KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
CUARTA ENTREGA
A MODO DE INTRODUCCIÓN (3)
KIERKEGAARD Y DOSTOIEVSKI
(Conferencia dada en la Sociedad rusa de Religión y de Filosofía de París)
III
En este punto se aproxima tanto a Dostoievski, que sin temor a exagerar se puede llamar a Dostoievski el doble de Kierkegaard. No sólo sus ideas, sino también sus métodos de investigación de la verdad son comunes y están por igual alejados de todo lo que constituye el contenido de la filosofía especulativa. Kierkegaard abandonó a Hegel por el “pensador privado” Job. Dostoievski hizo lo mismo. Todas las digresiones intercaladas en sus grandes novelas -la confesión de Hipólito en El idiota, las reflexiones de Iván y de Mitia en Los hermanos Karamazov, las de Kirilov en Los endemoniados, la Voz subterránea, las novelas cortas que publicó en los últimos años de su vida en el Diario de un escritor (El sueño de un hombre ridículo, La dulce)- no son, lo mismo que en Kierkegaard, más que variaciones sobre el tema del Libro de Job. “¿Por qué la lúgubre inercia ha quebrado lo más precioso que hay?” -escribe en La dulce-. Me aparto. ¡La inercia! ¡Oh, Naturaleza! Los hombres están solos en la tierra: he aquí la desdicha”.
Lo mismo que Kierkegaard, Dostoievski “había partido de lo general” o, para hablar como él, de la “omnitud”. Y de súbito comprendió que no cabía, que era imposible volver a entrar en la “omnitud”; que la omnitud o, dicho de otro modo, lo que todos consideran siempre y dondequiera como verdadero es una mentira, un hechizo terrible, y que todos los horrores del ser provienen de la omnitud hacia la cual nuestra razón nos impele. En el Sueño de un hombre ridículo, Dostoievski descubre, con una crudeza insoportable para nuestros ojos, el sentido de ese eritis scientes por medio del cual la serpiente sedujo al primer hombre y continúa seduciéndonos a todos. La razón, dice Kant, aspira ávidamente a lo general y a lo necesario, pero Dostoievski, inspirado por la Escritura, emplea toda su fuerza para escapar al poder que el saber proporciona. Como Kierkegaard, lucha desesperadamente contra la verdad especulativa y la dialéctica humana, que reducen la “revelación” al saber. Cuando Hegel habla del amor (y Hegel habla del amor tanto como de la unidad entre las naturalezas divina y humana), Dostoievski ve en ello una traición: la palabra divina ha sido traicionada. “Afirmo -dice en el Diario de un escritor- y, por lo tanto, en el curso de los últimos años de su vida-, afirmo que la conciencia de nuestra completa impotencia para ayudar a la humanidad doliente o serle de algún modo útil, puede transformar en nuestro corazón, aun estando convencidos de los sufrimientos humanos, el amor a la humanidad por el odio hacia ella”.
Lo mismo que Belinsky, Dostoievski exige que se le dé cuenta de cada una de las víctimas del azar y de la historia, es decir, de cuanto a los ojos de la filosofía especulativa no merece en principio ninguna atención en virtud de ser creado y finito, en virtud de ser algo a lo cual nadie en el mundo, como perfectamente sabe la filosofía especulativa, puede prestar ayuda.
Aun más apasionadamente, más impetuosamente y con una osadía única en su género, expresa Dostoievski la idea de la vanidad de la filosofía especulativa en las siguientes líneas de Voz subterránea: “La gente se resigna inmediatamente ante lo imposible -escribe-. Lo imposible significa un muro de piedra. ¿Qué muro de piedra? Evidentemente, el que está formado por las leyes de la naturaleza, de las ciencias naturales, las matemáticas. Tan pronto como se haya probado que procedéis del mono, es inútil poner mala cara: aceptadlo, es matemático. Intentad discutir un poco. ¿Qué os ocurre?, se os contestará.; es imposible discutir: dos y dos son cuatro. La naturaleza no os pide nada, se burla de vuestros deseos y no se preocupa de saber si sus leyes os gustan o no. Estáis obligados a aceptarla tal cual es, y a aceptar, por consiguiente, todo lo que de ella resulte. Un muro es un muro, etc. etc.”
