PRAGA
En una fría mañana de octubre de 1901, Franz Kafka, con 18 años, va caminando desde su casa cercana a la Plaza Wenceslao hasta el palacio Golz-Kinsky, ubicado en la Plaza de la Ciudad Vieja, pleno corazón de Praga. En dicho palacio funcionaba el Instituto de Enseñanza del que Franz era alumno desde hacía 8 años, y donde pensaba terminar sus estudios preuniversitarios. Luego de bordear la Torre de la Pólvora, única reliquia de un palacio real destruido, Franz toma la calle Ovocný Trh, antiguo mercado de frutas, para finalmente continuar por la hermosa calle de Celetná. Ya nos encontramos entonces en el laberinto de callejuelas medievales más hermoso del mundo, no sólo por las majestuosas líneas arquitectónicas románicas y góticas, sino también, por la calidez que allí todo lo envuelve, como si aquellas piedras fueran de madera, como si el urbanismo creara un escenario para que sólo vivieran en él las muñecas, como si la vieja ciudad nos recordara paso a paso un poema romántico, o ella misma nos contara un cuento fantástico de un país donde todos sus habitantes gozaban de la capacidad de enamorarse.
Para poder pensar y hacerse complejas preguntas mientras caminaba, poco importaba, que como siempre, y para desesperación de su madre, Franz dejara una vez más su abrigo en casa, creando la moda, tan en boga entre los jóvenes de hoy, de que más vale pasar un poco de frío, (¿o mucho frío?), que llevar alguna prenda pesada encima. Reflexionaba sobre la angustia, la esperanza, la melancolía, en los anhelos de eternidad, en la existencia humana, en el significado de la vida, en el absurdo del vivir, y sobre todo, en lo que quería decir la palabra libertad. Es decir, no llevaba abrigo pero si una capa muy larga de existencialismo que lo arropaba por un lado, pero por otro, lo hacía tiritar de dudas y enfermarse de pesimismo irónico que reflejará luego, de una forma magistral, en sus obras inmortales donde lo absurdo nunca estará reñido con la lucidez. Quizás caminando ese día pensó y escribió en el momento: “El camino verdadero pasa por una cuerda, que no está extendida en alto, sino sobre el suelo. Parece preparada más para hacer tropezar, que para que se siga su rumbo”.
Y así llegamos con Kafka a la Plaza de la Ciudad Vieja. Aunque él la viera todos los días, no dejaba de admirarla. Por unos segundos se apartaba de la metafísica y contemplaba el aspecto soberbio de la plaza, sin formas regulares, caótico en lo hermoso, nada de simetrías artificiales ni de edificios uniformes, tristes y aburridos Allí están para siempre las extraordinarias iglesias de Nuestra Señora de Týn, cuyos pináculos góticos representan toda la ciudad vieja; la Iglesia de Santiago, con su Pietà en madera de su altar Mayor; la Iglesia de San Nicolás con su imponente fachada; el Palacio Golz-Kinsky, donde viene a estudiar Franz, un asombroso palacio rococó con decorado de estuco, hoy galería de arte y que está al lado del Unicornio Dorado, salón literario que frecuentaría Kafka años después. Y un poco más allá, el fantástico edificio del Ayuntamiento de 1338 con su Torre panorámica, con su famoso reloj astronómico y sus títeres autómatas que salen a un simpático balconcito a anunciar las horas con que pasa la vida. Pese a la diversidad de edificios, de estilos, de funciones, de colores, todo tiene una unidad y he aquí el secreto del encanto. Y la unidad viene desde el siglo IX: todo fue al inicio un gran mercado medieval, (como la hermosa plaza de Brujas pero más grande) en un gran cruce de caminos (Praga está en un centro geográfico, casi a la misma distancia de la costas marítimas continentales norte y sur y a mitad de camino entre el este y el oeste europeos). Ese laberinto de calles muy cerca de donde el Río Moldava hace como una proa, ha sido siempre el ámbito vital de la ciudad. Pero tenemos que dejar de mirar la plaza porque Franz ya sale de clase y no queremos perderlo, no olvidemos nuestro papel de detectives literarios disfrazados de guías turísticos.
