MIRCEA ELIADE
EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN
SÉPTIMA ENTREGA
2. La regeneración del tiempo (1)
“Año”, Año Nuevo, cosmogonía
Los ritos y las creencias que aquí agrupamos bajo el título de “regeneración del tiempo” ofrecen infinita variedad, y no nos engañamos en cuanto a la posibilidad de encuadrarlos en un sistema coherente y unitario. Debido a ello, en el presente ensayo podremos dispensarnos de la exposición de todas las formas de regeneración del tiempo, así como de su análisis morfológico e histórico. No emprendemos la tarea de saber cómo se ha llegado a constituir el calendario ni en qué medida sería posible incluir en un mismo sistema las concepciones del “año” a través de los pueblos. En la mayor parte de las sociedades primitivas, el “Año Nuevo” equivale al levantamiento del tabú de la nueva cosecha, que de tal modo se proclamaba comestible e inofensiva para toda la comunidad. En los lugares en los que se cultivan varias especies de cereales o de frutas, que alcanzan la madurez en diferentes estaciones, asistimos a veces a varias fiestas del Año Nuevo. Eso significa que “los cortes del tiempo” son ordenados por los rituales que rigen la renovación de las reservas alimenticias; es decir, los rituales que aseguran la continuidad de la vida de la comunidad entera. (No estamos autorizados, sin embargo, a continuar esos rituales como simples reflejos de la vida económica y social: lo “económico” y lo “social” revisten en las sociedades tradicionales una significación totalmente distinta de la que un europeo moderno tiende a concederles.) La adopción del año solar como unidad de tiempo es de origen egipcio. La mayoría de las demás culturas históricas (y el propio Egipto hasta cierta época) conocía un año, a la vez lunar y solar, de 360 días, o sea 12 meses de 30 días cada uno, a los que se agregaban cinco días intercambiables (los epagómenos). Los indios Zuñí llamaban a los meses los “escalones del año” y al año “el pasaje del tiempo”. El principio del año variaba de uno a otro país y según las épocas, pues sin cesar intervenían reformas del calendario con el fin de concordar el sentido ritual de las fiestas con las estaciones a las cuales debía corresponder.
No obstante, ni la movilidad del principio de Año Nuevo (marzo-abril, 19 de julio - como en el antiguo Egipto- , septiembre, octubre, diciembre-enero, etc.) ni la diversidad de las duraciones atribuidas al año por los diferentes pueblos conseguían reducir al mínimo la importancia que en todos los países tenían el fin de un período de tiempo y el principio de un nuevo período; fácil es comprender entonces que nos es indiferente, por ejemplo, que la población africana de los Yoruba divida el año en estación seca y estación de las lluvias, y que la “semana” tenga cinco días en vez de ocho para los Ded Calabar; o que los Warumbi distribuyan los meses según las lunaciones y obtengan así un año de unos trece meses; o también que los Ahanta repartan cada mes en dos períodos de diez días (o de nueve días y medio), etc. Para nosotros lo esencial es que en todas partes existe una concepción del fin y del comienzo de un período temporal, fundado en la observación de los ritmos biocósmicos, que se encuadran en un sistema más vasto, el de las purificaciones periódicas (cf. purgas, ayunos, confesión de los pecados, etc., al consumir la nueva cosecha) y de la regeneración periódica de la vida. Esa necesidad de una regeneración periódica nos parece en sí misma bastante significativa. Los ejemplos que vamos a proponer al instante nos revelarán, sin embargo, algo mucho más importante, a saber, que una regeneración periódica del tiempo presupone, en forma más o menos explícita, y en particular en las civilizaciones históricas, una creación nueva, es decir, una repetición del acto cosmogónico. Y esa concepción de una creación periódica, esto es, de la regeneración cíclica del tiempo, plantea el problema de la absolición de la “historia”, que es precisamente el que nos preocupa en primer término en el presente ensayo.
