(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
PRIMERA ENTREGA
A MODO DE INTRODUCCIÓN (1)
KIERKEGAARD Y DOSTOIEVSKI
(Conferencia dada en la Sociedad rusa de Religión y de Filosofía de París)
I (1)
No esperéis de mí, ciertamente, que, en el curso de la hora que dispongo, agote más o menos los problemas extremadamente complejos y difíciles que suscitan la obra de Kierkegaard y la de Dostoievski. Me limitaré al examen de una sola cuestión: ¿cómo concebían Kierkegaard y Dostoievski el pecado original? Dicho de otro modo -pues se trata del mismo asunto-: hablaré de la verdad especulativa y de la verdad revelada. Mas he de preveniros que en tan breve tiempo no me será, sin duda, posible dilucidar en la medida deseable lo que ambos pensaban, lo que ambos nos han dicho acerca de la caída del hombre. A lo sumo, alcanzo a indicar -y aun esquemáticamente- la razón por la cual el pecado original ha atraído con tal fuerza la atención de dos de los más notables pensadores del siglo XIX. A este respecto conviene advertir que el problema de la caída constituye el eje de la problemática filosófica de Nietzsche, quien, según la opinión comúnmente admitida, se hallaba muy lejos de la Biblia. Su tema fundamental, esencial, es Sócrates, en quien veía a un decadente; en otros términos, al hombre caído por excelencia. Y Nietzsche veía precisamente su caída en aquello que la historia, y en particular la filosofía de la historia, consideraban siempre, y siempre nos enseñaban a considerar, como el más importante mérito de Sócrates: su confianza ilimitada en la razón y en el saber por la razón obtenido. Cuando se leen las consideraciones de Nietzsche en torno a Sócrates, se evoca de continuo, sin quererlo siquiera, la narración bíblica: el fruto prohibido y las palabras dichas por el tentador -eritis scientes. Kierkegaard nos habla de Sócrates con más frecuencia, con más insistencia que Nietzsche, y esto resulta tanto más digno de atención cuanto que Sócrates es para Kierkegaard el acontecimiento más notable que se produjo en la historia de la humanidad antes de que apareciese en el horizonte de Europa ese libro misterioso llamado “el libro”, es decir, la Biblia.
Desde los tiempos más remotos el pecado original ha conturbado siempre al pensamiento humano. Los hombres barruntaban que las cosas no andaban muy bien en este mundo, que inclusive andaban muy mal: “en el reino de Dinamarca hay algo podrido”, para hablar como Shakespeare. Y realizaban esfuerzos enormes con el fin de comprender a qué se debía esto. Ahora bien, es menester anunciarlo desde este mismo instante: la filosofía griega, lo mismo que la filosofía de los demás pueblos, incluyendo la del Extremo Oriente, daban a la cuestión así planteada una respuesta directamente opuesta a la que leemos en el Génesis. En un fragmento que ha llegado hasta nosotros, Anaximandro, uno de los primeros grandes filósofos de Grecia, habla del siguiente modo: “Del mismo lugar de donde viene el nacimiento de los seres particulares procede su pérdida. El castigo los alcanza en el tiempo que ha sido prefijado, y cada uno recibe la retribución que corresponde a su impiedad”. Esta idea de Anaximandro atraviesa toda la historia de la filosofía griega. La aparición de las cosas particulares, y sobre todo de los seres vivientes, es considerada como una audacia impía para la cual son muerte y destrucción la retribución justa. La idea del “nacimiento” y de la “destrucción” constituye el punto de partida de la filosofía griega (y esta misma idea, repito, se imponía inevitablemente a los fundadores de las religiones y de las filosofías del Extremo Oriente). En todas las épocas y en todos los pueblos el pensamiento natural del hombre se detenía, impotente, como hechizado, ante la fatal necesidad que había introducido en el mundo la terrible ley de la muerte, ineluctablemente vinculada con el nacimiento del hombre, la