lunes

JOSÉ LEZAMA LIMA

LA EXPRESIÓN AMERICANA


DÉCIMA ENTREGA

CAPÍTULO I (3)

Mitos y cansancio clásico (3)

Otro de los recursos que podemos utilizar para la búsqueda de esas entidades naturales o culturales imaginarias, son las formas sutiles aconsejadas por Klages para adquirir una total diferencia entre recordación y memoria. Recordar es un hecho del espíritu, pero la memoria es un plasma del alma, es siempre creadora, espermática, pues memorizamos desde la raíz de la especie. Aun en la planta existe la memoria que la llevará a adquirir la plenitud de su forma, pues la flor es la hija de la memoria creadora. Klages adelanta un curioso ejemplo. Si me noticio que los fósforos fueron inventados en 1932, consigo apuntalar una capa más al olvido. Pero si lo acompaño con la fecha igual que la muerte de Goethe, y su frase ¿más luz!, es difícil que se me vuelva a escapar la diminuta alabanza dática del hallazgo del fósforo. No en balde, los alemanes consideran los procedimientos para memorizar como formas del “witz”, del ingenio.

Otro ejemplo más cercano, para el posible que es la frición de un hecho inolvidable con otra pura insignificancia, el que motiva la gracia de la memorización por oportuna. Está sacado de cosas que nos atañen empujadas con ajenos orgullos. En 1868, la pequeña hija de Marcelino Sautuola, gritó a la entrada de las cuevas de Altamira, ¡toros! ¡toros! comenzando la ríspida historia del bisonte penumbroso. Si un criollo nuestro quisiera memorizarla asociaría ese hecho al grito de Yara, 1868. Si por el contrario es un hispano el que quisiera memorizar algunas de nuestras gestas lo asociaría a la historia de aquel descubrimiento, el perro perdido, los bloques que se separan, el tamaño de la entrada que permite la visión de una pequeña, etc. Lo más desconocido, que hace ondular como un inasible trigal, tiene que ser fijado por el hecho más enclavado y aun soterrado. De esa manera, parece como si la memoria al afincarse sobre un hecho por ella muy bien guarnido, está como en acecho de ser emparejada con otro hecho más lejano y retador. Así, el prodigio de ese análogo nemónico es que balancea los platillos, buscando el fiel con un desconocido oscilante y cruel…

El dato sorpresivo, sorpresa de chispa en un macrocosmos, que busca ansiosamente su par, que se lanza a completar la extensión de una piel, que la visión no puede ceñir, pero que la memoria del germen nos acostumbra a saludar como un absoluto. Suetonio, señala los auspicios y los presagios en Augusto. “Si por la mañana le ponían en el pie derecho el calzado del izquierdo lo tenía a mal presagio”. ¿Cómo es posible tan lamentable equivocación en una servidumbre imperial? ¿Era una defensa de los libertos para atemorizar graciosamente al Emperador? ¿El calzado en Roma era uniforme para ambos pies? Nos damos cuenta que hay un ansia de paridad en aquella sorpresa que recogía un dato como una golosina incongruente. Ese dato es germinativo, como la memoria que traza en cada flor su palacio de pulimentados cangilones. Ese dato mira como dramatis personae, presumiendo que en un fulgurante mutis, las luces van a proyectar sobre él su cara de momentánea prima donna, que la verdadera “primera” mirará como una usurpación cuando ya ha desaparecido la impostora pintarrajeada. Con esa sorpresa de los enlaces, con la magia del análogo metafórico, con la forma germinativa del análogo nemónico, con la memoria sorpresa lanzada valientemente a la búsqueda de su par complementario, que engendra un nuevo y más grande causalismo, en que se supera la subordinación de antecedente y derivado, para hacer de la frecuencia dos factores de creación, unidos por un complemento aparentemente inesperado, pero que les otorga ese contrapunto donde las entidades adquieren su vida o se deshacen en un polvo arenoso, inconsecuente y baldío. Con esos elementos de enjuiciamiento y creación, capaces de cumplimentar los nuevos planteamientos que necesitan las obras de arte de nuestra época, se adquirían tan sorprendentes perspectivas, que muchos hechos artísticos realizaban entonces su verdadero nacimiento. Por ejemplo, a medida que la valoración histórica se hacía más imposible, en el caso de la Guerra de Troya, digamos por la neblina de los milenios y la confusión de los métodos, al no poderse liberar estos del acarreo de las valoraciones de cada época se hizo más necesario precisar la intervención de Hesíodo y Homero, en la formación de los dioses helénicos. Había que precisar que la cultura griega se debía tanto a lo histórico como a lo mítico, quizás más a la cólera de Aquiles y a la oscuridad de Edipo, que a la sencilla semilla germinativa de Júpiter.

