miércoles

MIRCEA ELIADE


EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN


NOVENA ENTREGA

2. La regeneración del tiempo (3)

Regeneración continua del tiempo

No hay razón para dejarse desconcertar por la heterogeneidad de los materiales que hemos examinado en las páginas anteriores. Nuestra intención no es extraer de una rápida exposición una conclusión histórica-etnográfica cualquiera. Hemos apuntado únicamente a un análisis fenomenológico sumario de los ritos periódicos de purificación (expulsión de los demonios, enfermedades y pecados) y de los ceremoniales de fin y principio de año. Somos los primeros en reconocer que en el interior de cada grupo de creencias análogas existen matices, diferencias, que el origen y difusión de esos ceremoniales plantean una cantidad de problemas insuficientemente estudiados todavía. Por eso precisamente hemos evitado toda interpretación sociológica o etnográfica, y nos hemos conformado con una simple exégesis del sentido general que se desprende de todos estos ceremoniales. En definitiva, nuestra ambición es comprender su sentido, esforzarnos por ver lo que nos muestran, aun cuando reservemos para investigaciones futuras el examen particular -genérico o histórico- de cada conjunto mítico-ritual.

Cae de su peso que existen, y estaríamos tentados de escribir que deben existir, diferencias bastante considerables entre los diversos grupos de ceremonias periódicas, aunque sólo fuera por la sencilla razón de que se trata de pueblos o de capas “históricas” y “ahistóricas”, de lo que generalmente se llaman civilizados y “primitivos”. Además es interesante observar que los escenarios del Año Nuevo en los cuales se repite la creación son más insuficientemente explícitos en los pueblos históricos, aquellos en los cuales comienza la historia propiamente dicha, es decir, los babilonios, egipcios, hebreos, iranios. Diríase que esos pueblos, conscientes de que eran los primeros en edificar la “historia”, registraron sus propios actos para uso de sus sucesores (empero, no sin transfiguraciones inevitables en las categorías y los arquetipos, como hemos visto en el capítulo precedente). Esos mismos pueblos parecen, por lo demás, haber sentido de modo más profundo la necesidad de regenerarse periódicamente aboliendo el tiempo pasado y reactualizando la cosmogonía.

En cuanto a las sociedades “primitivas” que aun viven en el paraíso de los arquetipos y para los cuales el tiempo sólo está registrado biológicamente, sin que se le permita transformarse en “historia”, es decir, sin que se le deje ejercer sobre la conciencia su corrosiva acción, consistente en la revelación de la irreversibilidad de los acontecimientos, se regeneran periódicamente por la expulsión de los “males” y la confesión de los pecados. La necesidad que también esas sociedades sienten de una regeneración periódica es una prueba de que tampoco ellos pueden mantenerse sin cesar en lo que anteriormente llamamos el “paraíso de los arquetipos”, y de que su memoria consigue hallar (mucho menos intensamente, sin duda, que la de un hombre moderno), la irreversibilidad de los acontecimientos, es decir, registrar la “historia”. Así, pues, también para esos pueblos primitivos la existencia del hombre en el cosmos se considera como una caída. La morfología inmensa y monótona de la confesión de los pecados, magistralmente estudiada por R. Pettazzoni en La confesione dei peccatti, nos muestra que, aun en las más simples sociedades humanas, la memoria “histórica”, es decir, el recuerdo de acontecimientos que no derivan de ningún arquetipo, el de los “acontecimientos personales” (“pecados” en la mayor parte de los casos), es insoportable. Sabemos que en el origen de la confesión de los pecados se halla una concepción mágica de la eliminación de la falta por un medio físico (sangre, palabra, etc.). Pero lo que nos interesa no es el procedimiento de la confesión en sí -es de estructura mágica-, sino la necesidad del hombre primitivo de librarse del recuerdo del “pecado”, es decir, de una secuencia de acontecimientos “personales” cuyo conjunto constituye la “historia”.

