METAFÍSICA DE LA CULTURA
(fragmentos de Dialéctica de lo concreto)
SEXTA ENTREGA
Historicidad e historicismo (2)
Sólo ahora hemos llegado al punto desde el que podemos volver al problema inicial: cómo y por qué la obra sobrevive a las condiciones en que surgió. Si la verdad de la obra está en una situación dada, sólo sobrevivirá porque y en cuanto es un testimonio de dicha situación. La obra constituye un testimonio de un tiempo en un doble sentido. Basta una simple ojeada a la obra para saber en qué época debemos situarla y cuál es la sociedad que imprimió en ella sus propias huellas. En segundo término miramos la obra con la intención de descubrir qué testimonio ofrece de la época y la situación. La obra es considerada así como documento. Para poder examinarla como testimonio de su época, como espejo de la situación de su tiempo, debemos reconocer, ante todo, dicha situación. Sólo basándose en la comparación de la situación con la obra podemos decir si la obra es un espejo fiel o falso de la época, si ofrece un testimonio real o falso de esta. Pero esta función de testimonio o documento la cumple toda creación cultural. Una creación cultural en la que la humanidad vea exclusivamente un testimonio no es propiamente una obra. La particularidad de esta consiste precisamente en que no es -ante todo o únicamente- un testimonio de su tiempo; su particularidad estriba en que independientemente de la época y de las condiciones en que surgió -y de las cuales también da testimonio-, la obra es, o llega a ser, un elemento constitutivo de la existencia de la humanidad, de una clase social, del pueblo.
Su carácter no radica en el hecho de ser reducida a una situación determinada, y, por tanto, no estriba en su “mala singularidad” e irrepetibilidad, sino en su auténtica historicidad, es decir, en su capacidad de concreción y supervivencia.
La obra demuestra su propia vitalidad sobreviviendo a la situación y las condiciones en que ha surgido. La obra vive en cuanto tiene una eficacia. En la eficacia de la obra queda incluido el acontecimiento que se producen tanto en quienes gozan de ella como en la obra misma.
Lo que sucede con la obra expresa lo que la obra es. La acción de la obra no se manifiesta en el hecho de estar impregnada de los elementos que intervienen en ella, sino por el contrario en ser la expresión de la íntima potencia de la obra que se realiza en el tiempo. En esta concreción la obra asume significados de los que no siempre podemos decir, con absoluta certeza, que el autor los había concebido precisamente como se dan. Durante la elaboración de la obra, el autor no puede prever todas las variantes de significados e interpretaciones a que la obra se verá sometida en el curso de su acción. En este sentido, la obra es independiente de las intenciones del autor. Pero, de otra parte, la autonomía y la desviación de la obra respecto de las intenciones del autor, es aparente; la obra es una obra, y como tal vive precisamente porque exige una interpretación y crea muchos significados. ¿En qué se basa la posibilidad de concreción de la obra, es decir, la posibilidad de que la obra asuma a lo largo de su “vida” diversas apariencias concretamente históricas? Es evidente que en la obra debe haber algo que haga posible dicha virtualidad. Existe una determinada gama en cuyo ámbito las concreciones de la obra son concebidas como concreciones de la obra misma: más allá de ese ámbito tenemos la tergiversación, incomprensión o interpretación subjetiva de la obra. ¿Dónde está la línea divisoria de la auténtica y la inauténtica concreción de la obra? ¿Dentro o fuera de ella? ¿Por qué la obra, que vive sólo en sus concreciones y por medio de ellas, sobrevive, sin embargo, a todas las concreciones singulares y se libera de cada una de estas, demostrando así su independencia de ellas? La vida de la obra alude a algo que se encuentra fuera de la obra y la sobrepasa.
