LA BALADA DEL CAFÉ TRISTE
CUARTA ENTREGA
Durante los cuatro años en que el almacén se iba transformando en café, las habitaciones de arriba no sufrieron ningún cambio. Aquella parte de la casa se conservó tal como había estado toda la vida de miss Amelia, tal como había estado en tiempos de su padre y probablemente en tiempos del padre de su padre. Las tres habitaciones, como ya se ha dicho, estaban escrupulosamente limpias. Hasta el objeto más pequeño tenía su sitio exacto, y Jeff, el criado de miss Amelia, limpiaba y frotaba todo cada mañana. El cuarto de enfrente era el del primo Lymon; era el cuarto donde Marvin Macy había pasado las pocas noches que le admitieron en la casa, y antes de aquello había sido el dormitorio del padre de miss Amelia. El cuarto estaba amueblado con una cómoda grande, un escritorio cubierto con un tapete blanco y almidonado, con bordes de ganchillo, y una mesa con tablero de mármol. La cama era inmensa, con cuatro columnas talladas de palo de rosa oscuro. Tenía dos colchones de pluma, edredones y toda clase de comodidades hechas a mano. La cama era tan alta que guardaban debajo de ella dos escalones de madera; ningún ocupante había utilizado hasta entonces aquellos escalones, pero el primo Lymon los sacaba todas las noches y subía por ellos con solemnidad. Además de los escalones, aunque púdicamente empujado fuera de la vista, había un orinal de porcelana con rosas pintadas. No había alfombras sobre el suelo oscuro y encerado, y las cortinas eran de una tela blanca, también con bordes de ganchillo. Al otro lado de la sala estaba el dormitorio de miss Amelia, que era más pequeño y muy sencillo. La cama era estrecha, de madera de pino. Había una cómoda donde miss Amelia guardaba sus pantalones, sus blusas y su traje del domingo, y dos escarpias en la pared del baño para colgar sus botas de goma. No tenía cortinas, alfombras ni adornos de ninguna clase. La habitación grande del centro, la sala, estaba muy recargada. Delante de la chimenea estaba el sofá de palo de rosa, tapizado de seda verde. Todo era de muy buena clase y ostentoso: las mesas de mármol, dos máquinas de coser Singer, un jarrón grande con ramas de las llamadas «hierbas de las Pampas»... El mueble más importante de la sala era una vitrina grande que guardaba una serie de tesoros y curiosidades. Miss Amelia había añadido a aquella colección dos objetos: uno era una gran bellota de roble; el otro, una cajita de terciopelo que contenía un par de piedras pequeñas, grisáceas. Algunas veces, cuando no tenía mucho que hacer, miss Amelia sacaba aquella cajita y se acercaba a la ventana con las piedrecitas en la palma de la mano, mirándolas con una mezcla de fascinación, respeto y miedo. Eran los cálculos renales de la propia miss Amelia, y se los había extraído el médico de Cheehaw hacía algunos años. Había sido una experiencia terrible, desde el primer momento hasta el último, y todo cuanto había sacado eran aquellas dos piedrecitas; tenía que concederles un valor extraordinario o, si no, reconocer que había hecho un pésimo negocio. El segundo año de la estancia del primo Lymon con ella las hizo montar como dijes en una cadena de reloj que le regaló. Tenía en gran estima el otro objeto que había añadido a la colección, la bellota grande; pero siempre que la miraba se quedaba triste y perpleja.