Está relacionada con ello la inmensa importancia adquirida por la regeneración colectiva por medio de la repetición del acto cosmogónico en los pueblos creadores de la historia. Podríamos recordar que, por razones diferentes, claro está, pero también debido a la estructura metafísica y antihistórica de la espiritualidad hindú, los hindúes no han elaborado un escenario cosmológico del Año Nuevo de las proporciones de los que se encuentran en el antiguo Cercano Oriente. También podríamos recordar ahora que un pueblo histórico por excelencia, el pueblo romano, vivió sin cesar con la obsesión del “fin de Roma” y buscó innumerables sistemas de renovatio. Pero no quisiéramos, por el momento, llevar al lector por esa vía. Nos contentaremos, pues, con recordar que, fuera de esas ceremonias periódicas de abolición de la “historia”, las sociedades tradicionales (es decir, todas las sociedades, incluso la que constituye el “mundo moderno”, conocían y aplicaban otros métodos diversos para lograr la regeneración del tiempo.

Por lo demás, hemos mostrado (Comentarii la legenda Mesterului Manole; véase también el capítulo precedente) que los rituales de construcción presuponen asimismo la imitación más o menos explícita del acto cosmogónico. Para el hombre tradicional, la imitación de un modelo arquetípico es una reactualización del momento mítico en que el arquetipo fue revelado por vez primera. Por consiguiente, también esos ceremoniales, que no son ni periódicos ni colectivos, suspenden el transcurso del tiempo profano, la duración, y proyectan al que los celebra en un tiempo mítico in illo tempore. Hemos visto que todos los rituales imitan un arquetipo divino y que su reactualización continua ocurre en el mismo instante mítico atemporal. Sin embargo, los ritos de construcción nos descubren algo más: la imitación y, por ende, la reactualización de la cosmogonía. Una “era nueva” se abre con la construcción de cada casa. Toda construcción es un comienzo absoluto, es decir, tiende a restaurar el instante inicial, la plenitud de un presente que no contiene traza alguna de “historia”. Claro está que los rituales de construcción que encontramos en nuestros días son en buena parte supervivencias, y es difícil precisar en qué medida les corresponde una experiencia en la conciencia de quienes las observan. Pero esta objeción racionalista es desdeñable. Lo que importa es que el hombre sintió la necesidad de reproducir la cosmogonía en sus construcciones, fuesen de la especie que fuesen; que esa reproducción lo hacía contemporáneo del momento mítico del principio del mundo, y que sentía la necesidad de volver con toda la frecuencia que fuera posible a ese momento mítico para regenerarse. Muy perspicaz sería quien pudiera decir en qué medida los que en la actualidad observan los rituales de construcción están capacitados todavía para participar en su misterio. Sin duda sus experiencias son más bien profanas: la “nueva era” marcada por una construcción se traduce en una “etapa nueva” de la vida de quienes van a habitar la casa. Pero la estructura del mito y del rito no deja de permanecer inmutable, pese a que las experiencias provocadas por su actualización no tengan ya más que carácter profano: una construcción es una organización nueva del mundo y de la vida. Para encontrar la experiencia de la renovación, a un hombre moderno, de sensibilidad menos cerrada al milagro de la vida, le bastaría el momento en que construye una casa o penetra en ella (exactamente como el Año Nuevo conserva todavía el prestigio del final de un pasado y del comienzo de una “vida nueva”).