ley de la destrucción que acecha a todo lo que ha aparecido y aparecerá. En el ser mismo del hombre descubría el pensamiento algo que no debía existir, un vicio, una enfermedad, un pecado, y, de acuerdo con esto, la sabiduría exigía que este pecado fuera arrancado de raíz. Dicho de otro modo: exigía la renuncia al ser individual que, después de poseer un comienzo, se halla irrevocablemente condenado a tener un fin. La catarsis griega, la purificación, dimana de la convicción de que los datos inmediatos de la conciencia, que testimonian la destrucción de todo lo que nace, nos descubren la verdad anterior al mundo, eterna, inmutable, para siempre insuperable. El ser verdadero, el ser real, no debe ser buscado entre nosotros y para nosotros; debe ser buscado allí donde se detiene el poder de la ley del nacimiento y de la muerte, allí donde hay ya nacimiento y, por lo tanto, no hay ya tampoco muerte. He aquí el origen de la filosofía especulativa. La ley de la ineluctable destrucción de cuanto ha sido creado, ley descubierta por la visión intelectual, surge ante nosotros como algo perteneciente al ser mismo. La filosofía griega estaba tan inconmoviblemente convencida de ella como la sabiduría griega. Y nosotros mismos, a miles de años de distancia de los griegos y de los hindúes, nos sentimos tan poco capaces de desembarazarnos del poder de esa verdad evidente como los primeros que la descubrieron y nos la mostraron.
Sólo el libro de los libros nos ofrece en lo que a esto toca una excepción enigmática.
Lo que allí se dice se opone directamente a lo que han descubierto los hombres por medio de su visión intelectual.
Todo fue creado por el Creador, leemos en los comienzos del Génesis; todo tiene un principio. Pero esto no implica en modo alguno un defecto, un vicio, un pecado en el ser. Por el contrario, es precisamente ese hecho el que condiciona todo lo bueno que puede haber en el universo. Dicho de otra suerte: el acto creador de Dios es la fuente, y, además, la fuente única, de todo bien. Al final de cada uno de los días de la creación, y tras haber contemplado su obra, Dios dijo: valde bonum. Y el último día, después de haber considerado todo lo que había hecho, Dios vio que todo era bueno. Y el mundo, y los hombres (que Dios había bendecido) creados por Dios, eran, en virtud precisamente de haberlos Él creado, perfectos, no tenían ningún defecto. El mal no existía en el universo creado por Dios; tampoco existía el pecado del que procede el mal. El pecado y el mal han surgido después. ¿De dónde? También a esta cuestión da la Escritura una respuesta precisa. Entre los árboles que Dios había plantado en el Edén, había el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Y Él dijo al primer hombre: “Puedes comer de los frutos de todos los árboles, pero no toques los frutos del árbol de la ciencia, pues el día en que los gustes morirás”. Pero el tentador (en la Biblia es llamado la serpiente, el más astuto de los animales creados por Dios) dijo a Eva: “No, no moriréis, sino que vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”. El hombre se dejó tentar, gustó del fruto prohibido, sus ojos se abrieron y llegó a ser sabio. ¿Qué se le apareció? ¿Qué aprendió? Apareció ante él lo que había aparecido ante los filósofos griegos y los sabios hindúes: que el valde bonum divino es injustificado, que no todo es bueno en el mundo creado. Es imposible que en este mundo creado, y justamente por ser creado, no haya mal, mucho mal, un mal insoportable, como lo atestigua con indiscutible evidencia todo cuanto nos rodea -como lo demuestran los datos inmediatos de la conciencia. El que mira el mundo “con los ojos abiertos”, el que “sabe”, no puede juzgar de otra manera. Desde el momento en que los hombres han llegado a ser scientes, es decir, con el saber, el pecado, el pecado y el mal han irrumpido en el mundo. Así dice la Biblia.