Nos acercamos a esos problemas de las formas, con el convencimiento de que el sujeto metafórico, el sujeto que interviene en forzosas mutaciones, destruye el pesimismo encubierto en la teoría de las constantes artísticas. Nuestro punto de vista parte de la imposibilidad de dos estilos semejantes, de la negación del desdén a los epígonos, de la no identidad de dos formas aparentemente concluyentes, de lo creativo de un nuevo concepto de la causalidad histórica, que destruye el pseudoconcepto temporal de que todo se dirige a lo contemporáneo, a un tiempo fragmentario. Si contemplamos la Diana de Efeso con su tendencia a la multiplicación, que nos hace pensar en la reducción de una diosa Siva, derivándose de ahí una constante histórica, es decir, siempre que haya un encuentro de pensamiento y de formas entre el Oriente y el Occidente, como en el siglo I y II a. de C, se repetirán estas formas tendientes a los excesos y a las multiplicaciones. De ahí se derivaba un furibundo pesimismo, que tiende, como en el eterno retorno, a repetir las mismas formas estilísticas formadas con iguales ingredientes o elementos. He aquí el germen del complejo terrible del americano: creer que su expresión no es forma alcanzada, sino problematismo, cosa a resolver. Sudoroso e inhibido por tan presuntuosos complejos, busca en la autoctonía el lujo que se negaba, y acorralado entre esa pequeñez y el espejismo de las realizaciones europeas, revisa sus datos, pero ha olvidado lo esencial, que el plasma de su autoctonía, es tierra igual que la de Europa. Y que las agujas para el rayo de nuestros palacios, se hacen de síntesis, como la de los artesanos occidentales, y que hincan, como el fervor de aquellos hombres, las espaldas de un celeste animal, igualmente desconocido y extraño. Lo único que crea cultura es el paisaje y eso lo tenemos de maestra monstruosidad, sin que nos recorra el cansancio de los crepúsculos críticos. Paisaje de espacio abierto, donde no se alzará, como en los bosques de la Auvernia, la casa del ahorcado.

Lo primero que nos despierta en el Popol Vuh, es el predominio del espíritu del mal, los señores de Xibalbá ven rodar los mundos, afianzándose su poderío y su terrible dominio de la naturaleza. Impasibles contemplan el fracaso de cuantas tretas se establecen para echar a rodar su mandato, que parece estar implacablemente por encima de la naturaleza y de los animales más sutiles. En la historia de la cultura, sólo Piotr Stepanovich, en Los endemoniados, de Dostoyevsky, mantiene más incorruptible el espíritu del mal. En la cueva de los murciélagos, en una astuta maniobra que hubiera sido cara a Ulises, para librarse los dos hermanos del espíritu, cuya sola presencia mata, se introducen en sus cerbatanas, pero al buscar la aurora un murciélago le cercena la cabeza. Sólo un acto de magia, hecho por mendigos, por juglares primitivos diríamos, logra destruir a los señores de Xibalbá, en las últimas páginas de esta teogonía, cuando el espíritu del mal se hace equivalente del espíritu de la muerte, y un afán lúdico, de jugar con su propia existencia, en definitiva los destruye y asegura la luz y lo matinal.

La simbólica que se desprende del Popol Vuh, parece como si fuera a colmar el problematismo americano. A calmar, a veces, pues en otras lo exaspera. Mientras el espíritu del mal señorea, los dones de la expresión aparecen lentos, errantes y somnolientos. Antes del surgimiento del hombre, le preocupan los alimentos de su incorporación. Parece como si preludiase la dificultad americana de extraer jugo de sus circunstancias. Busca una equivalencia: que el hombre que surgirá será igual que sus comidas. Parece sentar un apotegma de desconfianza: Primero, los alimentos; después, el hombre. Esa prioridad, engendrada por un pacto entre la divinidad y la naturaleza, sin la participación del hombre, parece como si marcase una irritabilidad y un rencor, la del invitado a viandas obligadas, sin las elegancias de una consulta previa para los espirituosos y las preferencias palatales. Es evidente, por lo demás, que las viandas serán presentadas con el adobo conveniente: el rocío del aire y la humedad subterránea.

