EL FINAL DEL MONÓLOGO FINAL DEL “ULISES”
LA VOZ DE MOLLY
CARLOS GAMERRO
El capítulo final del Ulises de Joyce es una de las cumbres de la literatura del siglo XX: un monólogo interior femenino que por primera vez da voz a la liberación femenina, ofrece en directo lo que Freud había teorizado, siembra lo que cosecharía Lacan, abre la puerta a escritores como Virginia Woolf y William Faulkner y da forma a ese tercer lenguaje que no es ni el oral ni el escrito, sino el de la mente. Con dirección de Carmen Baliero y una traducción propia, para celebrar sus cuarenta y cinco años en el teatro, Cristina Banegas le da voz y cuerpo a Molly Bloom, la mujer de ficción más importante del siglo.
Sí es la palabra fundamental del monólogo de Molly Bloom, con ella comienza y con ella termina. Por su significado, ya que su monólogo es esencialmente afirmativo; como recurso para pasar de un tema a otro (como el monólogo no tiene comas, puntos ni párrafos, ante cada sí sabemos que algo termina y algo nuevo comienza); y también una nota reconocible, un brevísimo leitmotiv, en un texto que es a la vez una composición musical, “una sonata” según Cristina Banegas. Así comienza: “Sí porque él nunca había hecho algo así antes como pedir que le lleven el desayuno a la cama con dos huevos desde el hotel City Arms cuando se le dio por hacerse el enfermo en la cama con esa voz quejosa mandándose la parte con esa vieja bruja de la señora Riordan Dios me libre y me guarde si todas las mujeres fueran como ella...” (James Joyce, Ulises, traducción de Cristina Banegas y Laura Fryd).
¿Cómo es la voz de Molly Bloom? Cuando Joyce escribió el famoso monólogo que cierra su Ulises, ya había experimentado extensa e intensamente con el fluir de la conciencia o monólogo interior, esa forma discursiva de su invención, a la cual su fama estará siempre vinculada. El monólogo interior, como él lo practica, va mucho más allá de poner en palabras los pensamientos del personaje (algo que, convengamos, ya había hecho Homero unos tres milenios antes, y luego Shakespeare, en aquellos memorables monólogos –de Hamlet, Lear, Macbeth– donde los escuchamos pensar en voz alta). Los personajes de la mayoría de estos antecesores piensan como si hablaran, o escribieran. Joyce parte de la intuición –que a partir de él se hará comprobación– de que el lenguaje, lejos de darse, tal como siempre se había supuesto, en dos formas básicas –la oral y la escrita–, existe en tres: la oral, la escrita y la pensada. El lenguaje del pensamiento tiene otras reglas, otra sintaxis, otro ritmo, otro vocabulario. Joyce es el primero que pone la oreja a ese murmullo que incesantemente, y tantas veces dolorosamente, atraviesa nuestra mente, y trata, en la medida de lo posible, de transcribirlo. Su acto no es sólo decisivo para la literatura mundial (ni Virginia Woolf ni William Faulkner, para dar sólo dos nombrecitos, podrían, sin él, haber hecho lo que hicieron) sino para la historia del conocimiento: Joyce nos da en directo lo que Freud nos había dado traducido: Freud llegó demasiado tarde para escuchar a Joyce –como lector, Freud nunca se salió del siglo XIX–, pero Lacan sí lo hizo. Para bien o para mal, sin Joyce, el psicoanálisis tal como hoy lo conocemos simplemente no existiría.
Joyce viaja del pensamiento a la escritura; pero, al hacerlo, sugiere su biógrafo Richard Ellmann, estaba desandando el camino inverso: uno de los modelos del “estilo” de Molly fueron las cartas de Nora Barnacle, su compañera de toda la vida, quien escribía sin respetar la sintaxis, ni la puntuación, tampoco la pacatería a la que estaban obligadas las cartas de señorita, el género ñoño por excelencia (Joyce la impulsaba a eso, sin duda, está claro que las usaban para cachondearse cuando estaban separados). Muchos se preguntaron y se siguen preguntando por qué uno de los grandes genios literarios de la historia eligió como compañera a una mujer inculta, casi iletrada: una parte de la respuesta es que Nora le dio a Joyce lo que no podían darle sus lecturas, porque ninguna mujer en la literatura –ni autora, ni personaje– había tenido la libertad de hablar y pensar como lo hacían las mujeres reales. Donde otros apenas veían error, Joyce descubrió un estilo.
