HUGO GIOVANETTI VIOLA
DUODÉCIMA ENTREGA
LAS CRUCES (7)
Fue rarísimo. Porque el Coco y el Felpa y el Piava y el Pelé se volvían de calar los trasmallos con una chaira bárbara, parece. Estaba oscureciendo. Coco dice que el mar se había picado y que él miró para atrás y vio al Piava parado arriba de la otra chalana con la cara torcida contra el Taquarí. “Dice que oyó sonar una guitarra allá adentro del barco” les gritó de repente el Pelé con los ojos salidos para afuera del susto. Después lo vieron zambullirse al Piava y nadar hasta el barco vacío ya hacía meses. Y esperaron un rato. Coco cuenta que el Felpa empezó a sacudirse de la risa y en ese momento un relámpago rojo los encandiló. Después vieron que el Piava se tiraba otra vez al agua y empezaba a nadar levantando una guitarra con el brazo izquierdo. La había encontrado adentro de un ropero, dijo. Esa noche salieron cinco o seis para Castillos y parece que el Felpa alborotó el Macondo con el cuento del Piava y se gastó el millón del bacalao invitando a tomar a todas las mujeres. De repente el Pelé lo vio prendiendo un cigarrillo con un billete de cien mil y trató de apagárselo. “Eso es basura” gritó el Felpa: “Es mugre”. Y no quiso tocar a ninguna mujer y las hizo bailar a todas con sus hombres y cuando amaneció se paró en una mesa y les echó un discurso sobre el corazón. “Caracoles de mar” dicen que les gritó llorando antes de desmayarse: “Eso tenían latiendo y nadie se los dijo”.
Cruz terminó el matambre y chuequeó hacia los ranchos recostados contra los tamarices y encontró al Felpa frente a un esqueleto flamante de chalana. Lo miró serruchar con el pucho colgando (y saltar por el barro descalzo, de saco azul y rompevientos blanco) y algo le hizo saber que esta vez se salvaba. Se acercó a saludarlo y miró su mirada con un denso candor. Eso emocionó al yerno, que prestidigitó con gestos afiebrados el futuro triunfal de la chalana. Más allá, en la frescura del atardecer los dos nietos más grandes de Cruz corrían radiantemente, aprendiendo a driblear con el pelé. Cruz los vio balancearse y rodar y gritar y los dejó tranquilos. Después se metió al rancho. Encontró a su hija Chela apilando paquetes -yerba, azúcar, tabaco, té y café- mientras una sartén burbujeaba espejando el sol anaranjado. Chela estaba vestida totalmente de negro -pantalón y saquito y botas de lobero- y se parecía tanto a su mujer, que el viejo se erizó. La única diferencia era el pucho constantemente clavado en la boca, empañando unos lentes de aumento insondable. Chela le sirvió vino y empezó a cocinar y a la vez terminó de apilar los paquetes (que compraba en castillos para la reventa) mientras le iba contando el problema del Felpa. “Mirá: él ya sabe que si no me trabaja se acabó la paciencia. Y ahí lo viste prendido a la chalana” dijo bombeando un farol a mantilla: “Yo le dije que si era un pescador de veras no podía depender de la chalana de otro. Yo mantengo la casa, le dije, y voy al camarón y al mejillón y playeo y vendo naco. Pero tenés que entrar al mar o salir de esta casa”. De golpe apareció el Piava. Entró con la guitarra y la puso en la cama y se la mostró a Cruz. El farol a mantilla reverdecía el azul de los ojos del viejo. “El doctor Pettorossi sabe tocar bastante” dijo al rato riéndose: “Él te podría enseñar alguna milonguita”. “Yo ya sé” dijo el Piava, y le arrancó un berrinche de gato rabioso. “Basta” le gritó Chela: “Tú te creés que se toca igual que a una mujer”. El Piava se rio en silencio y volvió a colocar su mujer en la cama. Después comieron el pescado frito y siguieron tomando vino tinto. Cuando el Piava volvió a su rancho se acostaron. Cruz miraba la punta del pucho del Felpa y sus ojos ardiendo como charcos de fiebre. Entonces eructó toda la pena muerta de la tarde anterior. “Felpa” dijo despacio: “Cuesta mucho ser gente. Pero vale la pena”.