No se puede comprender la vida de la obra únicamente por la obra misma. Si la eficacia de la obra fuese una cualidad de la obra análoga a la irradiación como propiedad del radio, ello significaría que la obra viviría, es decir, ejercería una influencia incluso cuando ningún sujeto humano la “observase”. La eficacia de la obra artística no consiste en una propiedad física de los objetos, libros, imágenes o estatuas como objetos naturales o elaborados, sino que es un modo específico de existencia de la obra como realidad humano-social. La obra no vive por la inercia de su carácter institucional, o por la tradición -como cree el sociologismo-, (1) sino por la totalización, es decir, por su continua reanimación. La vida de la obra no emana de la existencia autónoma de la obra misma, sino de la recíproca interacción de la obra y la humanidad. La vida de la obra se basa en:
1) la saturación de la realidad y verdad que es propia de la obra:
2) la “vida” de la humanidad como sujeto productor y sensible. Todo lo que pertenece a la realidad humano-social debe demostrar en una u otra forma, esa estructura subjetivo-objetiva.
La vida de la obra de arte puede ser entendida como modo de existencia de una estructura significativa parcial que, en cierto modo, se integra en la estructura significativa total, es decir, en la realidad humano-social.
A la obra que sobrevive a su tiempo y a las condiciones en que ha surgido se le atribuye un valor supratemporal. ¿Es, pues, la temporalidad algo que sucumbe al tiempo y se vuelve su presa? Y la supratemporalidad, ¿es por el contrario algo que supera al tiempo y lo somete? La supratemporalidad de la obra, significaría literalmente su existencia por encima del tiempo. Pero el concepto de la supratemporalidad de la obra no concuerda racionalmente con dos problemas fundamentales: 1 ¿Cómo es posible que la obra, que es “supratemporal” por su carácter, nazca en el tiempo? 2 ¿Cómo es posible pasar del carácter supratemporal de la obra a su existencia temporal, es decir, a su concreción? Ahora bien, para cualquier concepción antiplatónica, la concepción fundamental se plantea así: ¿cómo puede la obra -nacida en el tiempo- asumir un carácter supratemporal?
¿Qué significa que la obra desafía al tiempo y a los tiempos? ¿Resiste así a la decadencia y a la destrucción? ¿O por el hecho de desafiar al tiempo y ponerlo fuera de sí, como algo exterior a ella, deja de existir? ¿Es la eternidad la exclusión del tiempo, y la supratemporalidad la detención del tiempo? A la cuestión: ¿qué hace el tiempo con la obra? podemos contestar con esta otra: ¿qué hace la obra con el tiempo? Llegamos así a la conclusión -a primera vista paradójica- de que la supratemporalidad de la obra consiste en su temporalidad? Existir significa ser en el tiempo. Ser en el tiempo no es un movimiento en un continuo exterior, sino capacidad de temporalización. La supratemporalidad de la obra consiste en su temporalidad como actividad: no significa una duración fuera o por encima del tiempo. La grandeza de una obra no puede medirse por la acogida que tuvo en el momento de nacer. Hay grandes obras que no fueron apreciadas por sus contemporáneos, y hay otras que fueron apreciadas por sus contemporáneos; hay obras que fueron acogidas inmediatamente como obras históricas y hay obras que “durmieron” decenas de años hasta que llegó “su momento”. Lo que sucede a la obra constituye la obra de lo que ella es. De su naturaleza depende el ritmo de su temporalización: que tenga algo que decir a cada época y a cada generación, o que quizá sólo hable a determinadas épocas, o que deba primero “atrofiarse” para despertar, más tarde, a la vida. Este ritmo de continua reanimación o expandirse en tiempo es constitutivo de la obra.
Por una sorprendente coincidencia de circunstancias, los partidarios del relativismo histórico y sus opositores en nombre del derecho natural se acercan en un punto central: ambas tendencias liquidan la historia. Tanto la tesis fundamental del historicismo según la cual el hombre no puede ir contra la historia, como la afirmación polémica del racionalismo, de acuerdo con la cual el hombre debe trascender la historia y alcanzar algo metahistórico que pueda garantizar la verdad del conocimiento y de la moral, derivan de un supuesto común: el de la historia como variabilidad, como individualidad e irrepetibilidad única. En el historicismo la historia se diluye en la fugacidad y en la transitoriedad de las situaciones, que no se hallan vinculadas por su propia continuidad histórica, sino que se ponen en conexión mediante una tipología suprahistórica que es un principio explicativo del espíritu humano, una idea regulativa que pone orden en el caos de lo singular. La fórmula de que el hombre no puede salir de la historia, de la que se deduce la imposibilidad de alcanzar la verdad objetiva, es ambigua por su contenido, la historia no es sólo relatividad de las condiciones, transitoriedad, fugacidad e irrepetibilidad, que excluye lo absoluto y lo metahistórico, como cree el historicismo. Igualmente unilateral es la opinión de que la historia como acción es algo inesencial, puesto que en todo cambio -y por tanto tras la historia- permanece algo absoluto, metahistórico, que no puede ser afectado por la marcha de la historia. La historia es variación exterior que se desarrolla sobre una sustancia inmutable. Este absoluto que se da antes y por encima de la historia, es también anterior al hombre, ya que existe independientemente de la praxis y del ser del hombre. Si lo absoluto, lo universal y lo eterno son inmutables y subsisten independientemente de las variaciones, la historia es sólo una historia aparente.
