el hombre avanza dentro de la naturaleza, acompañándose tan sólo del ruido de sus propios pasos naturales para alcanzar la gracia sobrenatural.
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