Hoy parece que no tiene ganas de volver a casa. La casa es una madre esclavizada por un marido más que autoritario, un adelantado de Hitler, que por supuesto, también fue brutal con sus hijos, sobre todo con Franz. Nunca paró de dar órdenes de lo que los demás tenían que hacer, de gritar insultando y según cuenta Kafka siempre terminaba con “y ahora ni una palabra más”, (como si hubieran habido palabras antes) Para Franz, la relación con su padre fue un horno crematorio que le fue quemando día a día en su niñez y en su juventud, “haciendo de Franz un ser atormentado y complejo, pero aun así, a su manera, gozó de la vida con una intensidad fuera de lo común” y llegando a ser unos de los escritores más importantes e influyentes del siglo veinte con solo 41 años vividos, los últimos ya muy enfermo. Ya sin metáforas, contar que las hermanas de Kafka murieron luego en un campo de concentración alemán, y 20 cuadernos y 35 cartas de Franz fueron confiscadas por la Gestapo, nueve años después de su muerte. Sobre la relación con su padre, Kafka escribe “Carta al padre”. De muestra sólo un botón: “Entre nosotros no hubo realmente ninguna lucha, yo de inmediato estuve liquidado, lo que quedó era huida, amargura, tristeza, lucha interna”. Fue tal el problema, que Kafka llegó a interesarse por las ilimitadas exigencias de la patria potestad en general, tema interesante. No llegó, pero estuvo cerca, al extremo de Dalí, que según cuenta la leyenda, le devolvió por carta a su padre, el semen gastado en su concepción.
Y como Franz no vuelve a casa, camina ahora hacia el río por la calle Karlova, para llegar al gran puente de Carlos IV, quizás el monumento más famoso de Praga, o el más hermoso porque es hombre y naturaleza. Lo encargó Carlos IV en el 1357 y hasta 1741 fue el único que cruzaba el Moldava. Mide 520 metros En el extremo por el que estamos entrando nos encontramos con una torre gótica de una belleza indescriptible. Luego vienen las estatuas de santos y de santas que nunca se zambullen, parejas de amantes que si se zambullen, los conjuntos musicales, (Mozart y Beethoven vivieron un tiempo en Praga y Smétana y Dvörak toda la vida), los vendedores, los artesanos, los turistas y la vida en general. Franz se recuesta al muro y mira el río, mira el fluir de los sentimientos y el amor que se refleja, y escribe rápidamente: “La otra noche te soñé, es la segunda vez. Un cartero me traía dos cartas certificadas tuyas y me entregaba una en cada mano con un movimiento magníficamente preciso de los brazos que saltaban como émbolos de una máquina de vapor. Eran cartas mágicas. Podía extraer cuantas hojas quisiera sin que los sobres jamás se vaciaran. Me encontraba a mitad de una escalera y estaba obligado, no te ofendas, a tirar sobre los escalones las hojas ya leídas si quería extraer más de los sobres. Toda la escalera de arriba abajo estaba cubierta de manojos de hojas, y el papel elástico, ligeramente sobrepuesto, enviaba un fuerte murmullo”. El nombre de ella fue Felice Baver, (amor que dio más vueltas que los bucles del Moldava, donde el casamiento se suspendió varias veces a último momento), pero se podría poner otro nombre femenino cualquiera sin equivocarse, porque recibiendo una carta así no hay quién se resista. A mi el cartero de Kafka me hace acordar al cartero de la novela de Antonio Skarmeta y luego llevada al cine, El cartero de Neruda. Pablo tomó su seudónimo -Neruda- del poeta checo Jan Neruda, que vivió toda su vida y toda su literatura, unos metros más allá del puente, en el fantástico barrio de Malá Strana y al que llegaremos enseguida. Es curioso como mi inconsciente, nada consciente, valiéndose de serviciales carteros, terminó enredando poesías y amores universales sobre un mismo puente.
Y Franz deja el puente y comienza a subir la empinada calle Nerudova, (Jan Neruda), en dirección al Castillo de Praga, barrio como ya dijimos de Malá Strana, ( traducida como “ciudad pequeña” y fundada en el siglo XIII). El castillo allá en el cielo, en la tierra la ciudad vieja y el río que no sabe si subir o bajar: incomparable, “ni una palabra más”.
