EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN
DECIMOCTAVA ENTREGA
4. “El terror a la historia”
Las dificultades del historicismo
La reaparición de las teorías cíclicas en el pensamiento contemporánero es rica de sentido. No estando en posición como para poder pronunciarnos sobre su validez, nos contentaremos con observar que la formulación en términos modernos de un mito arcaico delata, por lo menos, el deseo de hallar un sentido y una justificación transhistórica a los acontecimientos históricos. Y así volvemos a la posición prehegeliana, quedando implícitamente en discusión las soluciones “historicistas”, de Hegel y Marx al existencialismo. Desde Hegel, en efecto, todo esfuerzo tiende a salvar y a valorar el acontecimiento histórico en cuanto tal, el acontecimiento en sí mismo y por sí mismo. “Si reconocemos que las cosas son tal y como son por necesidad, es decir, que no son arbitrarias ni constituyen el resultado de un azar, reconoceremos igualmente que deben ser como son”, escribía Hegel en su estudio sobre la constitución alemana. El concepto de la necesidad histórica gozará, un siglo más tarde, de una actualidad cada vez más triunfal: en efecto, todas las crueldades, aberraciones y tragedias de la historia han sido, y siguen siéndolo, justificadas por las necesidades del momento histórico”. Es probable que Hegel no quisiera ir tan lejos, pero como estaba decidido a reconciliarse con su propio momento histórico se sentía obligado a ver en cada acontecimiento la voluntad del espíritu universal. Por esa razón consideraba “la lectura de los diarios matutinos como una especie de bendición realista de la mañana”. Para él, sólo el contacto diario con los acontecimientos podía orientar la conducta del hombre en sus relaciones con el mundo y con Dios.
¿Cómo podía Hegel saber lo que era necesario en la historia y lo que, por consiguiente, debía ocurrir exactamente tal y como se había producido? Hegel creía saber lo que el espíritu universal quería. No vamos a insistir aquí sobre la audacia de esta tesis que, a fin de cuentas, anula precisamente lo que Hegel quería salvar en la historia: la libertad humana. Pero hay un aspecto de su filosofía de la historia que nos interesa porque aun conserva algo de la concepción judeocristiana: para Hegel, el acontecimiento histórico era la manifestación del espíritu universal. Hasta puede entreverse un paralelismo entre la filosofía de la historia de Hegel y la filosofía de la historia presentida por los profetas hebreos; para estos como para aquel, un acontecimiento es irreversible y válido en sí mismo en cuanto es una nueva manifestación de la voluntad de Dios -posición característicamente “revolucionaria”, recordémoslo, en la perspectivas de las sociedades tradicionales dirigida por la repetición eterna de los arquetipos-. Según Hegel, el destino de un pueblo conservaba todavía una significación transhistórica, porque toda historia revelaba una nueva y más perfecta manifestación del espíritu universal. Pero con Marx la historia se despoja de toda significación trascendente; no es más que la epifanía de la lucha de clases. ¿En qué medida semejante medida podía justificar los sufrimientos históricos? Basta con interrogar, entre otras, a la patética resistencia de un Bielinski o de un Dostoievski, quienes se preguntaban cómo podrían rescatarse en la perspectiva de la dialéctica de Hegel y Marx todos los dramas de la opresión, las calamidades colectivas, las deportaciones, las humillaciones y las matanzas de que está plagada la historia universal.
El marxismo conserva, sin embargo, un sentido de la historia. Para el marxismo los acontecimientos no son una sucesión de arbitrariedades; acusan una estructura coherente y, sobre todo, llevan a un fin preciso: la eliminación final del terror a la historia, la “salvación”. Es por ello por lo que al término de la filosofía marxista de la historia se encuentra la edad de oro de las escatologías arcaicas. En ese sentido es cierto decir que Marx no sólo ha “hecho que la filosofía de Hegel volviera a poner los pies en tierra”, sino que asimismo ha revalorizado en un nivel exclusivamente humano el mito primitivo de la edad de oro, con la diferencia de que coloca la edad de oro exclusivamente al final de la historia en vez de ponerla también al principio. Ahí está, para el militante marxista, el secreto del remedio al terror a la historia: así como los contemporáneos de una “edad oscura” se consolaban del acrecentamiento de los sufrimientos diciéndose que la agravación del mal precipita el rescate final, del mismo modo el militante marxista de nuestro tiempo advierte en el drama provocado por la presión de la historia un mal necesario, el pródromo del triunfo próximo que acabará para siempre con todo “mal” histórico.
