HUGO GIOVANETTI VIOLA
VIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
CUARTO (3)
CUANDO el sueco Jonás vio la vela creciendo en dirección a Lobos aquel mediodía nítido de fines de noviembre, tuvo la sensación de estar frente al milagro esperado durante tantos años. Hacía casi dos meses que estaba completamente solo en la isla -desde el fin de la zafra- y era imposible que el empleado estatal encargado de estudiar la reglamentación de las matanzas lo visitara en esa época. El sueco se sentó para prender la pipa y acechar el avance de la lancha, de espaldas a las únicas tres cruces -construidas y encaladas por él- del cementerio de la Isla de Lobos. La tarde anterior había cumplido sesenta años, y hacía cerca de quince que no bajaba a tierra. Era un confinamiento voluntario que Jonás Erik Jönson se propuso una noche estrellada y pacífica, al volver de Maldonado de hacer el relevo: de repente entendió que el verdadero autocastigo era el viaje periódico a la plaza coronada por las torres azules donde las mujercitas desplegaban sus tules bajo el viento arenoso. Y no fue una avidez simplemente sexual lo que lo trastornó. Hubo un momento en que ya al promediar la segunda copa el sueco retemblaba resoñando paseos bajo las arboledas, donde se imaginaba a sí mismo con el brazo en los hombros de mujeres veladas por la belleza triste. Era su único ensueño. Pero no pude más: la noche que me decidí a enclaustrarme aquí en la isla supe que alguna vez funcionaría un resorte milagroso y una de las mujeres mutiladas por la bestialidad desembarcaría en Lobos para que yo amparara a la esfinge evangélica, de una vez y hasta siempre. Me quedaba la isla: la pelea irrefrenable y asquerosa y fraterna entre bichos y humanos que vivían como bichos, llámense hombres o lobos. Este era mi lugar. Tenía libros de sobra y caña de La Habana contrabandeada puntualmente por el capitán Södergran, además del trabajo del faro. A veces me sentaba frente a los restos del transatlántico donde resucité y pensaba con asombro: La esperanza no es más que una amistad absurda y eterna con la vida. Y volvía a trabajar, menos muerto que vivo. Hasta que un atardecer de verano de 1922 vimos anclar un carguero muy cerca de la isla, y acercarse dos hombres con botes y ataúdes. (La zafra recién empieza en mayo, pero el Mudo Saldivia -el capataz de lobería que vive en Pan de Azúcar- había sido mandado por un par de semanas para arreglar los ranchos, como todos los años.) Los hombres que desembarcaron eran franceses y me pidieron permiso para enterrar dos camaradas de la tripulación. En el momento de empezar a cargar los ataúdes Saldivia hizo una seña y subimos por el trillo que lleva al manantial. El mudo hizo otra seña a mitad de camino y allí los enterramos. “Dicen que acá hay un angelito desde las épocas del primer faro” dijo mientras echábamos las últimas paladas. Y a mí se me ocurrió casi inmediatamente formar el cementerio. Ni siquiera le pude explicar a Saldivia por qué: yo tampoco sabía. En la isla había una quinta y canteros suficientes como para poder cumplir con el rito floral durante todo el año. Así que al irse el Mudo coloqué flores frescas en botellas partidas delante de cada cruz y las fui renovando una vez por semana con naturalidad, durante el resto del verano y principios del otoño. Después lo seguí haciendo -bajo estricto secreto- en épocas de zafra, hasta que Isaías Cruz me descubrió una madrugada y perdí la paciencia y terminé por contarle mi vida. Pero no prediqué, lo puedo asegurar: tampoco lo expliqué que no creía en los cementerios como santuarios fúnebres. Le contaba mi vida a un muchacho estragado por la intemperie atroz, y sentía la piedad moviéndome la boca como un músculo inmune a todo pensamiento.
