HUGO GIOVANETTI VIOLA
VIGÉSIMOQUINTA ENTREGA
CUARTO (1)
Dijo el muchacho a la moza:
“Desde el comienzo te vi
en el sueño, en la vigilia
como un jazmín del país.
Perfume de al alta noche
pequeña flor constelada
en el patio con aljibe
y en mi corazón guardada”.
PABLO Regusci recordaba con total precisión su segundo nacimiento, aunque siempre ignoró un detalle que hilvanaba misteriosamente aquel día transcurrido diez años atrás con el de su visita a Magdalena Tomillo. Él tenía siete años. Los sesgos de aquel inolvidable viaje a Montevideo (el escorzo del ómnibus contra el amanecer y la infinitud verde de las carreteras que orillaban los cerros o se despedregaban entre hormigueos coníferos al aparecer los médanos de los nuevos balnearios) se podían confundir con cualquier otro viaje hecho a Montevideo por su padre y por él. Íbamos siempre los sábados, y llegábamos justo sobre la hora del cierre de un registro de casimires donde mi padre elegía algunos cortes para la sastrería y cruzaba a tomarse unas grapas con dos o tres empleados del registro, antes de ir a almorzar a lo de tío Aparicio. Siempre había picaditos, y Pablo disfrutaba además de un refuerzo especial de jamón y queso -aunque por sobre todo había aquella alegría que mezclaba a los hombres como en un resplandor, tras el reciente embrujo de las grapas cortadas con Campari y la decantación del espejismo del fin de semana. La primera diferencia importante fue la presencia de mi madre, aquella vez. Íbamos para un velorio. Me acuerdo que al bajarnos del ómnibus ella se separó enseguida de nosotros no sé con qué pretexto, y mi padre me puso dos dedos en un hombro para guiarme a través de los plátanos de la plaza Libertad en dirección al Sorocabana. El gran café brumoso tenía una diferencia impresionante con el boliche del registro. Estábamos sentados contra uno de los ventanales que dan a la plaza, y mi padre pidió café con leche y medialunas. Yo le pregunté enseguida qué era una medialuna y él sacó una lapicera del bolsillo y dibujó en el mármol un gajo transparente que me hizo imaginar algo no comestible. Fue como si mi padre me hubiese perfilado de golpe un claror imborrable en el cielo de la infancia. Mi madre apareció cuando ya habíamos terminado los bizcochos y no quiso comer ni tomar nada. “Recién pasé por el Palacio de la Música y vi los precios de las guitarras, nene: imposible comprártela” dijo mientras salían: “Se la vas a tener que pedir a los Reyes”. Pablo no se puso ni triste porque ahora lo aterraba la idea ya convenida de esperar que sus padres volvieran del velorio en donde iba a cuidarlo un empleado del registro que estaba de licencia. Era a la vuelta del Sorocabana: se llama Taller Torres-García. Bajaron una escalera de dos tramos sextuplicando el eco en aquel gigantesco sótano saturado por el perfume amargo del aguarrás y el óleo. En el fondo había luz artificial, y dos hombres parados frente a una fila de piezas de cerámica. Uno era Giovanetti, el empleado del registro que le caía mejor a Pablo: un hombre casi gordo de bigotes marrones y mirada fluvial. Su padre lo abrazó y le dio la mano al otro hombre. Su madre apenas les sonrió a los dos. Entonces Giovanetti los hizo pasar a una especie de trastienda en donde funcionaba el horno y Pablo se sintió acariciado al unísono para que mirara algo que fulguraba en un rincón. Se abalanzó sobre la guitarra y encontró una tarjeta donde se hacía constar que aquel era su premio por haber salido abanderado en la escuela. Transcurrido el ritual de los besos y las exclamaciones, sus padres se escaparon a confrontar la muerte como calzando el eco de un paso acorazado. Yo me quedé recordando que a la tía Natacha no le gustaban nada las guitarras Sentchordi, aunque estuve mucho prensando el instrumento caderudo y dorado con un fervor sensual. También pensé que para algo servían -a fin de cuentas- los pomposos viacrucis hechos por los abanderados de la escuela en cada soporífera celebración patriótica. Los hombres terminaron de colocar las piezas en el horno y enseguida picaron una gran longaniza y tomaron un trago de un botellón etiquetado que decía Anís del Mono. El otro hombre (el Gallego, como lo llamaba Giovanetti) me ofreció longaniza y yo dejé la guitarra arriba de una silla para comer con ellos. Después me enseñaron a patear penales dándole efecto engañoso a una pelota fabricada con papel de diario, y volvieron a sentarse y a comer esperando la hornada. La lengua me picaba, pero estaba contento. Ahora aquellos dos hombres sonreían sudorosos y escrutaban el horno donde se cocinaba un trabajo amasado sin pensar en la plata. Al rato llegó otro hombre con unos cuadros abajo del brazo y se quedó embebido mirando la Sentchordi, después de haberlos saludado a todos con dulce parquedad. Se llamaba Guillermo: era rubio y muy alto, y cuando pidió permiso para agarrar la guitarra Pablo notó que le faltaba un pedazo de dedo en cada mano. Eso lo lastimó. El tal Guillermo hizo sonar unos armónicos en el espacio doce y le dijo al Gallego: “Conocés la Canción del ladrón, catalán?”. “No” contestó el Gallego. Guillermo hizo sonar otra vez los armónicos y volvió a colocar la guitarra en la silla. “Es una canción popular que recogió Miguel Llobet. Una belleza” dijo: “Siempre me hizo pensar que si Dios existiera vendría a ser una especie de ladrón dueño de lo que roba”. Y miró al chiquilín a los ojos rápido y hondamente. “¿Así que vas a ser guitarrista, gurí?” preguntó colocando los cuadros uno por uno contra la pared. “Sí” le contestó Pablo: “Y voy a tocar eso”.