La construcción del tiempo por la repetición de la cosmogonía se revela con más claridad aun en el simbolismo del  sacrificio brahmánico. Cada sacrificio brahmánico señala una nueva creación del mundo. En efecto, la misma construcción del altar se concibe como una “creación del mundo”. El agua en que se diluye la arcilla es el agua primordial; la arcilla que sirve de base al altar es la tierra; las paredes laterales representan la atmósfera, etcétera. Además, cada etapa de la construcción del altar va acompañada de estrofas explícitas en las que se presenta la región cósmica que acaba de ser creada. Pero si la erección del altar imita el acto cosmogónico, el sacrificio propiamente dicho tiene otra finalidad; rehacer la unidad primordial, la que existía antes de la creación. Pues Prajapati creó el cosmos de su propia sustancia; una vez que en ella quedó vacío, “tuvo miedo a la muerte”, y los dioses le trajeron ofrendas a fin de reconstruirlo y reanimarlo. De modo completamente análogo, el que en nuestros días celebra el sacrificio reproduce la reconstitución de Prajapati. ”Quienquiera que, luego de comprender eso, lleva a cabo una buena acción, o siquiera se conforma con comprender (sin practicar ningún ritual), reconstituye la divinidad despedazada (y la vuelve a poner) entera y completa”. El esfuerzo consciente del sacrificante para restablecer la unidad primordial, es decir, reconstituir el Todo que precedió a la creación, es una característica muy importante del espíritu hindú, sediento de esa Unidad primordial, pero no nos está permitido detenernos aquí. Bástenos haber comprobado que con cada sacrificio el brahmán reactualiza el acto cosmogónico arquetípico, y que esa coincidencia entre el “instante mítico” y el “momento actual” supone tanto la abolición del tiempo profano como la regeneración continua del mundo.

En efecto, si “Prajapati es el año”, “el año es la muerte”. Al que sabe esto, la muerte no lo alcanza”. El altar védico es, según la afortunada fórmula de Paul Mus, el Tiempo materializado. “El altar del fuego es el año… Las noches son sus piedras de cerco  y de estas hay 360, porque hay 360 noches en el año; los días son los ladrillos yujusmati, pues de estos hay 360; y hay 360 días en el año”. En cierto momento de la construcción del altar se colocan dos ladrillos llamados “de las estaciones” (rtavya) y el texto comenta: “¿Por qué pone esos dos ladrillos? Porque esta Agni (este altar del fuego) es el año… Este altar del fuego es Prajapati, y Prajapati es el Año… Ahora bien, ese Prajapati que cayó en pedazos es el Año, y las cinco partes de su cuerpo caído en pedazos son las estaciones. Cinco estaciones, cinco capas. Por eso, cuando se apilan las capas, con los orientes se construye a Prajapati, que es el Año”. Así, con la construcción de cada nuevo altar védico, no sólo se repite la cosmogonía y se reanima a Prajapati, sino que también se construye el “Año”, es decir, se regenera el Tiempo “creándolo” de nuevo.

El antropólogo inglés A. M. Hocart ha estudiado, en una obra brillante y controvertida, Kingship, el ceremonial de la entronización del rey en varios pueblos civilizados y “primitivos”, comparándolos con los rituales de iniciación (que el autor considera como derivados del escenario ritual real). Se sabe desde hace tiempo que la iniciación es un “nuevo nacimiento” que comporta una muerte y una resurrección rituales. Pero el mérito está en haber identificado los elementos de iniciación del ceremonial de la coronación, y de ahí el haber establecido comparaciones sugestivas entre varios grupos de rituales. También se notará con interés que en los fidjianos, de la región de los montes Viti Levu, la instalación del jefe se llama “creación del mundo”, mientras que en las tribus del Oriente del Vanua Levu lleva el nombre de mhuli vanua tuli vanua, términos que Hocart traduce por “fasshioning the land” o “creating the heart” (pp. 189-190). El capítulo precedente nos enseñó que la toma de posesión de un territorio equivale para los escandinavos a una repetición de la creación. Para los indígenas de las islas Fidji, la “creación” acontece en cada entronización de un nuevo jefe; idea que, por lo demás, se ha conservado en otros lugares en una forma más o menos aparente. En casi todas partes, un nuevo reinado ha sido considerado como una regeneración de la historia del pueblo e incluso de la historia universal. Con cada nuevo soberano, por más insignificante que fuera, comenzaba una “era nueva”. A menudo se han advertido adulaciones o artificios de estilo en dichas fórmulas. De hecho, esas fórmulas nos parecen excepcionales sólo porque nos han sido trasmitías con cierta solemnidad. Pero en la concepción primitiva una “era nueva” comienza no sólo con cada nuevo reinado, sino también con la consumación de cada casamiento, el nacimiento de cada hijo, etc. Pues el cosmos y el hombre son regenerados sin cesar y por todos los medios, el pasado es consumido, los males y los pecados son eliminados, etc. Diversos en sus fórmulas, todos esos instrumentos de regeneración tienden hacia la misma meta: anular el tiempo transcurrido, abolir la historia mediante un regreso continuo (in illo tempore) por la repetición del acto cosmogónico.