Jonás no distinguió más que un par de siluetas masculinas ocupando la lancha, aunque igual agitó con alegría impasible su sombrero de paja. Esta vez ya no puede ser ella, pensé casi sabiendo que de todas maneras no debía faltar mucho para que una mujer acorralada -que terminó por ser Natacha Regusci Tomillo- lo dejara saciarse al abrigo de su belleza. El sueco reconoció a Lucas Rosso recién cuando lo tuvo a un metro de distancia, ofreciendo con firmeza la mano sobreviviente de la guerra del 4 y un desafío indomable en la mirada. No hablaron demasiado hasta empezar a asar un cordero traído por Lucas desde San Carlos, además de un paquete de libros y cinco litros de vino casero -aunque al principio tomaron lo que Jonás llamaba intrigadoramente grogs a la Betteredge: una sedante mezcla de caña de La Habana con agua recién acarreada del manantial. El pescador que trajo a Lucas prefirió tomar vino. La entrada de la noche pareció hacer crecer los aullidos de los lobos, mientras el resplandor del fuego se agrandaba en el aire azul barrido por las ráfagas del faro. “No está mal” dijo Lucas mirando la bebida: “Y por qué le ha puesto ese nombre tan raro, si se puede saber?”. “Es extraño que usted pregunte eso” se burló el sueco: “Gabriel Betteredge es un inolvidable personaje de una de las novelas que me acaba de regalar: The moonstone”. “¿Así que la leyó?” se decepcionó Lucas. “La traducción al sueco” lo consoló Jonás: “Va a ser maravilloso releerla en el idioma original”. “Yo no domino el inglés. La compré para usted cuando pasé por Londres. Me la recomendaron y me acordé de usted. ¿También tuvo ocasión de ver pintura impresionista, por una de esas casualidades?”. “Supongo que habré visto algunos cuadros sin darles importancia, cuando estuve en París. Porque en aquel momento no los colgaban en los museos. ¿Pero qué tiene que ver una cosa con la otra?”. “El asunto es así” demoró en contestar Lucas Rosso, desnudando los dientes al terminar el grog: “Me llevó mucho tiempo -yo diría que por lo menos de diez a quince años- aprender a vivir con el brazo inservible: un infierno considerable ¿no le parece? Al final aprendí hasta a dibujar, otra vez. Mis dibujos son duros pero dibujo igual. Quería viajar a Europa desde que era muchacho y pintábamos juntos con Sabino en San Carlos, antes de conocerlo a usted. Pero no tuve más remedio que ir después de la guerra ¿se da cuenta?”. Jonás lo interrumpió para acercarse al fuego a ayudar al pescador a desparramar brasas. Cuando agarró su vaso de nuevo, tenía el rostro asperjado por reflejos chorreantes”. “¿Si me doy cuenta de qué?” preguntó componiendo un alegre candor. Lucas estaba cerca de los cincuenta años y tenía poco pelo y un perfil afilado por la gravidez ósea de la desesperanza. “Usted me entiende” forzó una sonrisa: “Pero igual se lo explico, si quiere”. Después de vivir unos meses en un continente que acaba de salir de la guerra mundial, uno empieza a tener la sensación de que la mayoría de las personas que ve durante el día duerme en los cementerios y vuelve a levantarse de mañana temprano para ir a trabajar y al final de la jornada disfrutar de unos aperitivos conversando de amor o de política internacional o de manifiestos estéticos. Eso es Europa, don Jonás: cadáveres, cadáveres”. Jonás se puso serio. “Al cordero le falta” dijo arrimándose a la damajuana: “Mejor hago otro grog”. “Hasta que un día cualquiera uno se encuentra colgando en el Jardin de Luxembourg un cuadro de Monet que puede más que todo: que París y que todo” siguió Lucas jadeando: “Una mujer etérea. Una Tomillo ¿entiende?”. “Sí” murmuró Jonás. “Entonces fue que me acordé de usted. De usted y de la Virgen”. Jonás sirvió otra copa. “¿Sabe cómo murió Justo Regusci?” preguntó abruptamente Lucas Rosso: “Masticando un jazmín del país que le dio Magdalena la última noche que se vieron. “Lo llevaba prendido en la solapa” dijo el sueco: “Me acuerdo”. “Sí, pero durante la patriada lo llevó en el sombrero. Estaba delirando y de repente dijo Por qué hay que sufrir tanto Sabino y yo no pude ni chistar porque me había atacado una bruta tos perruna y enseguida gritó La flor hermano descolgame esa estrella de allá arriba y metémela en la boca. Entonces me di cuenta de lo que me pedía y me las arreglé para encontrar la flor (que estaba hecha un brujón abajo del cintillo) y ponérsela en la lengua. La masticó y murió sonriéndose. A mí siempre me quedó el consuelo de haber podido ocupar el lugar de Sabino, por lo menos”. “Quién sabe” dijo el sueco. “¿Quién sabe qué? Lo que acabo de contar es la realidad” protestó Lucas Rosso. “¿Realidad?” ironizó Jonás caricaturizando la voz de un viejito: “Tome un poco más de grog, Mr. Franklin, y se va a reponer de la debilidad de creer en la realidad. Eso le dijo Gabriel Betteredge a un muchacho estafado por la vieja serpiente”.
No quise discutir. Estuvimos callados hasta que crepitó el asado y comimos en paz, paladeando la terneza de la carne y el espesor fragante del harriague casero. El vikingo habló un rato de la zafra con el pescador que me había cruzado a la isla, y después se fumó una pipa con los ojos posados en el fuego. Debía tener como sesenta años y vivía sin mujer y se pasaba meses completamente solo entre lobos y ratas, pensé: pero había conseguido ese poder constante de transfiguración que necesita un hombre para ofrecerle al resto un espejo capaz de reflejar la invencibilidad. “Si mañana se pudiera cruzar, cruzo mañana mismo” le dije de repente. “¿No se queda unos días?” me preguntó extrañado. “Disculpe, don Jonás: me olvidé de contarle que me vine casado de Europa, al final. Encontré una francesa que estaba viva. Y viuda. Ahora está por parir”. “Cristo” murmuró el sueco: “¿Y usted acá de farra?”. Se despidieron al amanecer, con muy pocas palabras y un rechinante abrazo. Cuando el sueco vio la vela dejando atrás los restos del Santander -serenamente inflada por un oro rojizo- abocinó las manos para vociferar a contraviento: “La vida no es la guerra, muchacho”. El alarido espantó a las gaviotas en la orilla y provocó una doble respuesta indescifrable para los oídos cansados de Jonás Erik Jönson. “¿Qué?” gritó Lucas: “¿Qué?”.
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