miércoles

MIRCEA ELIADE



EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN


VIGÉSIMA ENTREGA


4. “El terror a la historia”

Desesperación o fe

Sea como fuere, este diálogo entre el hombre arcaico y el hombre moderno carece de significación para nuestro problema. En efecto, sea cual fuere la verdad respecto a la libertad y a las virtualidades creadoras del hombre histórico, es seguro que ninguna de las fislosofías historicistas está encondiciones de defenderlo del terror a la historia. Se podría imaginar aun una última tentativa: para salvar a la historia y fundar una ontología de la historia se consideraría a los acontecmientos como una serie de “situaciones”, gracias a las cuales el espíritu humano toma conocimiento de los niveles de la realidad, que, de otro modo, seguirían siendo inaccesibles. Esta empresa de justificación de la historia no está desprovista de interés (1) y nos prometemos volver sobre el particular en otro lugar. Pero podemos observar ya que semejante posición no pone al amparo del terror a la historia sino en la medida en que postula por lo menos la existencia del espíritu universal. ¿Qué consuelo encontraríamos en saber que los sufrimientos de millones de hombres han permitido la revelación de una situación límite de la condición humana, si más allá de dicha situación límite sólo estuviera la nada? Una vez más, no es cuestión de juzgar la validez de una filosofía historicista, sino solamente de comprobar en qué medida semejante filosofía puede conjurar el terroa a la historia. Si para disculpar a las tragedias históricas basta con que se las considere como el medio que ha permitido al hombre conocer el límite de la resistencia humana, dicha excusa no podría en modo alguno exorcizar la desesperación.

En realidad el horizonte de los arquetipos y de la repetición sólo puede ser superado impunemente mediante una filosofía de la libertad que no excluya a Dios. Tal cosa fue, por lo demás, lo que aconteció cuando el horizonte de los arquetipos y la repetición fue por primera vez superado por el judeocristianismo, que introdujo en la experiencia religiosa una nueva categoría: la fe. No hay que olvidar que si la fe de Abraham se define: para Dios todo es posible, la fe del cristianismo implica que todo es posible también para el hombre. “…Tened fe en Dios. En verdad os digo que cualquiera que dijere a este monte: Levántate y échate en el mar, y no dudare en su corazón, mas creyere que se hará cuanto dijere, todo le será hecho. Por tanto os digo que todas las cosas que piediereis orando, creed que las recibiréis, y os vendrán”, (Marcos, XI, 22-24) (2). La fe, en ese contexto, como asimismo en muchos otros, significa la emancipación absoluta de toda la especie de “ley” natural y, por tanto, la más alta libertad que el hombre pueda imaginar: la de poder intervenir en el estatuto ontológico del universo. Es, en consecuencia, una libertad creadora por excelencia. En otros términos, constituye una nueva forma de colaboración del hombre en la creación, la primera, pero también única, que haya sido dada desde la superación del horizonte tradicional de los arquetipos y de la repetición. Sólo semejante libertad (dejando de lado su valor soterológico y, por consiguiente, religioso en el sentido estricto) es capaz de defender al hombre moderno del terror a la historia: a saber, una libertad que tiene su fuente y halla su garantía y su apoyo en Dios. Toda otra libertad moderna, por más satisfacciones que procure al que la posea, es impotente para justificar la historia, lo cual, para todo hombre sincero consigo mismo, equivale al terror a la historia.

Puede decirse también que el cristianismo es la “religión” del hombre moderno y del hombre histórico, del que ha descubierto simultáneamente la libertad personal y el tiempo continuo (en lugar del tiempo cíclico). También es interesante notar que la existencia de Dios se imponía con mucho mayor urgencia al hombre moderno, para quien la historia existe como tal, como historia y no como repetición, que al hombre de las culturas arcaicas y tradicionales, quien, para defenderse del terror a la historia, disponía de todos los mitos, ritos y comportamientos mencionados en el curso de este libro. Por lo demás, aun cuando la idea de Dios y las experiencias religiosas que implican existieran desde los tiempos más remotos, pudieran a veces ser reemplazadas por otras “formas” religiosas (totemismo, culto de los antepasados, grandes diosas de la fecundidad, etc.) que responden con más prontitud a las necesidades religiosas de la humanidad “primitiva”. En el horizonte de los arquetipos y la repetición, el terror a la historia, cuando se puso de manifiesto, pudo ser soportado. Desde la “invención” de la fe en el sentido judeocristiano del vocablo (o sea que para Dios todo es posible), el hombre apartado del horizonte de los arquetipos y de la repetición no puede defenderse de ese terror sino mediante la idea de Dios. En efecto, solamente presuponiendo la existencia de Dios conquista, por un lado, la libertad (que le concede autonomía en el universo regido por leyes o, en otros términos, la “inauguración” de un modo de ser nuevo y único en el universo) y, por otro, la certeza de que las tragedias históricas tienen una significación transhistórica, incluso cuando esa significación no sea siempre evidente para la actual condición humana, sino por su presencia en un universo histórico, en el cual la casi totalidad de los seres humanos viven acosados por un terror continuo (aun cuando no siempre sea consciente).

En este aspecto, el cristianismo se afirma sin discusión como la religión del “hombre caído en desgracia”: y ello en la medida en que el hombre moderno está irremediablemente integrado a la historia y al progreso, y en que la historia y el progreso son caídas que implican el abandono definitivo del paraíso de los arquetipos y la repetición.

Notas

1) Sólo por medio de una argumentación de este tipo podría fundarse una sociología del conocimiento del conocimiento que no condujera al relativismo o al escepticismo. Las “influencias” económicas, sociales, nacionales, culturales, etc., que gravitan sobre las “ideologías” (en el sentido que Karl Manheim da al término) no anularían su valor objetivo, del mismo modo que la fiebre o la intoxicación que revela a un poeta una nueva creación poética, no compromete el valor de esta. Todas esas “influencias” sociales, económicas, etc., serían, por el contrario, ocasiones para encarar un universo espiritual desde ángulos nuevos. Pero cae de su peso que la sociología del conocimiento, es decir, el estudio del condicionamiento sociológico de las ideologías, no puede evadirse del relativismo sino afirmando la autonomía del espíritu; lo cual es algo que, si comprendemos bien, Karl Mannheim no se atrevió a afirmar.

2) Es menester no desechar con suficiencia semejantes afirmaciones por la sola razón de que implican la posibilidad del milagro. Si los milagros han sido tan raros desde la aparición del cristianismo, ello no es por culpa del cristianismo, sino de los cristianos.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+