Pero volviendo a los fidjianos, estos repiten la “creación” no sólo con motivo de cada entronización, sino también cada vez que las cosechas son malas. Este detalle, sobre el que Hocart no insiste, puesto que no confirma su hipótesis de los “orígenes rituales” del mito cosmogónico, nos parece bastante significativo. Cada vez que la vida se halla amenazada y que les parece que el cosmos está agotado y vacío, los fidjianos sienten la necesidad de un retorno in principium, en otros términos, esperan la regeneración de la vida cósmica, no de una reparación, sino de una recreación de esa vida. De allí procede la importancia esencial de todo lo que puede significar el “principio”, lo original, lo primordial (recipientes nuevos y “agua sacada antes del día” en la magia y la medicina populares, los temas del “niño”, el “huérfano”, etc.)


Esta idea de que la vida no puede ser reparada, sino tan sólo re-creada mediante la repetición de la cosmogonía, se ve claramente en los rituales de curación. En efecto, en muchos pueblos primitivos la creación lleva implícita como elemento esencial la narración del mito cosmogónico: esto se confirma, por ejemplo, en el seno de las tribus más arcaicas de la India, los Bhils, los Santalis y los Baigas. A través de la actualización de la creación cósmica, modelo ejemplar de toda “Vida”, se espera la restauración de la salud física y la integridad espiritual del enfermo. En las tribus mencionadas también se relata el mito cosmogónico con ocasión del nacimiento, el matrimonio y la muerte, pues ocurre siempre que, por medio de un retorno simbólico al instante atemporal de la plenitud primordial, se espera asegurar la realización perfecta de cada una de estas “situaciones”.

Entre los polinesios, el número de “situaciones” en las que la narración del mito cosmogónico es eficaz es aun mayor. Según el mito, en los comienzos sólo existían Aguas primordiales, sumidas en las tinieblas cósmicas. Desde la “inmensidad del espacio”, donde moraba, Io, el dios supremo, expresó su deseo de salir del reposo. Pronto se hizo la luz. Después dijo: “Que las aguas se separen, que los cielos tomen forma, que surja la tierra!” De esta forma, por medio de las palabras cosmogónicas de Io, el mundo comenzó a existir. Al recordar estos “antiguos proverbios primitivos… la anciana y primitiva sabiduría (wananga) permitió el crecimiento a partir del vacío, etc.”, un polinesio contemporáneo, Hare Hongi, añade con elocuente torpeza: “Pues bien, amigos, hay tres importantes aplicaciones de esas fórmulas antiguas, tal y como se encuentran en nuestros ritos sagrados. La primera sucede con motivo del rito de la fecundación de una matriz estéril; la segunda en el rito de la iluminación del cuerpo y del espíritu; la tercera y última está relacionada con el tema solemne de la muerte, de la guerra, del bautismo, de los relatos genealógicos y tantos otros temas importantes, en los cuales están especialmente implicados los sacerdotes. Las palabras a través de las cuales Io modeló el universo -es decir, gracias a las cuales aquel fue engendrado e impulsado a crear un mundo de luz-, esas mismas palabras se emplean en el rito de la fecundación de una matriz estéril. Las palabras gracias a las cuales Io hizo brillar la luz en las tinieblas se utilizan en los ritos destinados a regocijar un corazón sombrío y abatido, la impotencia y la senilidad, a extender la claridad sobre las cosas y los lugares escondidos, para inspirar a quienes componen cantos y también en los reveses de la guerra, así como en muchas otras circunstancias que empujan al hombre a la desesperación. Para todos los casos semejantes, este rito, cuya finalidad es derramar la luz y la alegría, reproduce las palabras de las que Io se sirvió para vencer y disipar las tinieblas. En tercer lugar viene el rito preparatorio que se refiere a las sucesivas formaciones que tuvieron lugar en el interior del universo y a la historia genealógica del hombre mismo”.

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