sábado

CARSON McCULLERS (1917 – 1967)


LA BALADA DEL CAFÉ TRISTE

SEXTA ENTREGA

La nieve no duró mucho. Salió el sol, y a los dos días el pueblo estaba igual que siempre. Miss Amelia no abrió su casa hasta que se derritió el último copo. Entonces se puso a hacer una limpieza general y sacó todas las cosas al sol. Pero antes de meterse a limpiar, lo primero que hizo al volver a salir al patio fue atar una cuerda a la rama más grande del cerezo chino. En el extremo de la cuerda ató un saquillo bien relleno de arena. Ése fue el punching-bag  que hizo para entrenarse, y, desde aquel día, todas las mañanas se dedicaba a boxear con él en el patio. Ya era una boxeadora muy buena; quizá fuera un tanto pesada de piernas, pero en cambio conocía todas las mañas y los trucos del boxeo. Miss Amelia, como ya se ha dicho, medía seis pies y dos pulgadas de estatura. Marvin Macy era una pulgada más bajo. De peso estaban casi iguales: los dos pesaban unas ciento sesenta libras. Marvin Macy tenía la ventaja de su astucia de movimientos y de la dureza de su pecho. A primera vista se diría que él llevaba las de ganar. Sin embargo, casi todos los vecinos estaban apostando por miss Amelia. Los vecinos recordaban la gran pelea entre miss Amelia y un abogado de Forks Falls que había querido engañarla. Era un mocetón tremendo, pero cuando miss Amelia terminó con él estaba medio muerto. Y no habían sido solamente sus dotes de boxeadora lo que había impresionado a todo el mundo. Miss Amelia consiguió desmoralizar a su adversario poniendo unas caras tan horribles y haciendo unos ruidos tan impresionantes que hasta los espectadores se habían espantado. Era valiente, se entrenaba con aplicación con su punching-bag y en el caso presente tenía toda la razón de su parte. Así que los vecinos confiaban en ella y esperaban. Desde luego, no se había fijado fecha para la pelea; sólo estaban aquellas señales que eran demasiado claras para poder pasarlas por alto. Aquella temporada, el jorobado andaba por allí con una carita maligna y satisfecha. Era listo, y metía cizaña entre miss Amelia y Marvin Macy de mil maneras disimuladas y astutas. Siempre estaba tirando de la pernera del pantalón de Marvin Macy para atraerse su atención. Algunas veces seguía los pasos de miss Amelia, pero ahora sólo lo hacia para imitar sus andares desgarbados: se ponía bizco y remedaba los gestos de ella de una forma que parecía que miss Amelia era un monstruo. Había algo tan terrible en aquellas imitaciones, que los parroquianos del café no se reían, ni siquiera los más tontos como Merlie Ryan. Tan sólo Marvin Macy torcía la boca hacia la izquierda y cloqueaba. Cuando esto ocurría, miss Amelia se encontraba dividida entre dos emociones; dirigía al jorobado una extraviada mirada de reproche y desesperación, y luego se volvía hacia Marvin Macy con los dientes apretados. –¡Así revientes! –decía furiosa. Y entonces Marvin Macy solía coger su guitarra que estaba en el suelo junto a su silla y se ponía a cantar. Su voz era húmeda y pegajosa, porque siempre tenía demasiada saliva en la boca. Y las melodías que cantaba se le escurrían de la garganta como anguilas. Sus fuertes dedos pellizcaban las cuerdas con suave destreza, y cuando cantaba le hacía sentirse a uno fascinado y exasperado a la vez. Aquello era más de lo que miss Amelia podía soportar.