Cuando Pablo Regusci terminó de tocar la Canción del ladrón eran como las once y media de la noche. Había fumado y tomado demás mientras oía los tramos zizgzagueantes de la historia contada por su ya no tan remota recontraparienta. Había abierto la noche con el saltarello atribuido a Vincenzo Galilei y la Gallarda del Rey de Dinamarca y una giga de autor inglés anónimo, hasta que se animó a largarse con Bach y De Visée después que Magdalena recompuso el exilio de su infancia y le pidió más música. Pablo no tocó bien, aunque pifió muy poco durante la ascensión -innecesaria y prolijamente cronológica- de Sor a Villa-Lobos con la que fue contrapunteando la historia de la vieja. Recién cuando Magdalena Tomillo terminó de contar (y fumaron un último cigarrillo entre el silencio azulejado del patio y ella se despegó del labio una hebra color hierro y pidió para ver la guitarra de cerca y él transportó el instrumento recostado en la pérgola hasta el huidizo asedio de aquellos ojos de momia enamorada) necesitó tocar como si se muriera. Entonces le saqué la estrellera de las manos y dejé que aflorara la Canción del ladrón. Al levantar la cara volví a ver a la dama de compañía y al gato barcino flanqueando la mecedora. La empleada me preguntó si tomaba café. “Yo también tomo un poco” le pidió Magdalena. “Si usté toma no duerme” vociferó la empleada con abrupto cariño. “No importa. Porque si me desvelo releo a Shakespeare” retrucó Magdalena. Y agarró al barcino y se quedó mirándome. “La tocaste muy bien” dijo después de un rato: “Es una lástima que no te oyera Guillermo. Le gusta mucho eso”. Entonces un relámpago azufrado por el óleo me retrotrajo al sótano de la memoria y entendí para siempre que no hay casualidades, sino tramas secretas que nos pisan la espalda del alma como Eurídices. Pablo no pudo recordar exactamente qué le había dicho Guillermo Tomillo, aunque le reprodujo a Magdalena la escena de su segundo nacimiento con total nitidez. “¿Usted cree en Dios?” le preguntó de golpe. “A veces creo que creo” contestó Magdalena volviendo a sonreír: “Pero no creo en el mundo. Cualquier día de estos ponen a funcionar una de esas bombas horrendas y se termina todo”. Aquello me mareó. El muchacho acababa de vaciar la quinta copa de vino y cerró los ojos taponeando la náusea con los dientes mientras el triperío se le volaba por una oquedad donde un viento terrible de caballos oscuros trituraba el perfume de un jazmín del país. “Qué te pasa. Estás pálido” murmuró Magdalena, apantallándose la oreja. “Nada” le contesté. Pero pensé: Es la nada. “Voy a tener que irme porque si no pierdo el último ómnibus” atiné a gritar enfundando la guitarra. Me acerqué a la vieja extendiendo una mano para ayudarla a levantarse, pero ella se agarró a los brazos de la mecedora en señal de protesta. “Eso nunca” me dijo: “Yo me levanto sola”. No trató de pararse porque en ese momento llegaba la empleada a traernos el café. “Mejor que no te sientes” me aconsejó la vieja: “Ni vuelvas a cerrar los ojos: o va a ser peor. Tomate un cafecito como debe tomarse: Caliente Amargo Fuerte y Escaso, y se te pasará. Yo sé por qué lo digo”. Le hice caso. Entonces Magdalena Tomillo se decidió a pararse. Fue una batalla cotidiana entre ella y su esqueleto que duró el tiempo interminablemente elástico de cualquier agonía, hasta que la mujer zafó de su sexta flexión sobre la mecedora con un crujir bronquítico y huesudo. “Ves cómo puedo” dijo al recobrar el aire: “Ahora voy a buscarte la dirección de Guillermo allá en Montevideo”. Pablo se quedó solo, respirando el hechizo indeleble de las flores que estrellaban el pozo. Magdalena volvió escoltada por la dama de compañía y el gato barcino, y le extendió una tarjeta impresa con la dirección de Guillermo Tomillo. Le había agregado una temblorosa frase de recomendación redactada sin puntos ni comas, donde le decía a su sobrino-hijo que Pablo tenía condiciones para llegar a ser un artista digno del instrumento que heredó. Caminaron del brazo hasta la puerta. Se intercambiaron el beso y el agradecimiento correspondientes, y al dar vuelta la esquina el muchacho enarboló su mano libre para gritar Adiós. Ella no podía verlo ni escucharlo (ella: aquella silueta diminuta y gibosa irradiando su sobrehumanidad en la puerta de calle) pero no se movió de su lugar hasta que Pablo desapareció para enfrentar la Torre del Vigía.
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