Los lectores familiarizados con la etnografía y la historia de las religiones no ignoran la importancia de toda una serie de ceremonias periódicas que, por comodidad de exposición, podemos clasificar bajo dos grandes títulos: 1ro, expulsión anual de los demonios, enfermedades y pecados; 2do, rituales de los días que preceden y siguen al Año Nuevo. En uno de los volúmenes de La rama dorada (parte VI, El chivo emisario), Sir James George Frazer ha agrupado a su modo suficiente número de hechos de ambas categorías. No se trata de rehacer ese legajo en las páginas que siguen. En líneas generales, la ceremonia de la expulsión de los demonios, enfermedades y pecados puede resumirse en los elementos siguientes: ayuno, abluciones y purificaciones, extinción del fuego y su reanimación ritual en una segunda parte del ceremonial; expulsión de los “demonios” por medio de ruidos, gritos, golpes (en el interior de las habitaciones), seguida de la persecución de aquellos, acompañada de gran estrépito, a través del pueblo: dicha expulsión puede practicarse en la forma del despido ritual de un animal (tipo “chivo emisario”) o de un hombre (tipo Mamurio Veturio) considerado como el vehículo material, gracias al cual las tareas de la comunidad son transportadas allende los límites del territorio habitado (el “chivo emisario” era expulsado “al desierto” por los hebreos y los babilonios). A menudo se intercalan combates ceremoniales entre dos grupos de figurantes, u orgías colectivas, o procesiones de hombres enmascarados (que representan las almas de los antepasados, los dioses, etc.). En numerosos lugares subsiste la creencia de que durante esas manifestaciones las almas de los muertos se acercan a las habitaciones de los vivos, que van respetuosamente a su encuentro y los colman de homenajes durante unos días, tras lo cual las reconducen en procesión hasta el límite del pueblo, o las echan. También en esa ocasión se inician las ceremonias de iniciación de los jóvenes (de ello tenemos pruebas precisas entre los japoneses, los indios Hopi, en ciertos pueblos indoeuropeos, etc.; véase más adelante). Casi en todas partes, esa expulsión de los demonios, de las enfermedades y de los pecados coinciden, o coincidió en cierta época, con la fiesta de Año Nuevo.
Ciertamente, es raro encontrar a la vez todos esos elementos resumidos explícitamente; en ciertas sociedades predominan las ceremonias de extinción y de reanimación del fuego; en otras, la expulsión material (por medio de ruidos y de ademanes violentos) de los demonios y de las enfermedades, y en otras, la expulsión del “chivo emisario” en su forma animal o humana, etc. Pero la significación de la ceremonia global, como la de cada uno de sus elementos constitutivos, es suficientemente clara: cuando ocurre ese corte del tiempo que es el “Año”, asistimos no sólo al cese efectivo de cierto intervalo temporal, sino también a la abolición del año pasado y del tiempo transcurrido. Tal es, por lo demás, el sentido de las purificaciones rituales: una combustión, una anulación de los pecados y de las faltas del individuo y de la comunidad en su conjunto, y no una simple “purificación”. La regeneración es, como lo indica su nombre, un nuevo nacimiento. Los ejemplos citados en el capítulo precedente, y sobre todo los que ahora vamos a analizar, muestran claramente que esta expulsión anual de los pecados, enfermedades y demonios es en realidad una tentativa de restauración, aunque sea momentánea, del tiempo mítico y primordial, del tiempo “puro”, el del “instante” de la creación. Todo Año Nuevo es volver a tomar el tiempo en su comienzo, es decir, una repetición de la cosmogonía. Los combates rituales entre los dos grupos de figurantes, la presencia de los muertos, las saturnales y las orgías son otros tantos elementos que denotan, por razones que vamos a exponer, que al fin del año y en la espera del Año Nuevo se repiten los momentos míticos del pasaje y del Caos a la Cosmogonía.