–¡Así revientes! –repetía, gritando. Pero Marvin Macy tenía siempre una réplica a punto para ella. Ponía la mano sobre las cuerdas para apagar los sonidos que quedaban vibrando y contestaba con lenta y aplomada insolencia: –¡Todo lo que me grites te pasará a ti! ¡Jo, jo! Y miss Amelia se tenía que quedar allí desamparada, ya que nadie ha inventado nunca un remedio contra esta artimaña. No podía gritarle insultos que fueran a recaer luego sobre ella. La tenía cogida, no había nada que hacer. Así iban las cosas. Nadie sabía qué pasaba entre ellos tres por las noches, en las habitaciones de arriba. Pero el café estaba cada tarde más concurrido. Hubo que poner otra mesa. Hasta el ermitaño, el loco llamado Rainer Smith, que se había ido al pantano hacía muchos años, oyó hablar de lo que ocurría y fue una noche para mirar por la ventana la reunión del café iluminado. Y el momento cumbre todas las noches era cuando miss Amelia y Marvin Macy cerraban los puños, se ponían frente a frente y se quedaban mirándose. Por lo general, esto no ocurría después de ninguna discusión, sino que parecía producirse de una manera misteriosa por algún instinto de los dos. En esos momentos el café se quedaba tan silencioso que se podía oír cómo crujía el ramillete de rosas de papel con la corriente de los ventiladores. Y cada noche duraba aquella escena un poco más quela anterior.
La pelea tuvo lugar el día del Topo, que es el 2 de febrero. El tiempo fue favorable, sin lluvia ni sol, con una temperatura mediana. Hubo varias señales de que aquel era el día fijado, y hacia las diez la noticia había corrido por todos los contornos. Por la mañana temprano, miss Amelia había salido y había cortado la cuerda de su punching-bag.
Marvin Macy se sentó en el escalón de atrás con una lata de grasa de cerdo entre las rodillas y empezó a embadurnarse cuidadosamente los brazos y las piernas. Un halcón con la pechuga ensangrentada voló sobre el pueblo y dio dos vueltas sobre la casa de miss Amelia. Sacaron las mesas del café al porche de atrás, de forma que todo el salón quedó despejado para la pelea. Estaban todas las señales. Tanto miss Amelia como Marvin Macy se sirvieron cuatro raciones de asado medio crudo en la comida, y el resto de la tarde estuvieron echados para coger fuerzas. Marvin Macy se echó en el cuarto grande de arriba, y miss Amelia se tumbó sobre el banco de su oficina. Se veía claramente, por su cara blanca y tensa, qué tormento era para ella estar tumbada sin hacer nada, pero se quedó allí quieta y estirada como un cadáver, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. El primo Lymon no paró en todo el día, y su carita estaba sombría y tirante de pura excitación. Se preparó un bocadillo al mediodía y salió a buscar al topo. Volvió al cabo de una hora; se había comido el bocadillo y dijo que el topo había visto su sombra y que se preparaba mal tiempo. Luego, como lo mismo miss Amelia que Marvin Macy estaban descansando para coger fuerzas y nadie le hacía caso, se le ocurrió ponerse a pintar el porche delantero. La casa no había sido pintada desde hacía muchos años; en realidad, sabe Dios si la habían pintado alguna vez. El primo Lymon estuvo revolviendo por allí y al poco tiempo tenía pintada de un alegre color verde chillón la mitad del suelo del porche y embadurnada toda su persona. Y, cosa muy propia de él, antes de terminar el suelo empezó con la pared y fue pintándola hasta donde alcanzaba y luego se subió a un canasto para llegar una cuarta más arriba. Cuando se le acabó la pintura, la parte derecha del suelo estaba verde brillante y había un trozo de pared pintado que acababa en una línea dentellada. Allí abandonó el primo Lymon su obra. Había algo infantil en su satisfacción con su pintura. Y a propósito de esto mencionaremos algo muy curioso: no había en el pueblo quien tuviera la menor idea de la edad del jorobado, ni siquiera miss Amelia. Algunos decían que cuando llegó al pueblo era todavía un niño de unos doce años; otros estaban seguros de que pasaba de los cuarenta. El jorobado tenía unos ojos azules y serenos como los de un niño, pero debajo de aquellos ojos se veían unas sombras violáceas que delataban la edad. Era