Para la dialéctica -a diferencia del relativismo, del historicismo y de la antihistoricidad de la concepción anclada en el derecho natural- lo absoluto y lo universal no existen ni antes de la historia e independientemente de ella, ni al final de la historia como su culminación absoluta, sino que se crea en la historia. Lo absoluto y lo universal con algo que se realiza y crea en la historia como lo universal y lo absoluto. A diferencia del historicismo también, que elimina de la historia lo absoluto y lo universal, la dialéctica considera lo histórico como unidad de lo absoluto en lo relativo y de lo relativo en lo absoluto, como un proceso en el cual lo humano, lo universal y lo absoluto se presentan ya en forma de un supuesto general, ya sea también como un resultado histórico particular.
La historia sólo es tal porque incluye, junto a la historización del condicionamiento, la historicidad de lo real; porque contiene tanto la historicidad condicionada que desaparece, se hunde en el pasado y no retorna como la historicidad en funciones, la creación de lo que no pasa, es decir, de lo que se crea y se produce. Sin dejar de ser una existencia histórica, y sin abandonar la esfera de la historia, el hombre (en el sentido de la virtualidad real) se encuentra por encima de cada acción o circunstancia histórica y, por tanto, puede establecer un criterio para su valoración.
Lo genéricamente humano, lo “no histórico”, común a todas las fases de la historia, no existe independientemente bajo el aspecto de una sustancia histórica inmutable y eterna, sino que es tanto una condición general de toda fase histórica como al mismo tiempo un producto particular. Lo generalmente humano se reproduce en cada época como resultado y como particularidad. (2) El historicismo como relativismo histórico es, por un lado, producto de una realidad que se escinde en facticidad pasajera y vacía de valores y en existencia trascendente de valores fuera de la realidad, mientras por otro, fija ideológicamente esa escisión. La realidad se escinde en el mundo relativizado de la facticidad histórica, y el mundo absoluto de los valores suprahistóricos.
¿Pero qué es ese valor suprahistórico, que no forma parte de la situación, o que sobrevive a ella? La fe en valores trascendentes de carácter suprahistórico es indicio de que los valores concretos han desaparecido del mundo real y de que éste se ha vaciado y desvalorizado. El mundo carece de valores y los valores se asientan en el reino abstracto de la trascendencia y del deber ser.
Notas
1) Hauser, The Philosophy of Art History, Nueva York, 1959, págs. 185-186.
2) Puesto que el pensamiento teórico rebasa el marco de la situación en que ha surgido, y sus nociones objetivas perduran, es lógico que los descubrimientos del siglo XVII sobre la naturaleza humana sean válidos también en nuestro siglo. Por esta razón, toda teoría de la historia y de la realidad social retorna al histórico descubrimiento de Vico acerca del carácter histórico de la naturaleza humana: “La nature humaine este une nature totalmente historicisée qui est ce qu’elle devient, qui n’est plus une nature permanente que l’on pourrait connâitre au delà de ses expressions historiques: elle ne fait plus qu’un avec ses expressions qui sont les moments de sa présence et de sont avenir». A. Pons, «Nature et histoire chez Vico», Les études philosophiques, Paris, 1961, núm. 1, pág. 46. La gran estimación en que Marx tenía a Vico es generalmente conocida.
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