Estamos pasando por las puertas de la famosa Iglesia de San Nicolás, y estamos rodeados de palacios barrocos Como Franz se ha detenido en La Casa de los Tres Violines, para descansar y tomar algo sin parar de escribir, (ya lo espiaremos), los invito a una cerveza en Santo Tomás, en los sótanos de una fábrica de cerveza de un monasterio medieval. Nos sirve una esbelta moza de trenzas rubias con un delantal blanco tradicional y una sonrisa roja también tradicional. Entre sorbo y sorbo les recomiendo el cuento de Jan Neruda, donde dos viejos de Malá Strana se llevan mal toda la vida por haber compartido en su juventud el mismo amor con desigual fortuna. Todos los cuentos de Jan están paridos en esa subida fantástica hacia el castillo, con personajes “con unas inconmensurables ganas de vivir”, “con todas las flaquezas humanas”, “con todas las pasiones”, es decir, cuentos universales, es decir, cuentos que también podrían encajar con los vecinos de la subida al Parador del Cerro.
Mirando el castillo, Kafka cavila con la posibilidad de hacer una novela que se llame El castillo, finalmente escrita en 1922, inacabada, es publicada dos años después de su muerte. El castillo de Kafka estará en un pueblo alemán y su protagonista es un agrimensor, Josef K (inicial del apellido del escritor) que no puede subir al mismo. El tema es la alineación, la burocracia y la frustración y el castillo simboliza el poder de las autoridades. Ya que estamos, mencionemos también la otra gran novela de Franz, El proceso, también inacabada y también Josef K, aquí como gerente bancario que es arrestado y llevado a juicio, y en donde en toda la novela, ni el lector ni Josef K, saben la razón de la detención, ni los jueces, invisibles, explican los cargos que llevan a la muerte de K. El proceso fue llevada al cine por Orson Welles en 1962, con Anthony Perkins, Jeanne Moreau y Romy Schneider, aunque tiene un final distinto a la novela. El gran relato de Kafka, La metamorfosis, publicado en 1915, donde Gregorio Samsa, un comerciante que un día amanece convertido en una criatura no identificada, “Alegato contra una sociedad burocrática y autoritaria hacia el individuo diferente, quedando aislado e incomprendido, pero también el aislamiento como esperanza desesperada”. ¿Es una autobiografía exagerada de Kafka? Harold Bloom, crítico y teórico literario de EEUU, escribió sobre Kafka en 1955: “Desde una perspectiva puramente literaria, ésta es la época de Kafka, más incluso que la de Freud. Freud siguiendo furtivamente a Shakespeare, nos ofreció el mapa de nuestra mente. Kafka nos insinuó que no esperáramos utilizarlo para salvarnos, ni siquiera de nosotros mismos”.
Nos entretuvimos tanto con las cervezas hablando de Kafka, que cuando salimos ya no estaba. Lo seguiremos buscando en próxima crónica por el castillo, siempre que no se transforme antes.
Y ya para terminar. En los años de la dictadura, muchos uruguayos con sus familias, tuvieron que exiliarse en Praga. El exilio nunca puede compararse con la cárcel, pero aquello fue durísimo para ellos. Ver caer nieve las primeras veces es encantador, luego puede hacernos extrañar aun más. Y el idioma, muro infranqueable sobre todo para los mayores, porque en el idioma checo no se puede decir “che loco vení a comer un asadito”. Y las cartas y la censura, y los kilómetros cada vez más largos… y “¿cuándo sentiremos otra vez el aire del puerto cuando anuncian temporal?”. Las maravillas de Praga, la calidez y el cariño de muchos checos y de otras nacionalidades, y el cumplimiento responsable de las tareas de ayuda a la resistencia interior, mitigaron en algo el dolor. Muchos de aquellos uruguayos en Praga, tomando un mate y escuchando a Zitarrosa, escribiendo-lagrimeando una carta, de haberlo sabido, quizás hubieran firmado con el seudónimo que utilizaba Franz Kafka en sus momentos de mayor desánimo: “Yerba mala”. Todos aquellos uruguayos volvieron, todos menos uno. Ese uno, que ya escribía en Praga, catorce años antes de que cayeran todas las piedras del Muro, alertando valientemente que en el socialismo internacional se estaban cometiendo errores, ya no pudo volver a ver más a sus seres queridos que se habían quedado como su hija Marisa, volver a ver su República de Tacuarembó, volver a ver sus liceos donde enseñaba y militaba, volver a sus paseos en bicicleta y gorra por Malvín, volver a sus lecturas en las rocas de un atardecer en la Playa Honda, volver al seno de su pueblo por el que dejó su vida, desde muy joven, por un Uruguay y un mundo mejor. Por todo ello, ésta crónica va por ti, “viejo, mi querido viejo”.
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