imposible adivinar su edad por su extraño cuerpo deforme. Y tampoco por su dentadura se podía sacar nada en claro; todavía tenía los dientes completos, pero se los había manchado tanto de tomar aquel polvo dulce que era imposible saber si eran dientes jóvenes o dientes viejos. Cuando le preguntaban directamente su edad, el jorobado confesaba que no tenía la menor idea, no sabía cuántos años llevaba en este mundo, si eran diez o si eran ciento. Así que su edad seguía siendo un misterio. El primo Lymon terminó de pintar a las cinco y media de la tarde. El día se había puesto frío y se notaba humedad en el aire. El viento venía de los pinares; golpeaba las ventanas y un periódico viejo pasó revoloteando calle abajo y al fin se quedó prendido en un árbol. Empezó a llegar gente del campo; automóviles abarrotados con muchos niños que asomaban la cabeza por las ventanillas; carromatos tirados por muías viejas que parecían sonreír con enojo y hastío y seguían arrastrando su carga con los ojos cansados y medio cerrados. De Society City llegaron tres jóvenes. Los tres iban con camisa amarilla y con las gorras echadas hacia atrás; eran tan parecidos como trillizos, y se les encontraba siempre en las peleas de gallos y en las fiestas camperas. A las seis el silbato de la fábrica anunció la salida del trabajo y la multitud se completó. Naturalmente, entre los recién llegados había alguna gentuza, personas desconocidas y demás; pero, aún así, la gente estaba tranquila. Había en todo el pueblo un ambiente de expectación, y las caras de la gente resultaban extrañas a la luz del crepúsculo. La oscuridad fue cayendo poco a poco; el cielo estuvo un momento amarillo pálido y claro, y sobre él se destacaban las líneas netas y oscuras de la iglesia; después se apagó lentamente, la oscuridad se fue concentrando y se hizo de noche. El siete es número popular, y para miss Amelia en especial, era el número favorito: siete tragos de agua para el hipo, siete carreras alrededor de la alberca para la tortícolis, siete dosis de Purgante Milagroso Amelia para las lombrices... sus tratamientos giraban casi siempre en torno a ese número. Es un número con las más variadas posibilidades, un número que tienen en gran estima todos aquellos que aman el misterio y la magia. Así que la pelea tenía que ser a las siete. Esto lo sabía todo el mundo y no porque se hubiera anunciado o hablado de ello, sino que se entendía sin necesidad de preguntarlo, lo mismo que se entiende la lluvia, o un mal olor que viene del pantano. Así que, antes de las siete, todo el mundo se encontró con aire grave alrededor de la casa de miss Amelia. Los más listos entraron en el café y se alinearon junto a las paredes. Otros se apiñaron en el porche delantero o se buscaron un sitio en el patio. Miss Amelia y Marvin Macy no se habían dejado ver todavía. Miss Amelia, después de descansar toda la tarde en el banco de la oficina, había subido al piso de arriba. Por su parte, el primo Lymon estaba por medio todo el tiempo, abriéndose camino entre la multitud, chasqueando los dedos nerviosamente y parpadeando. A las siete menos un minuto se deslizó en el café y se subió encima del mostrador. Reinaba un silencio absoluto. Tenían que haberse puesto de acuerdo de algún modo; porque en cuanto dieron las siete apareció miss Amelia en lo alto de la escalera, y en el mismo instante se vio a Marvin Macy en la entrada del café. La multitud le abrió paso en silencio. Se dirigieron el uno hacia el otro, sin prisa, con los puños ya apretados y la mirada absorta. Miss Amelia había cambiado el traje rojo por su viejo mono, que llevaba remangado hasta las rodillas. Iba descalza y llevaba una muñequera de hierro en el brazo derecho. Marvin Macy también se había arremangado los pantalones; iba desnudo de cintura para arriba y muy embadurnado de grasa. Llevaba puestas las pesadas botas que le habían dado al salir del penal. Stumpy MacPhail se adelantó y les palpó los bolsillos de las caderas con la palma de la mano derecha para asegurarse de que no aparecerían navajas de improviso. Entonces se quedaron solos en el centro despejado del café, inundado de luz. No se dio ninguna señal, pero los dos golpearon