Para nosotros, hombres del siglo XX, el problema se plantea tal como se planteaba a los antiguos: ¿de dónde viene el pecado?; ¿de dónde proceden los tormentos y los horrores de la existencia vinculados al pecado? ¿Existe un vicio en el ser mismo, en tanto que creado -aunque lo haya sido por Dios-, en tanto que poseedor de un comienzo, debe estar inevitablemente contaminado de imperfección en virtud de una ley eterna no sometida a nadie ni a nada, imperfección que, además, lo condena de antemano a la destrucción? ¿O bien consisten el pecado, el mal, en el “saber”, en los “ojos abiertos”, y proceden, por lo tanto, del fruto prohibido?
Uno de los filósofos más notables del siglo pasado, un filosofo que (y aquí justamente residen su importancia y su justificación) había absorbido dentro de sí todo el pensamiento europeo desde sus comienzos, desde hace veinticinco siglos, Hegel, afirma sin el menor titubeo: la serpiente no ha engañado al hombre, los frutos del árbol de la ciencia se han convertido en el principio de la filosofía para todos los tiempos. Y hay que confesarlo: desde el punto de vista histórico, Hegel tiene razón. Los frutos del árbol de la ciencia se han convertido, en efecto, en el principio de la filosofía, en el principio del pensamiento de todas las épocas. Los filósofos, y no sólo los filósofos paganos, completamente ajenos a la Escritura, sino también los judíos y los cristianos que consideraban la Biblia como un libro inspirado, todos los filósofos, en suma, eran scientes y no querían renunciar a los frutos del árbol prohibido. Para Clemente de Alejandría (siglo III después de J.C.), la filosofía griega es el “segundo Antiguo Testamento”, y declara que si se pudiese separar el saber de la salvación eterna y se le diera a elegir entre ambos, escogería el saber y no la salvación eterna. La filosofía medieval ha elegido el mismo camino, y los propios místicos no constituyeron ninguna excepción al respecto. El desconocido autor de la célebre Theologia deutsch afirma que, aunque Adán hubiese comido veinte manzanas, ningún mal le habría sobrevenido: el pecado no procede de los frutos del árbol de la ciencia; nada malo puede proceder del saber. ¿A qué se debe esta seguridad del autor de la Theologia deutsch? ¿En qué se basa esta su convicción de que el mal no puede proceder del saber? Dicho autor no se plantea esta cuestión. Ni siquiera se le ocurre que se puede buscar y hallar la verdad en la Escritura. Según él, sólo debe buscarse la verdad en la propia razón, no siendo verdadero sino aquello que la razón admite como verdadero. La serpiente no ha engañado al hombre.
Tanto Kierkegaard como Dostoievski han nacido en el curso del primer cuarto del siglo XIX (pero Kierkegaard, muerto a los 44 años, mayor que Dostoievski en diez años, había terminado su carrera literaria cuando Dostoievski apenas comenzaba a escribir). Vivían en la época en que Hegel reinaba sobre los espíritus de Europa, y evidentemente no podían escapar al poder de la filosofía hegeliana. Cabe, en verdad, creer que Dostoievski no ha leído jamás una sola línea de Hegel (al revés que Kierkegaard, que lo conocía admirablemente). Pero en la época en que pertenecía al círculo de se había asimilado, ciertamente, las ideas fundamentales de la filosofía hegeliana. Dostoievski poseía un extraordinario olfato para las ideas filosóficas, y lo que los amigos de Belinsky que habían estado en Alemania le contaron acerca de Hegel le fue suficiente para darse claramente cuenta de los problemas que había planteado y resucitó la filosofía hegeliana. Por lo demás, el propio Belinsky -“un estudiante que no había terminado sus estudios” y que estaba lejos de alcanzar la clarividencia filosófica de Dostoievski- sintió, y no sólo sintió, sino que encontró las palabras necesarias todo lo que le resultaba inaceptable en la doctrina de Hegel y lo que inmediatamente después halló inaceptable Dostoievski.
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