El ceremonial del Año Nuevo babilónico, el akitu, es bastante concluyente a ese respecto. El akitu podría ser celebrado lo mismo en el equinoccio de primavera, en el mes de Nisán, que en el equinoccio de otoño, en el mes de Tishrit (derivado de shurri, “empezar”). Sobre la antigüedad de ese ceremonial no puede caber duda alguna, aun cuando las fechas de su celebración sean variables. Si ideología y su estructura ritual existían ya en la época sumeria y se ha podido identificar el sistema del akitu desde la época acadia. Esas precisiones cronológicas no están desprovistas de importancia; se trata de documentos de la más antigua civilización “histórica”, en la cual el soberano desempeñaba un papel considerable, puesto que se le consideraba hijo y vicario de la divinidad en la tierra; como tal, era responsable de la regularidad de los ritmos de la naturaleza y del buen estado de la sociedad entera. No es, pues, extraño comprobar el papel importante desempeñado por el rey en el ceremonial de Año Nuevo; a él le incumbía la misión de regenerar el tiempo.
En el curso de la ceremonia akitu, que duraba doce días, se recitaba solemnemente, y varias veces, el poema llamado de la creación: Enuma elish, en el templo de Marduk. Así se reactualizaba el combate entre Marduk y el monstruo marino Tiamat, combate que se desarrolló in illo tempore, y que puso fin al caos por la victoria final del dios. (Lo mismo entre los hititas, donde el combate ejemplar entre el dios del huracán Teshup y la serpiente Illuyankash era recitado y reactualizado dentro del marco de la fiesta de Año Nuevo.) Marduk creó el cosmos con los pedazos del cuerpo desmembrado de Tiamat y creó al hombre con la sangre de Kingu, demonio al cual Tiamat había confiado las Tablas del Destino. Tenemos la prueba de que esta conmemoración de la creación era efectivamente una reactualización del acto cosmogónico en los rituales y en las fórmulas pronunciadas en el correr de la ceremonia. El combate entre Tiamat y Marduk era imitado en una lucha entre dos grupos de figurantes, ceremonial que se encuentra en los hititas siempre en el cuadro del escenario dramático del Año Nuevo entre los egipcios y en Ugait. La lucha entre dos grupos de comparsas no conmemoraba sólo el conflicto primordial entre Marduk y Tiamat; repetía, actualizaba, la cosmogonía, el pasaje del caos al cosmos. El acontecimiento mítico estaba presente; “que pueda seguir venciendo a Tiamat y acortar sus días!”, exclamaba el oficiante. El combate, la victoria y la creación ocurrían en ese mismo instante.
También dentro del marco del ceremonial del akitu celebrábase la fiesta llamada “fiesta de las Suertes”, zahmuk, en la que se determinaban los presagios para cada uno de los doce meses del año, lo que equivalía a crear los doce meses por venir (ritual que se ha conservado, más o menos explícitamente, en otras tradiciones; véase más adelante). Al descenso de Marduk a los infiernos (el dios estaba “prisionero en la montaña”, es decir, en las regiones infernales) correspondía una temporada de tristeza y de ayuno para toda la comunidad y de “humillación” para el rey, ritual que venía a encuadrarse en un vasto sistema carnavalesco sobre el cual no podemos insistir aquí. También en ese momento se ejecutaba la expulsión de los males y de los pecados por medio del chivo emisario. En fin, cerrábase el ciclo por la hierogamia del dios con Sarpanitum, hierogamia reproducida por el rey y por una hieródula en la habitación de la diosa, y a la cual correspondía ciertamente un intervalo de orgía colectiva.