a la vez. Los dos golpes dieron en las barbillas, y las cabezas de miss Amelia y de Marvin Macy rebotaron hacia atrás y ambos se quedaron un tanto atontados. Durante unos momentos después de los primeros golpes, se contentaron con restregar los pies por el suelo, probando diferentes posturas y dando puñetazos al aire. Y de pronto se lanzaron el uno contra el otro como gatos salvajes. Se oían los puñetazos, los resoplidos y los golpes de los pies en el suelo. Eran tan rápidos que resultaba difícil seguir el curso de la pelea; pero una vez miss Amelia fue proyectada hacia atrás con tanta fuerza que se tambaleó y estuvo a punto de caer, y otra vez Marvin Macy recibió un golpe en el hombro que le hizo girar como una peonza. Y la pelea prosiguió de aquel modo salvaje y violento, sin que ninguno de los dos diera muestras de debilidad. Durante una lucha así, cuando los adversarios son tan rápidos y tan fuertes como aquellos dos, vale la pena dejar de mirar la confusión de la pelea y observar a los espectadores. La gente se había echado hacia atrás todo lo posible y se aplastaba contra las paredes. Stumpy MacPhail estaba en un rincón, encogido y con los puños apretados como los luchadores, y hacía ruidos extraños. El pobre Merlie Ryan tenía la boca tan abierta que se le metió una mosca dentro y se la tragó antes de darse cuenta de nada. El primo Lymon era algo digno de verse: estaba todavía encima del mostrador, de manera que quedaba muy por encima de todos los demás. Tenía las manos sobre las caderas, la cabezota echada hacia delante y las piernecillas dobladas de forma que le sobresalían las rodillas. Estaba muy excitado y le temblaba la pálida boca. Pasó media hora antes de que variara el curso de la pelea. Se habían cambiado cientos de golpes y hubo una corta pausa. Y de pronto Marvin Macy consiguió agarrar el brazo izquierdo de miss Amelia y se lo retorció detrás de la espalda. Miss Amelia se revolvió y atenazó a Marvin Macy por la cintura; ahora empezaba la verdadera lucha. La lucha libre es el modo natural de pelear en esta región; ya que el boxeo es demasiado rápido y hay que pensar y concentrarse mucho. Y ahora que miss Amelia y Marvin Macy estaban ya agarrados, la multitud salió de su arrobo y se apretó más cerca. Durante algún tiempo los luchadores se ciñeron músculo contra músculo, con los huesos de las caderas estrechamente unidos. Así estuvieron moviéndose hacia delante y hacia atrás, hacia un lado y hacia otro. Marvin Macy no había sudado todavía, pero el mono de miss Amelia estaba empapado y se le escurría tanto sudor por las piernas que iba dejando las marcas húmedas de los pies en el suelo. Había llegado la hora de la prueba, y en aquellos momentos de esfuerzo tremendo miss Amelia era la más fuerte. Marvin Macy estaba grasiento y escurridizo, y era difícil de agarrar, pero ella era la más fuerte. Le fue doblando poco a poco hacia atrás, y pulgada a pulgada le abatía contra el suelo. Era algo terrible de ver, y en todo el café no se oían más que sus respiraciones jadeantes. Al fin le derribó y montó encima de él, y sus manos grandes y fuertes estaban sobre la garganta del hombre. Pero en aquel momento, justo cuando la pelea estaba ganada, se oyó en el café un grito que hizo que un estremecimiento recorriera todas las espaldas. Y lo que pasó ha sido un misterio desde entonces. Todo el pueblo estaba allí para dar testimonio de lo ocurrido, pero hubo quien dudó de sus propios ojos. Porque el mostrador donde estaba subido el primo Lymon se hallaba por lo menos a doce pies de los que luchaban en el centro del café. Pero en el momento en que miss Amelia agarraba la garganta de Marvin Macy, el jorobado saltó hacia adelante y cruzó por el aire como si le hubieran nacido alas de halcón. Aterrizó sobre la ancha y fuerte espalda de miss Amelia y le apretó el cuello con sus deditos como garras. El resto es una pura confusión. Miss Amelia fue vencida antes de que la multitud pudiera recobrarse. Gracias al jorobado, Marvin Macy ganó la pelea; al final miss Amelia yacía despatarrada en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos, y sin sentido. Marvin Macy seirguió sobre ella, con la cara un tanto congestionada, pero