El “terror a la historia” es cada vez más difícil de soportar en la perspectiva de las diversas filosofías historicistas. Es que todo acontecimiento histórtico encuentra ahí su sentido completo y exclusivo en su misma realización. No tenemos por qué recordar las dificultades teóricas del historicismo que ya perturbaron a Rickert, Troelsch, Dilthey y Simmel, y que los esfuerzos recientes de Croce, de K. Mannheim o de Ortega y Gasset sólo exorcizan parcialmente. En estas páginas no tenemos por qué debatir la razón filosófica del historicismo como tal ni tampoco la posibilidad de fundar una “filosofía de la historia” que supere decididamente al relativismo. El propio Dilthey reconocía, a los setenta años, que “la relatividad de todos los conceptos humanos es la última palabra de la visión histórica del mundo”. En vano proclamaba un allgemeine Leberserfahrung como medio supremo de superar esta relatividad. En vano Meineke invocaba el “examen de conciencia” como una experiencia trans-subjetiva capaz de trascender la relatividad de la vida histórica. Heidegger se había ocupado de demostrar que la historicidad de la existencia humana impide abrigar cualquier esperanza de trascender el tiempo de la historia.
Una sola cuestión nos interesa: ¿cómo puede ser soportado el “terror a la historia” en la perspectiva del historicismo? La justificación de un acontecimiento histórico por el simple hecho de ser un acontecimiento histórico, dicho de otro modo, por el simple hecho de que se produjo de ese modo, econtrará grandes dificultades para librar a la humanidad del terror que los acontecimientos le inspiran. Advertimos bien que no se trata del problema del mal, el cual, desde cualquier ángulo que sea encarado, sigue siendo un problema filosófico y religioso; se trata del problema de la historia como tal, del “mal” que va ligado, no a la condición del hombre, sino a su comportamiento en relación a los demás. Quisiéramos saber, por ejemplo, cómo pueden soportarse, y justificarse, los dolores y la desaparición de tantos pueblos que sufren y desaparecen por el simple motivo de hallarse en el camino de la historia, de ser vecinos de imperios en estado de expansión permanente, etc. ¿Cómo justificar, por ejemplo, el hecho de que el sudeste de Europa haya debido sufrir durante siglos -y por tanto renunciar a toda veleidad de existencia histórica superior, a la creación espiritual en el plano universal- por la sola razón de hallarse en la ruta de los invasores asiáticos y de ser luego vecino del imperio otomano? Y en nnestros días, cuando la presión histórica no permite ya ninguna evasión, ¿cómo podrá el hombre soportar las catástrofes y los horrores de la historia -desde las deportaciones y los asesinatos colectivos hasta el bombardeo atómico- si, por otro lado, no se presiente ningún signo, ninguna intención transhistórica, si tales horrores son sólo el juego ciego de fuerzas económicas, sociales o políticas o, aun peor, el resultado de unas “libertades” que una minoría se toma y ejerce directamente en la escena de la historia universal?
Sabemos cómo pudo la humanidad soportar en el pasado los sufrimientos históricos: eran considerados como un castigo de Dios, el síndrome del ocaso de la “Edad”, etcétera. Y sólo fueron aceptados precisamente porque tenían un sentido metahistórico, porque, para la gran mayoría de la humanidad, que aun permanecía en la perspectiva tradicional, la historia no tenía y no podía tener ningún valor en sí. Cada héroe repetía el gesto arquetípico, cada guerra reiniciaba la lucha entre el bien y el mal, cada nueva injusticia social era identificada con los sufrimientos del Salvador (o, en el mundo precristiano, con la pasión de un Mensajero divino o dios de la vegetación, etc.), cada nueva matanza repetía el fin glorioso de los mártires, etc. No hemos de decidir si tales motivos eran o no pueriles, o si semejante rechazo de la historia resultaba siempre eficaz. Un solo hecho cuenta, en nuestra opinión: que gracias a ese parecer decenas de millones de hombres han podido tolerar durante siglos grandes presiones históricas sin desesperar, sin suicidarse ni caer en la sequedad espiritual, que siempre acarrea consigo una visión relativista o nihilista de la historia.