Pero fijaos bien en esa distinción. No es la creación de la naturaleza, de los animales, primero que el hombre, lo cual es frecuente en todas las teogonías, lo que sorprende, sino que al hablarse de alimentos, parece como si el espíritu quisiese obligarnos a comer alimentos, donde la hostil divinidad, y no el hombre, ha sido consultada. Además, el dictum es inexorable, si no se alimenta del plato obligado, muere.

Rebuscado el poema por tantos copistas aguerridos, que han rebajado sus espuelas y su furibundez, por tanto jesuita irritado por la sutileza de los desciframientos de la simbólica cristiana en el suarismo, nos lleva a pensar en adecuaciones, interpolaciones, paralelismos, hechos en el Popol Vuh. Desde la inexpresividad del morador que surge en aquellas nuevas regiones, hasta los juegos y destrezas de los mendigos, recorrido todo ello por la maldad de los señores de Xibalbá, nos recorre la sospecha de que el tono de incompletez y espera que salta en cada uno de sus versículos, está lograda para alcanzar su complementario en la arribada de los nuevos dioses.

El odio de los señores de Xibalbá al ser surgido en su propia naturaleza es patético y asombroso. El odio a la criatura, irredimible. La expresividad surge como una lenta concesión temerosa, que en cualquier momento puede ser rebanada con impiedad. Surgen los animales en las primeras páginas del Popol Vuh, pero se muestran inertes, fieles como las rocas al declive que las gravitó. Son ciegos, insensibles, desordenados y desconcertados, tropezones. Los dioses, con incomprensible irritación, se empeñan en que digan nombres y entonen sus alabanzas. Había que buscar el aliento, la palabra, el insuflado espíritu, y aquí surge ya el problematismo, logran la palabra en una nueva criatura, pero pagando el precio de su cuerpo, “los muñecos, dice el poeta, no podían permanecer en pie, porque se desmoronaban deshaciéndose en el agua”. Los muñecos al fin hablan, pero carecen de conciencia y de sentido. Reemplazan la arcilla por la madera, pero entonces faltaba, ay, el corazón. Fracasado este intento de los dioses, ordenaron la lluvia de ceniza, y de nuevo, el agua de los comienzos. Surgida la nueva criatura, es ahora la naturaleza irritada, incontenible, la que presenta el perfil de su cuchillo.

El descubrimiento del poema, en el siglo XVIII, por el Padre Jiménez nos lleva a aventurar una tesis: las teogonías de las epopeyas indias, búdicas, etc., así como las recopilaciones confucianas, habían llegado a la Europa por los jesuitas, después de las querellas con los otros misioneros cristianos, prestos éstos a la chinificación de los rostros en los iconos cristianos. Ese momento, muy mal estudiado todavía y de enorme significación, culmina cuando el Padre Tellier es escogido entre los nombres de los cinco o seis jesuitas que el Padre Chaise, confesor del rey durante treinta y dos años, le brinda agonizando al rey Luis XIV, para la sucesión de su confesor. En sus Memorias Saint Simon, hablando del Padre Teiller dice: “Había pasado por todos los grados de la compañía, profesor, teólogo, rector, provincial, escritor. Había sido encargado de la defensa del culto de Confucio y de las ceremonias chinas, había agotado la polémica, había escrito un libro donde mostraba extraños negocios a los suyos, y que a fuerza de intrigas y de la ayuda de Roma, no había sido puesto en el index. Por todo eso yo he dicho que había hecho peores cosas que el Padre Comte, teológo que había defendido la política de los jesuitas en China, condenada por la Facultad de Teología de París, y por el Parlamento, y es sorprendente que a pesar de toda esa tara, haya sido confesor del Rey”. Sabido es que a través del molinismo, que intentaba unir la gracia y la libertad, hubo benévolos contactos entre jesuitas franceses y españoles. De tal manera, que en el Popol Vuh, a través de copistas jesuitas y graciosos filólogos españoles del siglo XVIII, nos parece percibir como un eco entre los pandavas y los kauravas. Las disputas entre Brahma y Siva, que terminan por la decapitación del primero, atravesando los tres mundos con la cabeza en la mano, como un San Dionisio. Al llegar a Varanosi y rodar de sus manos la sangre de Brahma, libera su culpa y borra la sangre. Ese pasaje pasa a las últimas páginas del Popol Vuh. Para recapturar la cabeza de Hunapú, rebanada y un palo, y tomaron otro palillo labrado, a lo que parecía, con hierro, y un pedazo de caña y otra yerba que nace en la tierra, y una tablilla. Donde parece coincidir la delicadeza provenzal con el primor minucioso de la lámina china, afanosa del relieve de cada hoja y de cada plantación de bambú.

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