sonriendo con su media sonrisa de siempre. Y en cuanto al jorobado, había desaparecido de repente. Quizá estaba asustado de lo que había hecho, o tal vez estaba tan encantado que quería saborear su alegría a solas; en todo caso, se escabulló fuera del café y se hizo un ovillo debajo de los escalones de atrás. Alguien echó agua encima de miss Amelia, que al cabo de un rato se levantó despacio y se arrastró hacia su oficina. La gente la veía a través de la puerta abierta, sentada a su mesa de trabajo, con la cabeza apoyada en el brazo, sollozando con su último resuello. Luego apretó el puño derecho y dio tres golpes con él sobre la mesa, y después su mano se abrió débilmente y se quedó quieta, con la palma hacia arriba. Stumpy MacPhail se adelantó y cerró la puerta. Los espectadores estaban tranquilos y salieron del café uno por uno. Despertaron y desataron a las mulas, dieron la vuelta a los automóviles, y los tres jóvenes de Society City se fueron a pie, camino abajo. Aquella no había sido de esas peleas que se comentan después; la gente volvió a sus casas y se metió en la cama. El pueblo se quedó oscuro, menos la casa de miss Amelia, pues allí hubo luz en todas las habitaciones durante toda la noche. Marvin Macy y el jorobado debieron abandonar el pueblo una hora o así antes del amanecer. Y he aquí lo que hicieron antes de marcharse: Abrieron la vitrina de los tesoros y se llevaron todo lo que contenía. Rompieron la pianola. Grabaron con las navajas palabrotas horribles en las mesas del café. Encontraron el reloj que se abría por detrás y se veían unas cataratas y también se lo llevaron. Derramaron una garrafa de melaza por toda la cocina y rompieron los tarros de conservas. Se fueron al pantano, destruyeron la destilería, estropearon el gran condensador nuevo y el refrigerador y después prendieron fuego a la cabaña. Prepararon una fuente con el manjar predilecto de miss Amelia, maíz frito con salchichas, lo aderezaron con una cantidad de veneno capaz de matar a todo el condado y colocaron la fuente tentadoramente en el mostrador del café. Hicieron todo el daño que les pasó por la cabeza, sin entrar en la oficina donde miss Amelia pasó la noche. Y después se marcharon juntos.
Así fue cómo miss Amelia se quedó sola en el pueblo. Los vecinos la hubieran ayudado de haber sabido cómo hacerlo, ya que la gente de este pueblo suele ser amable cuando se presenta la ocasión. Algunas amas de casa aparecieron por allí con escobas y se ofrecieron para limpiar los estropicios. Pero miss Amelia sólo se las quedó mirando con sus ojos bizcos y perdidos y meneó la cabeza. Stumpy MacPhail entró en el café al tercer día para comprar un torcido de tabaco queenie, y missAmelia dijo que el precio era un dólar. Todo lo del café había subido de repente a un dólar, y ¿qué clase de café es ése? También como médico cambió miss Amelia de un modo muy raro. En todos los años anteriores había sido mucho más popular que el médico de Cheehaw. Nunca se ensañaba con el alma de sus pacientes prohibiéndoles cosas tan necesarias como el alcohol, el tabaco y todo eso. Alguna vez, muy de tarde en tarde, podía advertir cuidadosamente a un paciente que no comiera nunca sandía frita o algún plato así que a nadie se le hubiera ocurrido tomar. Pero ahora se habían terminado ya aquellas inteligentes curas. A la mitad de sus pacientes les dijo que estaban para morirse de un momento a otro; y a la otra mitad les recomendó unos tratamientos tan difíciles y terribles que nadie en su sano juicio podía tomarlos en serio ni por un momento. Miss Amelia dejó que el pelo le creciese como una maraña, y estaba encaneciendo. Su cara se alargó, los grandes músculos de su cuerpo se relajaron hasta que se quedó delgada con esa delgadez de las solteronas que se vuelven chilladas. Y aquellos ojos grises... poco a poco, día a día, iban estando más bizcos, y parecía que se buscaban el uno al otro para lanzarse una miradita de congoja y amistad. No era agradable oírla: su lengua se había afilado de un modo terrible. Si alguien aludía al jorobado, miss Amelia sólo decía lo siguiente: –¡Ah, como pudiera ponerle la mano encima, le arrancaría la joroba y se la echaría al gato!