Cuando se despertó Cruz tomó algunos mates y subió por el filo del amanecer hasta el lomo del cabo. Se escurrió entre las rocas agrutadas con las huellas impresas de los dedos de Dios en sus racimos ocres y se sentó a ver la rompiente. Un fino jugueteaba sobre los lomos de las olas color de león que reventaban tejiendo un encaje espumoso y constante -hasta que otra puntilla tronadora desmelenaba un arcoiris fugaz y el lobito rielaba y desaparecía. Cruz estuvo dos horas viendo cambiar la luz y dejándose hundir en su otra lucidez. Se dio cuenta que pronto podría vivir de nuevo en el Polonio, porque su esposa Chela era un cielo sin duelo en las dunas doradas de la lejanía. Después fue a saludar a la gente del faro y empezó a caminar a contraviento por la playa Noreste. Se entreparó un momento y miró para atrás: el Taquarí brillaba como un dije atrapado entre escombros de plata. Un relumbrar de plomo bamboleante envolvía la Encantada , el Islote y la Rasa. Cruz volvió a caminar hacia Punta del Diablo viendo el rojo rocaje acastillado de la isla de Marcos y el titilar sombrío del Don Guillermo. Eso lo hizo acordarse del Bonito. Después vio un lobo sin cabeza pudriéndose en la orilla y un bagre-sapo y un tiburón gris y otro (angelito) recién expulsado. El viejo se agachó para estudiar la paz del angelito. Entonces arrancó de vuelta hacia las casas con la campera inflada, empujado y no triste y siguiendo el planear de gaviotas aisladas o mirando los teros remolinear sobre los ríos de talco que soplaban las dunas. Las dos chalanas nuevas (pulcramente pintadas de naranja) de su hijo el Coco apenas lo frenaron. Después entró al boliche y no quiso quedarse y buscó en los galpones al doctor Pettorossi hasta que lo encontró. Me preguntó si no podía acompañarlo hasta el rancho del Bonito después de almorzar. Yo le dije que sí, pero que no me parecía seguro que el Bonito siguiera bajando todos los días a la casilla. Isaías se hizo el sordo y salimos del cabo a las dos de la tarde. Por el camino yo fui juntando caracoles y después encontré una vértebra de gliptodonte y empezamos a hablar del cuaternario y seguimos de largo con los indios del sur. Yo ya sabía que a Cruz le gustaba leer (el Papalote, Guillermo Tomillo y él deben ser los únicos loberos que han desempolvado en forma la biblioteca de la isla) pero esta vez confieso que me dejó asombrado. Porque conocía exactamente la historia de Solís y hasta los instrumentos musicales que usaban los indios, y me hizo gracia cuando dijo que los charrúas “veraneaban” en la rinconada del Valizas. “Mire doctor” me dijo: “Ahora ustedes escarban y todavía aparece un pulidor o una lasca de flecha. Pero cuando mi padre me trajo a Valizas alcanzaba nomás que un viento fuerte para desenterrar todo. Pantaleón, el farero del Polonio, me daba un centésimo por punta de flecha y cinco por boleadora. Al Bonito y a mí”. “¿Así que el Bonito vendría a ser primo suyo por parte de padre, Isaías?”. “Sí, Magnolia, la madre del Bonito, era hermana de mi padre. Mi madre era catalana y perdió la razón viviendo en Maldonado, cuando murió mi hermano Pedro. Yo tenía nueve años. Después murió mamá y volvimos a Valizas”. Nos callamos un rato. Ya estábamos a medio camino cuando nos dimos cuenta que atrás nuestro venían el Piava y el Pelé. Nos pasaron como postes y nos dijeron que si estaba el Bonito nos iban a avisar pasando entre el rancho y las dunas, y si no entre el rancho y el barco. Como a la media hora los vimos hormiguear por las dunas y Cruz se alegró. “¿Sabe una cosa, doctor?” dijo mientras llegábamos: “Quiero ver al Bonito porque me gustaría saber si mi padre no habrá sido farero allá en la Isla de Lobos. Yo escuchaba decir que había sido farero pero nunca alcancé a saber en dónde. Lo que sé es que enseguida de casarse perdieron el primer hijo y mi padre jamás volvió a subir a un faro. Es lo único que sé. Pero Magnolia debió saber más” dijo Cruz empinándose la boina.
El Bonito había sido el cuidador a sueldo de una barcaza de desembarco americana que encalló en Normandía cuando la guerra y acabó transportando madera bahiana hasta que un temporal la colgó de la Punta de las Calaveras y al zafar descansó definitivamente en la playa Noreste del Cabo Polonio, para que Bonifacio Caltieri volviera a nacer. Bonifacio Caltieri vivía con su familia más allá de las dunas, pero el “Bonito” vivía con su perro y su resto de barco -el Don Guillermo- en una cabaña de madera lijada por los temporales. El doctor recordó que lo había conocido recorriendo la playa cuando todavía manejaba una escopeta y salía a encañonar el asombro de los caminantes, aunque del Don Guillermo ya no quedara más que un retorcido herrumbre transparente. Se alegraron de verse con el primo Isaías. El Bonito los hizo pasar a la cabaña prolijamente puesta donde hacía cuatro lustros se ganaba su sueldo (que empezó por ser plata de la compañía de seguros marítimos -los primeros cinco años- y acabó por ser paz) desde media mañana hasta el crepúsculo. El doctor preguntó cómo le había marchado la gastritis y el Bonito afirmó que no tomaba más pero que andaba bastante jodido de la carraspera. Se dejó revisar y auscultar y hasta ofreció dejar completamente el naco cuando el doctor le aconsejó fumar nada más que durante los ensueños. Entonces Pettorossi sacó el tema de las balleneras a vela que iban hasta las islas de La Coronilla a comienzos del siglo y eso hizo que los primos chispearan en remoto contacto. Cuando Isaías se animó a preguntar por el oficio de su padre, el Bonito aclaró sin la menor vacilación que su madre contaba que “tío Leocadio fue a pasarse la luna de miel en un nido de Lobos”. Cruz parecía cansado cuando se despidieron y empezaron a andar tratando de ganarle a la tormenta azul que venía del Sureste. “¿Sabe doctor?” le dijo al llegar al Polonio: “Me parece que tengo un hermano enterrado en Lobos hace un siglo. Y recién esta tarde empecé a darme cuenta”.
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