Como se ve, la fiesta del akitu comprende una serie de elementos dramáticos, cuya intención es la abolición del tiempo transcurrido, la restauración del caos primordial y la repetición del acto cosmogónico:
1ro, el primer acto de las ceremonias representa la dominación de Tiamat y señala así una regresión al período mítico que precede a la creación; se supone que todas las formas están fundidas en el abismo marino del comienzo, el apsu. Entronización de un “rey carnavalesco”, “humillación” del verdadero soberano, trastorno de todo orden social (según Beroso, los esclavos se hacían los amos, etcétera), ni un solo acto que no evoque la confusión universal, la abolición del orden y de la jerarquía, la “orgía” y el caos. Podría decirse que asistimos a un “diluvio” que aniquila a toda la humanidad para preparar el camino del advenimiento de una especie humana nueva y regenerada. Por lo demás, en la tradición babilónica del diluvio, tal cual la ha conservado la tablilla XI de la Epopeya de Gilgamesh, se recuerda que Ut-napishtim, antes de embarcarse en la nace que había construido para huir del diluvio, organizó una fiesta “como en el día de Año Nuevo (akitu)”. Volveremos a encontrar ese elemento diluviano, a veces simplemente acuático, en ciertas otras tradiciones;
2do, la creación del mundo, que se efectúa, in illo tempore, al principio del año, también es reactualizada cada año;
3ro, el hombre participa directamente, aun cuando en medida reducida, en esa obra cosmogónica (lucha entre los dos grupos de figurantes que representan a Marduk y a Taimat; “misterios” celebrados en esa oportunidad, según la interpretación de Zimmern y Reitzenstein, pero confrontar también E. O. Briern, Les societés secrètes des mystères, p. 131); esa participación, como hemos visto en el capítulo precedente, proyecta al hombre al tiempo mítico, haciéndolo contemporáneo de la cosmogonía;
4to, la “fiesta de las Suertes” es también una fórmula de la creación, en la que se decide la “suerte” de cada mes y de cada día;
5to, la hierogamia realiza de manera concreta el “renacimiento” del mundo y del hombre.
La significación y los ritos del Año Nuevo babilónico tienen sus semejantes en todo el mundo paleooriental. Hemos anotado algunas de ellas al pasar, pero aun falta mucho para llenar la lista. En un estudio notable, The semitic New Year and the origine of eschatology, que no ha obtenido la repercusión que merecía, el sabio holandés A. J. Wensinck ha puesto de manifiesto la simetría entre diversos sistemas mítico-ceremoniales del Año Nuevo en todo el mundo semita; en cada uno de esos sistemas reaparece la misma idea central del retorno anual al caos, seguido de una nueva creación. Wensinck ha visto muy bien el carácter cósmico de los rituales del Año Nuevo (aunque hagamos reservas respecto a su teoría del “origen” de esa concepción ritual-cosmogónica que él quiere descubrir en el espectáculo periódico de la desaparición y reaparición de la vegetación; de hecho, para los “primitivos”, la naturaleza es una hierofanía, y las “leyes de la naturaleza” son la revelación del modo de existencia de la divinidad). Como garantía de que el diluvio y, en general, el elemento acuático están de un modo u otro presentes en el ritual de Año Nuevo, bastan las libaciones practicadas en esa oportunidad y las relaciones entre ese ritual y las lluvias. “En el curso del mes Tishri fue creado el mundo” dice R. Eliezer; “en el curso del mes Nisán”, afirma R. Josua. Ahora bien, ambos son meses pluviosos. Durante la fiesta de los Tabernáculos es cuando se decide la cantidad de lluvia concedida al año próximo, es decir, cuando se determina la “suerte” de los meses por venir. El Cristo santifica las aguas el día de la Epifanía, en tanto que los días de Pascua y de Año Nuevo eran las fechas habituales del bautismo en el cristianismo primitivo. (El bautismo equivale a una muerte ritual del hombre antiguo, seguida de un nuevo nacimiento. En el plano cósmico equivale al diluvio: abolición de los contornos, fusión de todas las formas, regresión a lo amorfo.) Efrem el Sirio advirtió con claridad el misterio de esa repetición anual de la creación e intentó explicarla: “Dios ha creado de nuevo los cielos porque los pecadores han adorado los cuerpos celestes; Él ha creado de nuevo el mundo que había sido deshonrado por Adán; Él ha edificado una nueva creación con su propia saliva”.
