miércoles

MIRCEA ELIADE


EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN


DECIMONOVENA ENTREGA


4. “El terror a la historia”

Libertad e historia

En el rechazo de las concepciones de la periodicidad histórica y, por tanto, en suma, en el rechazo de las concepciones arcaicas de los arquetipos y de la repetición, tendríamos derecho a ver la resistencia del hombre moderno a la naturaleza, la voluntad del “hombre histórico” de afirmar su autonomía. Como Hegel afirmaba con noble suficiencia, nunca ocurre nada nuevo en la naturaleza. Y la diferencia capital entre el hombre de las civilizaciones arcaicas y el hombre moderno, “histórico”, está en el valor creciente que éste concede a los acontecimientos históricos, es decir, a esas “novedades” que, para el hombre tradicional, constituían hallazgos carentes de significación, o infracciones a las normas (por consiguiente, “faltas”, “pecados”, etc.), y que, por esa razón, necesitaban ser “expulsados” (abolidos) periódicamente. El hombre que se coloca en el horizonte histórico tendría derecho a ver en la concepción tradicional de los arquetipos y de la repetición una reintegración extraviada de la historia (de la “libertad” y de la “novedad”) en la naturaleza (en la cual todo se repite). Pues, como puede observarlo el hombre moderno, los arquetipos mismos constituyen una “historia” en la medida en que se componen de gestos, acciones y decretos que, aun cuando se supone que se han manifestado in illo tempore, no obstante se han manifestado, es decir, han nacido en el tiempo, han “ocurrido” como cualquier otro acontecimiento histórico. Los mitos primitivos mencionan muy a menudo el nacimiento, la actividad y la desaparición de un dios o de un héroe cuyos gestos (“civilizadores”) se repetirán en lo sucesivo hasta lo infinito. Lo que equivale a decir que también el hombre arcaico conoce una historia, aunque esa historia sea primordial y se sitúe en un tiempo mítico. El rechazo opuesto a la historia por el hombre arcaico, su negativa a situarse en un tiempo concreto, histórico, denunciaría, pues, un cansancio precoz, la fobia al movimiento y la espontaneidad; en definitiva, puesto entre la aceptación de la condición histórica y de sus riesgos, por un lado, y su reintegración, a los modos de la naturaleza, por otro, optaría por esa reiontegración.

El hombre moderno tendría incluso derecho a ver, en es adhesión tan absoluta del hombre arcaico a los arquetipos y la repetición, no sólo la admiración de los primitivos ante sus primeros gestos libres, espontáneos y creadores, y su veneración repetida hasta lo infinito, sino también un sentimiento de culpabilidad del hombre que acaba de apartarse del paraíso de la animalidad (de la naturaleza), sentimiento que lo incita a reintegrar en el mecanismo de la repetición eterna de la naturaleza los pocos gestos primordiales, espontáneos y creadores, que señalan la aparición de la libertad. Prosiguiendo este examen crítico, el hombre moderno podría también descubrir en ese miedo, en esa vacilación o ese cansancio ante cualquier gesto sin arquetipo, la tendencia de la naturaleza al equilibrio y al reposo; y descubrir esa tendencia en el anticlímax que sigue fatalmente a toda hazaña exuberante de la vida y que algunos llegan a encontrar incluso en esa necesidad que siente la razón de unificar lo real mediante el conocimiento. En último análisis, el hombre moderno, que acepta la historia o pretende aceptarla, puede reprochar al hombre arcaico, prisionero del horizonte míticos de los arquetipos, su impotencia creadora o, lo que es lo mismo, su incapacidad para aceptar los riesgos que lleva en sí todo acto de creación. Para el moderno, el hombre no puede ser creador sino en la medida en que es histórico; en otros términos, toda creación le está prohibida, salvo la que nace en su propia libertad; y por consiguiente se le niega todo, menos la libertad de hacer la historia haciéndose a sí mismo.