-Amelia, ¿qué significa esa bellota? -le preguntó el primo Lymon. -Ya lo ves; una bellota -contestó miss Amelia-. No es más que una bellota que cogía la tarde en que murió papá. -¿Cómo dices? -insistió el primo Lymon. -Digo que no es más que una bellota que vi en el suelo aquel día. La cogí y me la guardé en el bolsillo. No sé por qué. -Vaya una razón para guardarla -dijo el primo Lymon. Miss Amelia y el primo Lymon solían conversar mucho en las habitaciones de arriba, casi siempre en las primeras horas de la madrugada, cuando el jorobado no podía dormir. Miss Amelia era una mujer silenciosa por sistema, y no dejaba que se le fuera la lengua cada vez que algo le pasaba por la cabeza; pero había algunos temas de los que le encantaba hablar. Todos aquellos temas tenían un punto común: eran inagotables. Le gustaba contemplar problemas a los que se podía dar vueltas durante años y años y que permanecían insolubles. Por su parte, el primo Lymon disfrutaba hablando de cualquier cosa, porque era un gran charlatán. Los dos enfocaban las conversaciones de un modo muy diferente: miss Amelia se mantenía siempre en el ancho campo de las generalizaciones y divagaciones, y hablaba y hablaba interminablemente con su voz baja y pensativa sin llegar a ningún lado; y el primo Lymon, por su parte, la interrumpía de pronto para atrapar, como una urraca, algún detalle que, aunque no tuviera importancia, era al menos algo concreto y que ofrecía algún lado práctico. Algunos de los temas favoritos de miss Amelia eran: las estrellas, el por qué los negros tienen la piel negra, el mejor tratamiento para el cáncer, etc. Su padre era también uno de sus temas más queridos e inagotables. -Sí, Law -le decía a Lymon-. En aquella época sí que dormía yo bien; me metía en la cama y en cuanto se apagaba la lámpara me dormía, vaya si me dormía; como si me hubiera ahogado en grasa caliente. Luego, al amanecer, entraba papá y me ponía la mano en el hombro, y me decía: «Ve moviéndote, chiquita.» Y luego, más tarde, subía de la cocina, cuando ya estaba el fogón caliente, y gritaba: «¡Fritos de maíz! ¡Ternera en su jugo! ¡Huevos con jamón!» Y yo corría escaleras abajo y me vestía al lado del fogón mientras él se lavaba fuera, en la bomba. Y luego nos íbamos a la destilería, o... -Las tortas de maíz de esta mañana no estaban buenas -decía el primo Lymon-. Se habían frito demasiado aprisa y por dentro estaban crudas. -Y cuando papá traficaba con el licor, en aquella época... -y la conversación se prolongaba indefinidamente, con las largas piernas de miss Amelia estiradas ante la chimenea; porque encendían la chimenea invierno y verano, ya que Lymon era muy friolero. El jorobado se sentaba en una silla baja frente a miss Amelia; los pies apenas le llegaban al suelo, y generalmente llevaba el torso bien arropado con una manta o con el chal verde. Miss Amelia no hablaba de su padre a nadie más que al primo Lymon. Aquella era una de sus pruebas de amor. El jorobado era su confidente en las materias más delicadas e importantes. Sólo él sabía dónde guardaba miss Amelia un plano en el que está señalado el lugar donde había enterrados ciertos barriles de whisky, en una de sus tierras, allí cerca. Sólo él tenía acceso a su talonario de cheques, y la llave de la vitrina de los tesoros. El jorobado sacaba dinero de la caja registradora, puñados enteros de dinero, y le gustaba el ruido que hacían las monedas en su bolsillo. Casi todas las cosas de la casa le pertenecían, porque, cuando se enfadaba, miss Amelia se ponía a dar vueltas buscándole algún regalo... así que ahora apenas quedaba nada a mano para dárselo. La única parte de su vida que miss Amelia no quería compartir con el primo Lymon era el recuerdo de sus diez días de matrimonio. Marvin Macy era el único tema del que no hablaba nunca con él.
Dejad, pues, pasar los años lentos y llegad a una tarde de sábado, seis años después de la aparición del primo Lymon en el pueblo. Era en agosto, y el firmamento había estado ardiendo todo el día sobre el pueblo como una sábana de fuego. Iban ya oscureciendo los resplandores verdosos del crepúsculo y por doquier reinaba una sensación de serenidad y calma. La calle estaba alfombrada con una capa de polvo seco y dorado, de una pulgada de espesor, y los niños pequeños correteaban medio desnudos, estornudaban mucho, sudaban y estaban inquietos e irritables. La fábrica había cerrado al mediodía. Los vecinos de las casas de la calle Mayor pasaban el rato sentados en sus escalones, y las mujeres se daban aire con abanicos de hoja de palma. En la fachada de la casa de miss Amelia había un letrero que decía: «Café.» El porche de atrás estaba más fresco gracias a la sombra de una celosía de madera, y el primo Lymon estaba allí sentado, dando vueltas a una heladora. De vez en cuando