Por lo demás, como ya hemos observado, una fracción muy grande de la población de Europa, por no hablar de los otros continentes, vive todavía actualmente en esa perspectiva tradicional, anti-“historicista”. De modo que en primer lugar es a las élites a las que se plantea el problema, puesto que son las únicas obligadas, cada vez con mayor rigor, a tener conciencia de su situación histórica. Ciertamente, el cristianismo y la filosofía escatológica de la historia no han dejado de satisfacer a una parte considerable de esas élites. Hasta cierto punto, también puede decirse que el marxismo -sobre todo en sus formas populares- constituye para algunos una defensa contra el terror a la historia. Sólo la posición historicista, en todas sus variedades y en todos sus matices -desde el “destino” de Nietzsche hasta la “temporalidad” de Heidegger-, sigue desarmada (1). No es de ningún modo coincidencia fortuita el hecho de que la desesperación, el amor fati y el pesimismo hayan sido en esta filosofía llevados a la categoría de virtudes heroicas y de instrumentos de conocimiento.
Sin embargo, esta posición, aunque cuando sea la más moderna y, en cierto sentido, casi inevitable para todos los pueblos que definen al hombre como “ser histórico”, no ha conquistado definitivamente el pensamiento contemporáneo. En páginas anteriores hemos expuesto diversas orientaciones recientes que tienden a revalorizar el mito de la periodicidad cíclica, incluso el del eterno retorno. Estas orientaciones menosprecian no sólo al historicismo, sino también a la historia como tal. Creemos estar autorizados para descubrir en ellas, más que una resistencia a la historia, una rebelión contra el tiempo histórico, una tentativa para reintegrar ese tiempo histórico, cargado de experiencia humana, en el tiempo cósmico, cíclico e infinito. En todo caso es interesante señalar que la obra de dos de los escritores más significativos de nuestro tiempo -T. S. Eliot y James Joyce- está profundamente impregnada por la nostalgia del mito de la repetición eterna y, en resumidas cuentas, de la abolición del tiempo. Asimismo es menester considerar que cuanto más se agrave el terror a la historia, cuanto más precaria se haga la existencia debido a la historia, tanto más crédito perderán las posiciones del historicismo. Y, en un momento en que la historia podría aniquilar a la especie humana en su totalidad -cosa que ni el cosmos, ni el hombre, ni la casualidad consiguiernte consiguieron hacer hasta ahora-, no sería extraño que nos fuese dado asistir a una tentativa desesperada para prohibir “los acontecimientos de la historia” mediante la reintegración de las sociedades humanas en el horizonte (artificial, por ser impuesto) de los arquetipos y su repetición. En otros términos, no está vedado concebir una época, no muy lejana, en que la humanidad para asegurarse la supervivencia, se vea obligada a dejar de “seguir” haciendo la “historia” en el sentido en que empezó a hacerla a partir de la creación de los primeros imperios, en que se conforme con repetir los hechos arquetípicos prescritos y se esfuerce por olvidar, como insignificante y peligroso, todo hecho espontáneo que amenazara con tener consecuencias “históricas”. Incluso resultaría interesante comparar la solución antihistórica de las sociedades futuras con los mitos paradisíacos o escatológicos de la edad de oro de los orígenes o del fin del mundo. Pero como tenemos proyectado proseguir en otro momento con esas especulaciones, volveremos ahora a nuestro problema: la posición del hombre histórico en relación con el hombre arcaico, y trataremos de comprender las objeciones opuestas a este último en virtud de la perspectiva historicista.
Notas
1) Nos permitimos subrayar, además, que el “historicismo” fue creado y procesado ante todo por pensadores que pertenecían a naciones para las cuales la historia jamás fue un terror continuo. Esos pensadores quizás hubiesen adoptado otra perspectiva si hubiesen pertenecido a naciones señaladas por la “fatalidad de la historia”. En todo caso, quisiéramos saber si la teoría según la cual todo lo que sucede está “bien” justamente porque sucedió habría podido ser abrazada alegremente por los pensadores de los países bálticos, de los Balcanes, o de las colonias.
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