Ya lo veis: lo mismo que Kant y que Hegel, Dostoievski se da cuenta de la significación de esos juicios generales, invencibles, de esa verdad obligatoria, a los que aspira la razón humana. Pero, al revés de Kant y de Hegel, no sólo no se detiene, sosegado, ante el “dos y dos son cuatro” y ante los “muros de piedra”, sino que las evidencias que la razón descubre provocan en él, así como en Kierkegaard, una inquietud extrema. ¿Qué es lo que ha sometido el hombre al poder de la Necesidad? ¿A qué se debe que los hombres vivientes dependan de los “muros de piedra” y del “dos y dos son cuatro” que nada tienen que ver con los hombres y que, en general, no tienen que ver con nadie y con nada? La crítica de la razón pura no habría ni siquiera entendido esta pregunta en el caso de que le hubiese sido formulada. Ahora bien, Dostoievski escribe inmediatamente después del pasaje que acabo de citar las siguientes líneas: “Dios mío! ¿Qué tengo que ver con las leyes de la naturaleza y de la aritmética si, por una u otra razón, estas leyes no me gustan? Es evidente que jamás lograré derribar ese muro con mi cabeza si, en efecto, no poseo para ello la fuerza suficiente. Pero no me resignaré a aceptarlo sólo porque se trata de un muro de piedra y porque no tengo bastante fuerza. ¡Como si un muro de piedra fuese algo apaciguador y tranquilizador y efectivamente ocultase una palabra de paz! ¡Oh suma inepcia!” (Soy yo quien subrayo.)
Allí donde la filosofía especulativa descubre la “verdad”, esa verdad a la cual nuestra razón tan ávidamente aspira y ante la cual todos nos prosternamos, Dostoievski no ve sino una “suma inepcia”. Se niega a tomar la razón como guía, y no sólo no consiente a aceptar sus verdades, sino que ataca nuestras verdades con toda la violencia de que es capaz. ¿De dónde vienen? ¿Quién les ha dado un poder ilimitado sobre el hombre? ¿Y a qué se debe que los hombres hayan aceptado esas verdades y todo lo que ellas han traído al mundo; las hayan aceptado y aun adorado? Basta plantearse esta cuestión -repito que la crítica de la razón no la planteaba y no osaba plantearla- para que transparezca con toda claridad que no hay, que no puede haber respuesta o, para hablar más exactamente, que sólo puede haber una respuesta: el poder de los “muros de piedra”, el poder de “dos y dos son cuatro” o, para emplear un lenguaje filosófico, el poder de las verdades evidentes y eternas, ese poder es, aunque nos parezca pertenecer al fundamento mismo del ser, un mero poder fantasmal. Y esto nos hace volver a la narración bíblica del pecado original y de la caída del hombre.
Los “muros de piedra” y el “dos y dos son cuatro” no son sino la expresión concreta del sentido que encubrían las palabras del tentador: eritis scientes. El saber no ha dado al hombre la libertad. A pesar de que tenemos la costumbre de creer, a pesar de lo que la filosofía especulativa proclama, el saber nos ha hecho esclavos: nos ha entregado, atados de pies y manos, al poder de las verdades eternas. Dostoievski, tanto como Kierkegaard, lo había comprendido. “El pecado -dice este último- es la pérdida de la libertad. Psicológicamente hablando, el pecado se produce siempre en medio de un síncope”. “El estado de inocencia -prosigue- implica la paz y el reposo, pero a la vez implica otra cosa que no es discordia ni lucha, pues no hay nada contra lo cual combatir. ¿De qué se trata? De la nada. Pero, ¿qué efecto produce la nada? Engendra la angustia”. Dice más: “Si preguntamos cuál es el objeto de la angustia, no habrá más que una respuesta: la nada. La nada y la angustia marchan siempre apareadas, pero desde el momento en que se ha afirmado la realidad de la libertad del espíritu la angustia se desvanece. ¿Qué es, en suma, la nada en la angustia del paganismo? Se llama el destino… El destino de la nada es la angustia.” Realmente ha sido expresado con tanto relieve y con tanta fuerza el sentido de la narración bíblica de la caída.