A esas críticas del hombre moderno, el hombre de las civilizaciones tradicionales podría contestar mediante una contracrítica, que sería al mismo tiempo una apología del tipo de existencia arcaica. Es cada vez más discutible -observaría- que el hombre moderno pueda hacer la historia. Al contrario, cuasnto más moderno se torna (1) -es decir, cuanto más desprovisto de defensa ante el terror a la historia-, tanto menos posibilidad tiene de hacer, él, la historia. Pues esa historia o se hace sola (gracias a los gérmenes depositados por acciones que ocurrieron en el pasado, hace varios siglos, incluso varios milenios: citemos las consecuencias del descubrimiento de la agricultura o de la metalurgia, de la revolución industrial del siglo XVIII, etc.) o bien tiende a dejarse hacer por un número cada vez más restringido de hombres, los cuales no sólo prohíben a la masa de sus contemporáneros intervenir directa o indirectamente en la historia que ellos hacen (lo que él hace), sino que disponen además de medios suficientes para obligar a cada individuo a soportar las consecuencias de esa historia para él, es decir, a vivir inmediatamente y sin cesar en el espanto de la historia. La libertad de hacer la historia de que se jacta el hombre moderno es ilusoria para la casi totalidad del género humano. A lo sumo le queda la libertad de elegir entre dos posibilidades: 1ra, oponerse a la historia que hace esa limitada minoría (y en este caso tiene la libertad de elegir entre el suicidio y el destierro); 2da, refugiarse en una existencia subhumana o en la evasión. La libertad que implicaba la existencia “histórica” pudo ser posible -y aun así con ciertos límites- al principio de la época moderna, pero tiende a volverse cada vez más inaccesible a medida que esa época se torna más “histórica”, o sea más extraña a todo modelo transhistórico. De modo natural, el marxismo y el fascismo, por ejemplo, deben llevar a la constitución de dos tipos de existencia histórica: la del jefe (el único verdaderamente “libre”) y la de los adeptos que descubren en la existencia histórica del jefe, no un arquetipo de su propia existencia, sino el legislador de los gestos que le están provisionalmente permitidos.

Así, para el hombre tradicional, el hombre moderno no constituye el tipo de un ser libre ni el de un creador de la historia. Por el contrario, el hombre de las civilizaciones arcaicas puede estar orgulloso de su modo de existencia, que le permite ser libre y crear. Es libre de no ser lo que ya fue, libre de anular su propia “historia” mediante la abolición periódica del tiempo y la regeneración colectiva. El hombre que aspira a ser histórico no puede aspirar en modo alguno a esa libertad del hombre arcaico respecto a su propia “historia”, pues para el moderno la suya no sólo es irreversible, sino también constitutiva de la existencia humana. Sabemos que las sociedades arcaicas y tradicionales admitían la libertad de comenzar cada año una nueva existencia, “pura”, con virtualidades vírgenes. Y con esto no puede ser, de ningún modo, considerado como una imitación de la naturaleza, que también se regenera periódicamente, “empezando de nuevo” cada primavera, volviendo a encontrar cada primavera todas sus potencias intactas. En efecto, mientras que la naturaleza se repite a sí misma, siendo cada nueva primavera la misma eterna primavera (es decir, la repetición de la creación), la “pureza” del hombre arcaico, después de la abolición periódica del tiempo y el restablecimiento de sus virtualidades intactas, le permite en el umbral de cada “vida nueva” una existencia continua en la eternidad y, por consiguiente, la abolición definitiva, hic et nunc, del tiempo profano. Las “posibilidades” intactas de la naturaleza en cada primavera y las “posibilidades” del hombre arcaico en el umbral de cada año nuevo no son, pues, homólogas. La naturaleza sólo sde encuentra a sí misma, mientras que el hombre arcaico halla la posibilidad de trascender definitivamente el tiempo y vivir en la eternidad. En la medida en que fracasa al hacerlo, en la medida en que “peca”, es decir, en que “cae” en la existencia “histórica”, en el tiempo, estropea cada año esa posibilidad. Por lo menos conserva la libertad de anular esas faltas, de borrar el recuerdo de su “caída en la historia” y de intentar de nuevo una salida defintiva del tiempo.

Por otro lado, el hombre arcaico tiene seguramente el derecho a considerarse más creador que el hombre moderno, que se define a sí mismo como creador sólo de la historia. Cada año, en efecto, el hombre arcaico toma parte en la repetición de la cosmogonía, el acto creador por excelencia. Hasta puede agregarse que, durante algún tiempo, el hombre ha sido “creador” en el plano cósmico, al imitar esa cosmogonía periódica (por lo demás, repetida por él en todos los otros planos de la vida) y participar en ella (2). Debemos recordar igualmente las implicaciones “creacionistas” de las filosofías y de las técnicas orientales, hindúes en particular, que también entran en el mismo horizonte tradicional. Oriente rechaza en forma unánime, la idea de la irreductibilidad ontológica de lo existente, aunque también parte de una suerte de “existencialismo” (a saber, de la comprobación del “sufrimiento” como situación tipo de cualquier condición cósmica). Sólo que Oriente no acepta como definitivo e irreductible el destino del ser humano. Las técnicas orientales se esfuerzan, ante todo, por anular o superar la condición humana. Sobre este participar se puede hablar, no sólo de libertad (en el sentido positivo) ni de emancipación (en el sentido negativo), sino verdaderamente de creación pues se trata de crear un hombre nuevo y de crearlo en un plano suprahumano, un hombre-dios, como nunca pasó por la imaginación del hombre histórico poder crearlo.

Notas

1) Es conveniente precisar que, en este contexto, el “hombre moderno” es el que quiere ser exclusivamente histórico, es decir, ante todo, el “hombre” del historicismo, del marxismo y del existencialismo. Es superfluo agregar que no todos los modernos se reconocen en semejante hombre.
2) Sin hablar de las posibilidades de “creación mágica” en las sociedades tradicionales y que son reales.

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