En los capítulos 1 a 11 del Ulises, el monólogo interior de los dos protagonistas masculinos, Stephen y Bloom, se combina con los diálogos y la narración, que de alguna manera lo contextualizan, lo limitan, lo encorsetan: en el último no hay más que monólogo, un interminable chorro de palabras, sin signos de puntuación. Molly le saca el corset al lenguaje (ya se lo había sacado del cuerpo, durante el encuentro con su amante Blazes Boylan). Con Molly, el monólogo se desata (más precisamente, se deshorquilla: Joyce vinculó la ausencia de puntos, comas y tildes en su texto al acto de Molly de soltarse el pelo: recordemos los complejos, monumentales peinados de la época). Aun hoy, la expresión inglesa to let your hair down significa, usualmente en boca de mujeres, decirlo todo, no guardarse nada; y un poco, también, equivale a nuestra más chabacana “tirar la chancleta”.
Esta libertad formal va acompañada, también, por una pareja libertad moral e intelectual. Molly está pensando y, por lo tanto, piensa lo que quiere, con las palabras que se le da la gana. En un país y una época donde se aliaban la moral victoriana de los amos ingleses con la moral católica y la moral revolucionaria de los sometidos irlandeses, el interior de nuestras mentes parecía ser el único espacio de libertad posible. Bloom, Stephen y Molly, los Ulises, Telémaco y Penélope de esta moderna Odisea, no son héroes conquistadores como sus contrapartes homéricas sino héroes no conquistados (Joyce subraya esta diferencia fundamental en el capítulo 11, “Sirenas”). Parecen, a veces, agachar la cabeza (aunque Bloom lo haga, como las heroínas de Jane Austen, para buscar caminos de libertad sin romper las reglas, y Stephen como las de las Brontë, para embestir contra las convenciones), obedecer y someterse; pero su voz interior es libre, no compran ningún buzón, no se comen ninguna. Así, también, es la voz de Molly: “... después hice la prueba con la banana pero tenía miedo de que se rompiera y se me perdiera adentro por algún sitio sí porque una vez le sacaron a una mujer algo que tenía hacía años cubierto con sales de cal todos están locos por meterse ahí de donde salen una creería que nunca llegan a meterse adentro lo suficiente y después terminan con una de cualquier manera hasta la próxima vez sí porque hay una sensación maravillosa ahí todo el tiempo tan tierno cómo terminamos ah sí yo lo hice acabar en mi pañuelo fingía no estar excitada pero abrí las piernas...”.
¿Cómo escuchamos a Molly Bloom? No es difícil imaginar el efecto que palabras como éstas produjeron en 1922, año de la publicación de Ulises: la novela fue prohibida en todos los países de habla inglesa. No que ninguna mujer hubiera hablado así en la literatura: en Fanny Hill. Memorias de una cortesana (1748), de John Cleland, la protagonista hablaba de su vida sexual en primera persona, sin vueltas y con todas las letras. Pero Fanny era una puta: es por eso que podía hacerlo. Molly, en cambio, es un ama de casa. “Así piensan sus esposas, así piensan sus hijas, aunque no lo digan”, era el mensaje implícito que escandalizó a tantos caballeros de la época. Hasta tal punto que, durante décadas, se habló de Molly como de una mujer promiscua, una suerte de Mesalina dublinesca. Nada más lejos de la verdad: la evidencia interna del libro sugiere que Blazes Boylan es el primer amante, a lo sumo el segundo (hay un teniente Gardner rondando sus recuerdos) que ha tenido en sus años de casada. Si Molly no era una ninfómana, eso quería decir que así pensaban todas las mujeres, y pronto así hablarían, y actuarían. La liberación de la mujer tenía además, en un país colonizado como Irlanda, un sentido político: Joyce las veía como el grupo más sometido de un país ya demasiado sometido: no habría libertad para Irlanda si no se liberaba la conciencia de las mujeres irlandesas.