Pero no eran tan terribles sus palabras como la voz con que las pronunciaba. Su voz había perdido el antiguo vigor; no quedaba ningún rastro de aquel tono de venganza que solía tener cuando hablaba de «ese remiendatelares con el que me casé», o de algún otro enemigo. Su voz era rota, suave, y tan triste como el resoplido quejumbroso del armonio de la iglesia. Durante tres años estuvo sentándose todas las noches en los escalones de delante, sola y en silencio, mirando hacia el camino y esperando. Pero el jorobado nunca volvió. Corrían rumores deque Marvin Macy le utilizaba para saltar por las ventanas y robar, y también se decía que Marvin Macy le había vendido para una feria. Pero aquellas dos noticias provenían de Marlie Ryan, que nunca ha dicho una palabra que sea verdad. Al cabo de cuatro años, miss Amelia se trajo un carpintero de Cheehaw y le hizo atrancar su casa, y desde entonces ha permanecido allí en aquellas habitaciones cerradas.
Sí, el pueblo es lúgubre. En las tardes de agosto la calle está vacía, blanca de polvo, y allá arriba el cielo es brillante como cristal. Nada se mueve. No se oyen voces de niños, sólo el zumbido del molino. Los melocotoneros parece que se tuercen más cada verano, y sus hojas son de un grisa pagado y de una levedad enfermiza. La casa de miss Amelia se inclina tanto hacia la derecha que ya es sólo cuestión de tiempo el que se caiga del todo, y la gente tiene cuidado de no pasar por el patio. En el pueblo no se puede comprar buen licor; la destilería más cercana está a ocho millas, y el licor de allí es tan malo que a quienes lo beben les salen en el hígado unas verrugas como puños y caen en peligrosos ensueños interiores. No hay absolutamente nada que hacer en el pueblo: dar la vuelta a la alberca, quedarse dando patadas a un tronco podrido, pensar qué puede uno hacer con la rueda de carro vieja que está a un lado del camino, junto a la iglesia. El alma se pone enferma de aburrimiento. También puede uno bajar a la carretera de Forks Falls a ver la cuerda de presos.
LOS DOCE MORTALES
La carretera de Forks Falls se encuentra a tres millas del pueblo, y allí ha estado trabajando la cuerda de presos. La carretera es de asfalto, y el condado ha decidido rellenar los baches y ensancharla en cierto paso peligroso. La cuadrilla está compuesta por doce hombres, todos vestidos con el traje de presidiarios, a rayas blancas y negras, y todos encadenados por los tobillos. Hay un guardián que lleva un fusil, y sus ojos no son más que unas rajas encarnadas, a causa de la luz. La cuadrilla trabaja todo el día; los presos llegan amontonados en el coche de la cárcel poco después del alba, y se los llevan otra vez en el gris crepúsculo de agosto. Todo el día se oye el sonido de los picos que golpean en la tierra caliza, todo el día hace un sol duro y huele a sudor. Y todos los días hay música. Una voz oscura inicia una frase, medio cantada, como una pregunta. Y al cabo de un momento se le une otra voz, y luego empiezan a cantar todos los presos. Las voces son sombrías en la luz dorada, la música es una intrincada mezcla de tristeza y de gozo. La música va creciendo hasta que al fin parece que el sonido no proviene de los doce hombres encadenados, sino de la tierra misma o del ancho firmamento. Es una música que ensancha el corazón, que estremece de éxtasis y temor a quien la escucha. Y después, poco a poco, la música va cayendo hasta que al final queda una sola voz, luego un respirar bronco, el sol y el golpear de los picos en el silencio. ¿Quiénes son estos hombres, capaces de hacer una música así? Sólo doce mortales, siete muchachos negros y cinco muchachos blancos de este condado. Sólo doce mortales que están juntos.

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