Ciertas huellas del antiguo escenario del combate y de la victoria de la divinidad sobre el monstruo marino, encarnación del caos, pueden descifrarse igualmente en el ceremonial israelita del Año Nuevo, tal cual se ha conservado en el culto jerosolimitano. Recientes investigaciones (Mowinckel, Pederson, Hans Schmidt, A. R. Johnson, etcétera) han aportado los elementos rituales y las implicaciones cosmogónico-escatológicas de los Salmos y han mostrado el papel desempeñado por el rey en la fiesta de Año Nuevo, en que se conmemoraba el triunfo de Yavhé, jefe de las fuerzas de la luz, sobre las fuerzas de las tinieblas (el caos marino, el monstruo primordial Rahab). A ese triunfo seguía la entronización de Yahvé como rey y la repetición del acto cosmogónico. La muerte del monstruo Rahab y la victoria sobre las Aguas (que significa la organización del mundo) equivalían a la creación del cosmos y al mismo tiempo a la “salvación” del hombre (“victoria sobre la muerte”, garantía para la alimentación para el año por venir, etc.). Limitémonos por el momento a observar entre estos vestigios de cultos arcaicos la repetición periódica (“la revolución del año”, Éxodo, 34, 22; la “salida” del año (pues el combate contra Rahab presupone la reactualización del caos primordial, mientras que la victoria sobre las “profundidades acuáticas” sólo puede significar el establecimiento de las “formas firmes”, es decir, la creación.) Ulteriormente veremos que en la conciencia del pueblo hebreo esa victoria cosmogónica se convierte en la victoria sobre los reyes extranjeros presentes y por venir; la cosmogonía justifica el mesianismo y el apocalipsis, y echa así las bases de una filosofía de la historia.
El hecho de que esa “salvación” periódica del hombre halle un equivalente inmediato en la garantía de la alimentación para el año por venir (consagración de la nueva cosecha) no debe hipnotizarnos hasta el punto de no ver en ese ceremonial más que los vestigios de una fiesta agraria “primitiva”. En efecto, por un lado, la alimentación tenía en todas las sociedades arcaicas su significado ritual; lo que llamamos “valores vitales” era más bien expresión de una ontología en términos biológicos; para el hombre arcaico, la vida es una realidad absoluta, y, como tal, sagrada. Por otro lado, el Año Nuevo, la fiesta llamada de los Tabernáculos (hag hassukot), fiesta de Yahvé por excelencia, se celebra el decimoquinto día de cada mes, es decir, cinco días después del iom ha-kippurim y su ceremonial del chivo emisario. Ahora bien: es difícil separar esos dos momentos religiosos, la eliminación de los pecados de la colectividad y la fiesta de Año Nuevo, sobre todo si se tiene en cuenta que, antes de la adopción del calendario babilónico, el séptimo mes era el primero del calendario israelita. Era costumbre en la celebración del iom ha-kippurim que las jóvenes fuesen a bailar y a divertirse fuera de los límites del pueblo o de la ciudad, y en esa oportunidad de combinaban los casamientos. Pero también ese día se toleraba una multitud de excesos, a veces hasta orgiásticos, que nos recuerdan tanto la fase última del akitu (celebrada también fuera de la ciudad), como las licencias de regla en todas partes durante los ceremoniales del Año Nuevo.
Casamientos, licencia sexual, purificación colectiva por la confesión de los pecados y la expulsión del chivo emisario, consagración de la nueva cosecha, entronización de Yahvé y conmemoración de su victoria sobre la “Muerte” eran otros tantos momentos de un vasto sistema ceremonial. La ambivalencia y la polaridad de esos episodios (ayuno y excesos, tristeza y alegría, desesperación y orgía, etc.) no hacen más que confirmar su función complementaria en el marco de ese mismo sistema. Pero los momentos capitales siguen siendo sin discusión la purificación por el chivo emisario y la repetición del acto cosmogónico por Yahvé; todo lo demás no es sino la aplicación, en planos diferentes, y en respuestas a necesidades diferentes, del mismo ademán arquetípico, a saber, la regeneración del mundo y de la vida por la repetición de la cosmogonía.
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