“... por supuesto arruinando a las sirvientas después proponiendo que ella podía sentarse a nuestra mesa para Navidad por favor oh no gracias no en mi casa robando las papas y las ostras a 2 chelines 6 peniques la docena haceme el favor una ladrona común y silvestre eso era pero yo estaba seguro de que él tenía algo con ésa yo me las arreglo para descubrir esas cosas...” Joyce tampoco cae en la tentación de convertir a su Molly en una Juana de Arco, una Rosa Luxemburgo, una Pasionaria. Molly es bastante convencional a veces, descree de la política y de las mujeres comprometidas en ella, la exasperan las veleidades socialistas del marido y sus intentos de tratar como iguales a las sirvientas, puede ser bastante harpía, bastante egoísta (en palabras de Cristina Banegas, “una Catita”). Pero a solas en su cama, pensando sus ideas, ayudó a liberar a generaciones de mujeres. Difícil dar ilustración más adecuada al lema feminista “lo personal es lo político”.
¿En qué idioma habla Molly Bloom? En inglés, claro. ¿Cómo, y a qué español traducirla? Borges, el primero en acometer un fragmento del vasto continente joyceano (la metáfora es suya), eligió el final del famoso monólogo y nos dio una Molly bien porteña; nuestro compatriota José Salas Subirat, primer traductor del Ulises, ensayó un habla más moderadamente argentina. Los españoles J.M. Valverde y F.G. Tortosa nos dieron una bien castiza (tan sobreactuada, la del último, que parece salida de una zarzuela). Están en su derecho: Molly es medio española, gibraltareña de nacimiento, de madre española, quizá judía y, como Carmen, amante pasajera de un soldado al servicio del imperio. La intuición fundamental de las traductoras Laura Fryd y Cristina Banegas es que el acento local no necesita tanto del léxico (su Molly, por suerte, nos ahorra palabras como “chabón”, “conchaetumadre”, “boludo”) sino en la sintaxis, el tono, los modos de decir. Esto, por supuesto, es esencial a la hora de decir un texto en escena: y es práctica constante de Banegas encarar una nueva traducción de los textos teatrales que va a dirigir o representar, y trabajar codo a codo con sus traductores, para poder después inscribirlos en su cuerpo. Tanto Fryd como Banegas estudiaron minuciosamente todo el Ulises (puedo dar fe, pues lo hicieron conmigo), y tradujeron completo el monólogo antes de decantarlo a esta versión teatral (realizada con la colaboración de Ana Alvarado, y que Editorial Leviatán ha publicado como Molly Bloom puesta en boca). Leí el texto completo de su traducción, y puedo decir que es hasta hoy el mejor que la lengua española ofrece: una pena que no lo hayan publicado completo.
El monólogo de Molly puede recordar a los de algunos personajes de Beckett, que sin duda ayudó a engendrar (se podría, incluso, pensar en la incurablemente optimista Winnie de Los días felices como revisión o parodia de Molly, de su énfasis afirmativo), pero con una diferencia: los personajes de Beckett, sobre todo en las novelas-monólogo (la trilogía de Molloy, Malone muere, El innombrable), existen como mera voz, o voz que gradualmente se distancia del cuerpo; en Molly, el monólogo se hunde en su carne, las palabras se hincan en su creciente presencia física, notable, por otra parte, por darse en un texto que transcurre todo en el interior de su mente. Esta evolución está admirablemente presentada por Cristina Banegas, que en la ajustada dirección musical de Carmen Baliero va pasando, como si las palabras mismas la llevaran, de un inicial recitado sobrio, con partitura incluida, a una sinuosa danza de contorsionista alrededor del texto, a bailar una suerte de sensual tango, ella y Molly. Porque Molly, además de esposa, madre y amante, es cantante: su monólogo está atravesado por fragmentos musicales, su voz canta en su oído; y también canta –canta todo el tiempo, cuando recita y cuando ensaya fragmentos de canciones– Cristina Banegas.
En 1989, Banegas le puso cuerpo a Antígona, esa mujer que, como tantas mujeres argentinas, se enfrentó al poder para poder dar sepultura a uno de sus seres queridos; luego hizo lo propio con las palabras de Eva Perón, trabajadas por Leónidas Lamborghini en su Eva Perón en la hoguera; y en 2009 fue Medea, otra mujer furiosa y rebelde. Ahora, para celebrar sus cuarenta y cinco años en el teatro, y tras más de trece de trabajo y espera (problemas con los derechos complicaron en su momento el estreno), nos ofrece otra mujer que, como ella, fue y es ama de casa, esposa, madre, actriz y cantante: una colega. Con su Molly Bloom encarna, una vez más, la liberación que a todos nos libera.
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