La nada que el tentador mostró al primer hombre despertó en el temor a la voluntad todopoderosa, que nada limitaba, el temor al Creador. Y en su esfuerzo para protegerse contra Dios, Adán se precipitó hacia el saber, hacia las verdades eternas, increadas. Y nada en este respecto ha cambiado: tenemos miedo de Dios, y vemos nuestra salvación en el saber, en el conocimiento. ¿Puede haber una caída más profunda, más pavorosa? Sorprende descubrir hasta qué punto las reflexiones de Dostoievski sobre los “muros de piedra” y el “dos y dos son cuatro” nos recuerda lo que acaba de decirnos Kierkegaard. Los hombres se esfuman ante las verdades eternas y aceptan todo lo que estas le suministran. Cuando Belinsky se echó a “gritar”, exigiendo que se le diera cuenta de todas las víctimas del azar y de la historia, se le respondió que sus palabras carecían enteramente de sentido, que no se podía discutir de ese modo con Hegel y con la filosofía especulativa. Y cuando Dostoievski habló de los “muros de piedra”, nadie alcanzó siquiera a sospechar que ahí residía la verdadera crítica de la razón pura: todas las miradas estaban vueltas hacia la filosofía especulativa. Todos estamos persuadidos de que el ser esconde un vicio para destruir el cual el mismo Creador es impotente. El valde bonum, con que se terminó cada uno de los días de la creación, testimonia, según nuestro entendimiento, que el propio Creador no había profundizado suficientemente en la esencia del ser. Hegel le habría aconsejado que gustara de los frutos del árbol prohibido con el fin de que se elevara hasta el saber y comprendiera que su naturaleza, lo mismo que la del hombre, está limitada por las verdades eternas y es impotente para cambiar cualquier cosa del universo.
Y he aquí que la filosofía existencial de Kierkegaard, lo mismo que la filosofía de Dostoievski, se permiten oponer a la verdad especulativa la verdad revelada. El pecado no reside en el ser; no se halla en lo que ha salido de las manos del Creador. El pecado, el vicio, el defecto residen en nuestro “saber”. El primer hombre ha tenido miedo de la voluntad, por nada limitada, del Creador; ha visto en ella esa “arbitrariedad”, para nosotros tan terrible, y ha buscado protección en el saber, el cual, tal como se lo había sugerido el tentador, lo igualaban a Dios o, dicho de otra manera, lo colocaba, junto con Dios, en la misma dependencia con respecto a las verdades eternas, increadas, pues así descubría “la unidad de las naturalezas divina y humana”. Y ese “saber” aplastó, anonadó su conciencia, introduciéndolas en el plano de las posibilidades limitadas que determinan ahora para ella su destino terrestre y eterno. De este modo escribe la Escritura la caída del hombre. Y sólo la fe que Kierkegaard, siempre de acuerdo con la Escritura, comprende como una lucha desesperada en torno a lo posible, es decir, en nuestro lenguaje, en torno a lo imposible (pues esta fe sobrepuja las evidencias), sólo la fe puede descargarnos del peso inmenso del pecado original y permite levantarnos, enderezarnos. La fe no es, pues, la confianza en lo que se nos ha dicho, en lo que se nos ha enseñado, en lo que hemos oído. La fe es una dimensión del pensamiento, desconocida, extraña a la filosofía especulativa y que nos allana el camino que conduce al Creador de todas las cosas, a la fuente de todas las posibilidades, a Aquel para quien no existen límites entre lo posible y lo imposible. Difícil, espantosamente difícil es no sólo realizar esto, más aun imaginarlo. Jacob Boehme dice que cuando Dios lo deja de su mano, no comprende ni siquiera lo que ha escrito. Creo que Kierkegaard y Dostoievski habrían podido repetir las mismas palabras de Boeheme. No en vano Kierkegaard decía: creer a pesar de la razón es un martirio. No es vano las palabras de Dostoievski respiran una tensión sobrehumana. Por eso se escucha, se oye tan mal a Kierkegaard y a Dostoievski. Sus voces clamaban y seguirán clamando en el desierto.
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