quitaba la sal y el hielo y sacaba la tapa para chupar un poco y ver cómo iba quedando su obra. Jeff guisaba en la cocina. Aquella mañana temprano miss Amelia había puesto en la pared del porche delantero un aviso que decía: «Cena de pollo. Esta noche veinte centavos.» El café ya estaba abierto, y miss Amelia acababa de terminar el trabajo de la oficina. Las ocho mesas estaban ocupadas y la pianola tocaba una musiquilla estridente. En un rincón, cerca de la puerta y sentado a una mesa con un niño, estaba Henry Macy. Estaba bebiendo un vaso de whisky, cosa rara para él porque el alcohol se le subía a la cabeza en seguida y le hacía llorar o cantar. Tenía la cara muy pálida, y su ojo izquierdo se cerraba constantemente con un tic nervioso, como le ocurría siempre que estaba agitado. Había entrado en el café arrimándose a la pared y en silencio, y cuando le saludaron no dijo nada. El niño que tenía al lado era de Horace Wells, y lo habían dejado aquella mañana en casa de miss Amelia para que le curase. Miss Amelia salió de su oficina y entró en el café con una rabadilla de gallina entre los dedos, pues aquel era su bocado predilecto. Echó una ojeada a la sala, vio que todo andaba bien y se dirigió a la mesa del rincón donde estaba Henry Macy. Dio la vuelta a la silla y se sentó a horcajadas apoyada en el respaldo; sólo quería matar el tiempo, porque todavía no estaba su cena. En el bolsillo de atrás del mono llevaba una botella de Kura Krup, una medicina hecha con whisky, caramelo y un ingrediente secreto. Miss Amelia destapó la botella y se la metió en la boca al niño. Luego se volvió a Henry Macy y, al ver los guiños nerviosos de su ojo izquierdo, le preguntó: -¿Qué te pasa? Henry Macy parecía a punto de explicar algo difícil, pero después de mirar largamente a los ojos de miss Amelia tragó saliva y no dijo nada. Miss Amelia se volvió a su paciente. Sólo sobresalía la cabeza del niño por encima de la mesa. Tenía la cara muy encarnada, con los párpados medio cerrados y la boca abierta. Le había salido un grano grande, duro e hinchado en el muslo, y le habían llevado para que miss Amelia se lo reventara. Pero miss Amelia empleaba un método especial con los niños: no le gustaba hacerles daño y verles asustados y pataleando. Por eso había dejado que el niño correteara por la casa todo el día, y le había ido dando jarabes y dosis frecuentes de Kura Krup, y al caer la tarde le ató una servilleta al cuello y le dio una buena cena. Ahora estab ael niño cabeceando sobre la mesa, y a veces, al respirar, dejaba escapar un gruñido de cansancio. De pronto se notó un revuelo en el café, y miss Amelia miró rápidamente en torno. Había entrado el primo Lymon. El jorobado cruzó el café con pasitos arrogantes, como todas las noches, y cuando llegó al centro exacto del local se paró en seco, y miró inquisitivamente a su alrededor, recontando a los clientes y calculando el material emocional que había disponible aquella noche. El jorobado era un ser maligno: disfrutaba con las emociones fuertes, y se las componía para enzarzar a la gente sin decir una palabra, de un modo asombroso. Él era el culpable de que los mellizos Rainey hubiesen disputado por una navaja hacía dos años, y de que no hubieran vuelto a hablarse desde entonces. Él estuvo presente cuando la gran pelea entre Rip Wellborn y Robert Calvert Hale, y en todas las otras peleas que, de resultas de aquella, hubo en el pueblo desde su llegada. Metía las narices en todas partes, se enteraba de las intimidades de todo el mundo y se pasaba la vida entrometiéndose en todo. Y a pesar de eso, por raro que parezca, era el alma del café. Nunca había tanta alegría como cuando él estaba presente. Siempre que entraba en el salón se notaba una repentina tensión en el ambiente, porque cuando aquel enredador andaba por medio no sabía uno nunca qué se le podía venir a uno encima, o qué iba a ocurrir allí en cualquier momento. La gente no se siente nunca tan a sus anchas ni tan libre de cuidados como cuando entrevé la posibilidad de alguna conmoción o calamidad. Por eso, cuando el jorobado hizo su entrada en el café, todos le miraron y de pronto se oyó un alboroto de voces y de botellas descorchadas. Lymon saludó con la mano a Stumpy MacPhail, que estaba en una mesa con Merlie Ryan y Henry Ford Crimp. -Hoy he ido paseando hasta Lago Podrido, para pescar –dijo-. Y en el camino tropecé con una cosa que al principio me pareció un árbol grande caído. Pero, al pasarle por encima, siento algo que se mueve, miro otra vez, y me encuentro encima de un cocodrilo, tan largo como de esa puerta a la cocina, y más gordo que un cerdo. El jorobado siguió parloteando. Todos le miraban de vez en cuando, y algunos escuchaban su cháchara y otros no. Había días en que no decía más que mentiras y fanfarronadas. Nada de lo que contaba esta noche era verdad. Había estado en la cama todo el día, con la garganta inflamada por el calor, y no se había levantado hasta última hora de la tarde, para dar vueltas a la heladora. Todo el mundo lo sabía, pero él seguía allí, de pie en medio del café, contando aquellos embustes y baladronadas hasta que le daba a uno dolor de cabeza. Miss Amelia le observaba con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza ladeada. Había ternura en sus extraños ojos grises, y sonreía suavemente, ensimismada. A veces levantaba los ojos del jorobado y los dirigía a las otras personas del café, y entonces su mirada era orgullosa y un tanto amenazadora, como si estuviera retándoles a todos a que se atreviesen a reírse del jorobado por todas aquellas majaderías. Jeff entró entonces con las cenas ya servidas en platos, y los nuevos ventiladores eléctricosdaban al café un agradable frescor. -El niño se ha dormido -dijo al fin Henry Macy. Miss Amelia bajó la vista al paciente que tenía a su lado y compuso su rostro para su próxima actuación. El niño tenía la barbilla apoyada en la esquina de la mesa, y por la comisura de la boca le babeaba un poco de Kura Krup. Tenía los ojos cerrados y en el borde de los párpados se le había hospedado pacíficamente una pequeña familia de mosquitos. Miss Amelia le puso la mano en la cabeza y se la sacudió con fuerza, pero el paciente no se movió. Entonces miss Amelia tomó al niño en brazos, con cuidado de no tocar la pierna enferma, entró en su oficina seguida por Henry Macy y cerraron la puerta. El primo Lymon se aburría aquella tarde. No pasaba nada de particular, y, a pesar del calor, los parroquianos del café estaban de buen talante. Henry Ford Crimp y Horace Wells estaban en la mesa del centro, abrazados por los hombros, contándose un chiste muy largo; pero cuando el jorobado se acercó a ellos no le sirvió de nada porque se había perdido el principio de la historia. La luz de la luna iluminaba la calle polvorienta, y los pequeños melocotoneros estaban negros y quietos; no había brisa alguna. El soñoliento zumbido de los mosquitos de la ciénaga era como un eco de la noche silenciosa. El pueblo estaba oscuro; solamente allá abajo, a la derecha del camino, se veía la luz de una lámpara. En algún lugar de la noche, una mujer cantaba con voz aguda, salvaje, una canción que no tenía principio ni fin, y estaba formada por tres notas solas, que se repetían una vez, y otra, y otra. El jorobado estaba de pie en el porche, apoyado en la baranda, mirando hacia el camino vacío, como esperando que alguien llegase por allí. Al cabo de un momento oyó unos pasos que se acercaban, y luego una voz. -Primo Lymon, ya tienes la cena en la mesa. -Esta noche no tengo mucho apetito -dijo el jorobado, que se había pasado todo el día tomando rapé dulce-. Tengo la boca amarga. -Sólo un bocadito -dijo miss Amelia-. La pechuga, el hígado y el corazón.
Volvieron juntos al café iluminado y se sentaron con Henry Macy. Su mesa era la mayor del café, y había sobre ella un ramillete de lirios del pantano en una botella de Coca-Cola. Miss Amelia había terminado con su paciente y estaba satisfecha de sí misma. Sólo se habían oído unos lloriqueos soñolientos al otro lado de la puerta de la oficina, y, antes de que el enfermito se despertara, todo había terminado. El niño estaba ahora echado sobre el hombro de su padre y dormía profundamente. Con los brazos colgando inertes a lo largo de la espalda del padre y la cara muy encarnada, salía ya del café, camino de su casa. Henry Macy seguía callado. Comía cuidadosamente, sin hacer ruido, y no era tan ansioso como el primo Lymon, que, después de decir que no tenía apetito, se estaba sirviendo plato tras plato. De vez en cuando, Henry Macy miraba a miss Amelia y luego volvía a bajar la vista. Era una típica noche de sábado. Una pareja de viejos que habían venido del campo estuvieron titubeando un momento en la puerta, cogidos de la mano, y al fin se decidieron a entrar. Llevaban tanto tiempo viviendo juntos que se parecían como hermanos gemelos. Eran morenos, arrugados, parecían dos cacahuetes caminantes. Se marcharon temprano, y hacia la medianoche se habían ido casi todos los parroquianos. Rosser Cline y Merlie Ryan seguían jugando a las damas, y Stumpy MacPhail estaba sentado con una botella de whisky encima de la mesa (su mujer no toleraba el whisky en su casa) y sostenía pacificas conversaciones consigo mismo. Henry Macy no se había marchado todavía, y esto era algo raro en él, que siempre se iba a la cama al caer la noche. Miss Amelia bostezó, pero Lymon estaba nervioso y ella no quería insinuar que ya era la hora del cierre. Al fin, a eso de la una, Henry Macy se puso a mirar una esquina del techo y dijo con calma a miss Amelia: -Hoy he tenido una carta.
Miss Amelia no iba a impresionarse por una cosa así, porque recibía un montón de cartas denegocios y de catálogos. -Sí; he recibido carta de mi hermano.
El jorobado, que había estado dando vueltas por el café a pasitos de ganso, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, se detuvo de pronto. Tenía un instinto agudo para notar el menor cambio en el ambiente; echó una ojeada a todas las caras presentes y esperó. Miss Amelia frunció el entrecejo y apretó el puño.
-Te felicito -dijo. -Está bajo palabra. Ha salido del penal.
A miss Amelia se le había puesto la cara muy oscura; y, a pesar del calor que hacía aquella noche, se estremeció. Stumpy MacPhail y Merlie Ryan empujaron las damas a un lado. El café estaba en silencio. -¿Quién? -preguntó el primo Lymon, y sus orejas grandes y pálidas parecían crecer y quedarse enhiestas-. ¿Qué?
Miss Amelia dio un golpe en la mesa con las palmas de la mano. –Porque Marvin Macy es un... -pero la voz se le enronqueció y sólo dijo al cabo de unos momentos-: Su sitio está en ese penal para el resto de su vida. -¿Qué es lo que hizo? -preguntó el primo Lymon. Hubo una larga pausa porque ninguno sabía exactamente cómo contestar a aquella pregunta. -Atracó tres estaciones de gasolina -dijo Stumpy MacPhail. Pero su explicación no parecía muy convincente y daba la sensación de que quedaban por mencionar muchos pecados. El jorobado estaba impaciente. No podía soportar que le dejaran al margen de nada, ni siquiera de una gran desgracia. El nombre de Marvin Macy le era desconocido, pero le atormentaba como cualquier asunto al que se aludiera en su presencia sin estar él bien enterado, como cuando se referían a la serrería vieja que habían desmontado antes de su llegada o cuando dejaban escapar alguna frase casual sobre el pobre Morris Finestein, o recordaban algún suceso acaecido cuando no estaba él. Aparte de esta curiosidad innata, al jorobado le interesaban muchísimo todas las variedades de robos y crímenes. Empezó a dar vueltas en torno a la mesa, repitiéndose las palabras «libertad bajo palabra» y «penal». Pero aunque hizo preguntas insistentes, no pudo sacar nada en claro, ya que nadie se atrevía a hablar de Marvin Macy en el café, delante de miss Amelia. -La carta no decía gran cosa -dijo Henry Macy-. No me decía dónde pensaba ir. -Al cuerno -dijo miss Amelia, que tenía todavía la cara ceñuda y ensombrecida-. En mi casa no volverá a poner las pezuñas jamás. Empujó la silla hacia atrás y se dispuso a cerrar el café. El pensar en Marvin Macy debió de llenarla de temores, porque cargó con la caja registradora y la metió en un escondrijo de la cocina.
Henry Macy bajó a la calle oscura. Pero Henry Ford Crimp y Merlie Ryan se quedaron un rato en el porche de delante. Merlie Ryan presumiría después y juraría que aquella noche tuvo un presentimiento de lo que iba a ocurrir. Pero el pueblo no le hizo caso, porque Merlie Ryan estaba siempre dándose importancia con cosas así. Miss Amelia y el primo Lymon estuvieron un rato hablando en la sala. Y cuando el jorobado pensó por fin que ya podría dormir, miss Amelia le arregló el mosquitero sobre la cama y esperó a que él terminara sus oraciones. Entonces se puso su largo camisón, se fumó dos pipas, pero tardó aún mucho tiempo en irse a dormir.
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